Una mirada que hace la diferencia

(Veo-veo. Qué ves. Una cosa. Qué cosa. Maravillosa. De qué color)

 

Pedro Sosa

 

El Prefacio de Para leer El capital comienza de un modo un tanto enigmático: “nuestro tiempo se expone a aparecer un día como señalado por la más dramática y trabajosa de las pruebas: el descubrimiento y aprendizaje del sentido de los gestos más ‘simples’ de la existencia: ver, oír, hablar, leer, los gestos que ponen a los hombres en relación con sus obras, y con las obras atragantadas en su propia garganta que son sus ‘ausencias de obras’”. De entre esos gestos, es el de leer el que le interesa pensar a Althusser en ese texto. Marx habría inventado en acto, según Althusser, un tipo particular de lectura: habría practicado, leyendo los textos de la economía política clásica, una lectura sintomática. Para hablarnos de ella, Althusser nos hablará del ver. La lectura sintomática no consiste, como una simple lectura crítica, en relevar qué ve y qué no ve un determinado texto, sino en identificar aquello que no ve para poder ver lo que ve. Saber detectar espacios en blancos en el texto: los lugares vacíos en los cuales se inscribe un concepto ausente que, en la medida en que no se ve, determina todo el campo de visibilidad de una teoría. En este sentido, el punto ciego de una teoría, que la lectura sintomática puede identificar, no es simplemente aquello que no ve, sino precisamente aquello que ve, es decir, aquello que permite ver, que hace ver. “El desacierto ya no recae sobre el objeto, sino sobre la vista misma”. Este no-ver de una teoría, o mejor dicho, de una determinada problemática teórica, es constitutivo de su ver.

De aquí se sigue que el conocimiento no consiste en  la visión  de un objeto dado, como si lo real se ofreciera inmediatamente a nuestra vista, sino en un trabajo de producción que abre un determinado campo de visibilidad. Conocer no es ver en la inmediatez de lo dado su interioridad esencial, sino producir los conceptos que nos permiten ver de otro modo. Como si dijéramos, ver en negativo: descubrir en el paso de una palabra a otra los lugares donde hay algo que falta y que no cesa de no escribirse. Para ello es preciso cambiar de posición, encontrarse en otra parte. En otros términos: para poder ver es necesario ver desde determinado lugar.

Frente al gesto crítico que reduce la visión a la proyección, el descubrimiento a la invención, Althusser propone un modo de pensar el conocimiento donde el acto de producir coincide con el acto de descubrir. La voz francesa produire tiene tanto el sentido de crear, de hacer, como el de mostrar, presentar. La idea althuseriana de producción ya contiene en sí la idea de descubrimiento. Podemos decir que el conocimiento tiene la misma estructura que se plantea en aquel dictum nietzscheano: llegar a ser lo que se es. No se trata de reducir todo descubrimiento a una construcción, sino de pensar en una relación en la cual la segunda es condición para el primero.

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Esa idea de un lugar invisible desde el cual es posible ver, es pensado por Haraway bajo el término de “categoría sin marcas”, como el (no)lugar, limpio de marcas, autoinvisibilizado, desde el cual, según la ortodoxia epistemológica, se pretende que sería posible ver objetivamente. Es también lo que la autora llama “testigo modesto”: “un ventrílocuo autorizado del mundo de los objetos”, lugar que habría sido exclusivamente ocupado, en el momento fundacional de la ciencia moderna, por determinadas subjetividades privilegiadas (siempre varones, y ciertos varones). Sólo una subjetividad pretendidamente neutra, podía “desaparecer modestamente” y así dar fe de lo que veía. Esto es: no sólo mirar o “curiosear”, sino, atestiguar, dar garantías de objetividad de lo que se ve. La idea de que no estar en ninguna parte es condición de posibilidad de una visión objetiva.   

Frente a esta idea, Haraway propone otra cosa. La verdadera objetividad, una “objetividad fuerte”, va a decir, sólo es posible si se ocupan ciertos lugares. Esto es: el punto de vista no va en perjuicio de la objetividad de la visión. Bien al contrario: hay ciertas cosas que sólo se ven desde ciertos ángulos. En este sentido, “una óptica es una política del posicionamiento” y “solo la perspectiva parcial promete una visión objetiva”.

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“Instauración” es la palabra que tanto Vincianne Despret como Bruno Latour toman de Étienne Sourieau para dar cuenta de la acción de llevar un ser a la existencia, de hacer existir algo, pero como atendiendo a su pedido, a su reclamo, a su llamado de atención. Instaurar sería producir algo cuya existencia nos excede al tiempo que requiere de nuestra intervención para volverse visible. Desplegar en el mundo las consecuencias de una existencia real que sin embargo no se presenta en los términos de la realidad inmediata: hacerla aparecer. Producir y revelar al mismo tiempo.

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También es una cuestión de curiosidad. De una disposición determinada en la observación. De una forma de la atención. Parecida a cierta sensibilidad del tacto. Ver como si tocáramos, con la suavidad necesaria para poder distinguir ciertas texturas. La exploración sensible de un territorio que depara, como una piel que se ofrece al encuentro con otra, el descubrimiento de esas singularidades que hacen fracasar toda anticipación. Ver como si degustáramos, es decir como si probáramos, por el placer de ver qué pasa: exponerse a la experiencia del primer encuentro con una particularidad novedosa. Ver así, de ese modo. Para Despret, hay una ventaja epistemológica en la curiosidad, una virtud científica. Hace que aparezcan ante nuestros ojos diferencias que existen en el mundo y que importan, que cuentan para las existencias observadas. El método consiste en seguir la dirección que propone el mismo encuentro con aquello que observamos: dejarse llevar por el mundo hasta el punto de someterse a ser el propio objeto de experimentación de aquello que esa deriva dispone.

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Hay una diferencia entre la acción de ver y la acción de mirar. Ésta última consiste en el simple direccionamiento de los ojos, apuntar la vista en determinada dirección, hacia determinado lugar. Ver, en cambio, implica una cierta atención y un acto de distinción: distinguir un determinado objeto, recortarlo en relación al fondo indefinido del cual, entonces, se desprende. Ver es operar sobre el campo de lo mirado una determinada selección. Así, parecen tramarse en el acto de ver  un elemento subjetivo y otro objetivo: por un lado implica una cierta disposición, una cierta atención, y por el otro, lo que se ve es algo que está ahí afuera, que se nos revela como una existencia exterior. Un elemento y otro están constitutivamente ligados: es necesario prestar atención para ver ese objeto que de otro modo se nos pasaría desapercibido.

¿Qué vemos cuando miramos al cielo? es el nombre de la última película de Alexandre Koberidze. El director cuenta que el nombre se le ocurrió al observar el gesto que hace Messi cada vez que mete un gol: lo festeja mirando al cielo. Todxs, en determinadas situaciones, dirigimos la mirada hacia arriba. Parece ser un gesto universal y arcaico, infinitamente repetido a lo largo de la historia de la humanidad. Miramos al cielo. Le dedicamos alguna proeza, le pedimos un deseo, le exigimos una señal, le expresamos una frustración. Sin embargo, no todxs vemos lo mismo. Lo que vemos cuando miramos el cielo depende del lugar desde el cual el cielo es mirado, entendiendo por lugar el conjunto de condiciones que determinan la posición del observador.

Si mirar consiste en una disposición fisiológica hacia una realidad indiferenciada, la acción de mirar ese manto ilimitado que se extiende encima nuestro es casi una redundancia: el mirar por antonomasia. Como si dijéramos que mirar, en este sentido, es siempre, de alguna manera, mirar al cielo: dirigir los ojos hacia una realidad indeterminada. Pero ¿qué vemos? Es decir: qué figura se recorta ante nuestra mirada sobre ese fondo indiferenciado. Qué nos llama la atención allí. Qué existencias se nos revelan. El acto de ver consiste en una mirada que hace la diferencia.

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La película de Koberidze gira en torno a la cuestión del ver. Es ante que nada, ella misma, tal vez como toda película, una manera de ver. El cine es en sí mismo el esfuerzo por ver de cierto modo, y al mismo tiempo transmitirlo, compartirlo, comunicarlo. Revelar tanto a los ojos de quien filma, como del espectador, la existencia de una determinada realidad, fundando así, en torno a la película, una comunidad de la visión. Una película es un determinado modo de prestar atención al lugar donde se ponen los ojos: la cámara es, en ese sentido, reveladora. Es sensible a ciertas existencias que pasan inadvertidas a nuestra mirada espontánea. Es una mirada que hace la diferencia, es decir, una manera de recortar, sobre un fondo indiferenciado, una figura determinada.

El director dice que una de sus pretensiones con la película era “darles espacio” a ciertas cosas que consideramos “como mágicas, lo sobrenatural, lo que se considera demasiado extraño para ser real”, mostrar que “son parte de nuestra vida cotidiana”, y que ésta es “algo que debe observarse y comprenderse como algo muy especial”. Qué vemos cuando miramos el cielo es el intento de ver y al mismo tiempo de hacer ver, es decir, de ver con otrxs, algo extraordinario, pero que ahí está, ante nuestra mirada, y que se define sutilmente contra el fondo de esa totalidad inmediata que reciben nuestros ojos.

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Pero es también una película sobre el ver, que hace del acto de ver el objeto en torno al cual construye una historia. Comienza con dos personas, un muchacho y una muchacha, que se cruzan en la calle, se chocan, levantan la mirada y se ven. Pero nosotrxs, espectadores, sólo vemos sus piernas, un cuaderno que se cae al piso, un brazo que se estira para tomarlo: no los vemos verse. Como si hubiera en ese gesto una intimidad que no debe ser expuesta. Una cosa es andar por ahí entre la gente, que una variedad de rostros desfilen ante nuestra mirada, y otra cosa es cruzarse, encontrarse, verse. El chico y la chica de la película se gustan; podríamos decir que se enamoran: es decir, se ven, se observan, se fijan en el otro, se prestan cierta atención. Ven en el otro una diferencia irreductible.

Entonces sobreviene el problema. La muchacha y el muchacho se encuentran casualmente por segunda vez, la noche del mismo día (aquí tampoco los vemos verse: un plano general bastante lejano sólo nos permite ver el cruce de esquinas donde se encuentran) y deciden acordar una cita para el día siguiente. Cuando está volviendo a su casa luego del encuentro, la chica es interrumpida en el camino por una planta, una cámara de vigilancia, una alcantarilla, y el viento que pasaba por ahí. La detienen y le hablan, en su idioma sin palabras, con intención de ayudarla: quieren avisarle lo que va a pasar a continuación. La planta le dice que ella y el muchacho fueron observados por un ojo maligno. La cámara de vigilancia le cuenta que el ojo maligno les echó una maldición. La alcantarilla toma la posta para informarle que la maldición consiste en que al día siguiente ella despertará con una apariencia distinta. Finalmente, cuando el viento le comunica la última parte del mensaje, justo pasa un auto que le impide a la muchacha escuchar. Luego nosotros lo sabremos: lo que el viento le dijo es que el joven también despertará a la mañana siguiente con otro aspecto. Ella sigue su camino a su casa, preocupada sólo por su transfiguración. Aquí la acción es interrumpida por la intervención de un narrador ominisciente que nos pide, a nosotrxs espectadores, que cerremos los ojos cuando suene la primera señal y los volvamos a abrir cuando escuchemos la segunda. Hacemos caso. Cerramos los ojos. Los abrimos. Ya es el otro día: la muchacha y el muchacho, despiertan con sus nuevas apariencias. Los dos asisten al lugar pactado, esperando ver al otro, presentarse y explicarle lo sucedido. Se encuentran allí. Pero, naturalmente, no se ven. Ambos piensan que el otro faltó a la cita. Ese es el punto de partida. A partir de allí la película inicia su periplo. ¿Cómo podrían reconocerse? ¿Qué procedimiento les podría revelar sus verdaderos rostros? ¿Podrán volver a verse?

No quiero contar el final de la historia. Pero en todo caso no basta con mirar. No basta con el registro objetivo de la realidad inmediata. Es necesario prestar una determinada atención, estar en una disposición particular, poner en marcha una cierta imaginación, es decir: un ejercicio activo de producción y proyección de imágenes. Si suele pensarse la diferencia entre imaginar y ver como la diferencia entre una acción encerrada dentro de los límites de la subjetividad y otra que nos informa de un exterior objetivo, lo que aquí quiero decir es que hay formas de la imaginación que son necesarias para poder ver ciertas existencias reales. “Lo imaginario y lo racional –la visión visionaria y objetiva– rondan juntas”, dice Haraway.  Un reencantamiento del mundo como condición para verlo, para conocerlo. El cine y la fotografía son casos en los que la imaginación puede cumplir esta función epistémica: la cámara es un instrumento sensible a ciertas existencias. Pero también en el amor, por ejemplo, hay una verdad en la imaginación. La idealización no es pura proyección; tiene una potencia reveladora: el enamorado o la enamorada pueden, en virtud de su posición, ver algo en el otrx, que tal vez pasa desapercibido para el resto del mundo, pero que está realmente ahí.

Una vez más: hay ciertas cosas que sólo son visibles desde ciertos lugares, a través de ciertas mediaciones, en virtud de cierta disposición.  Determinadas diferencias, que es preciso hacer, para entonces poder ver.

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