Ensayos

Zorro gris

 

Emmanuel Biset

 

1.

El domingo 2 de junio de 2024 murió Oscar del Barco.

Una muerte es solo una muerte y el fin del mundo. Sabía desde siempre que algo como el tiempo compartido era una preparación para la despedida. Era un miedo y una certeza. Pero la vida insiste: Oscar negaba el tiempo cada año. De esa certeza y de ese miedo me surgen dos cosas. La primera es que una muerte es también un mundo que ya no. Vinciane Despret dice que cuando algo desaparece el mundo se achica, se vuelve mas pequeño. Escribe una frase que me persigue: lo que el mundo ha perdido no es aquello por lo que los hombres lloran. Me parece una frase extraordinaria porque dice algo: lloramos mal, no estamos sabiendo ver lo que estamos perdiendo, aquello sobre lo que vale la pena llorar. 

Un mundo, el mio, se volvió mas pequeño desde el domingo 2 de junio. Hacia tiempo no lo veía. Pero estaba, como la certeza del mundo. El fin de un mundo. No le interesaban mucho las anécdotas, ni el pasado, ni convertirse en prócer de un tiempo que ya no era. Sin nostalgia ni melancolía. Para mi siempre fue el último moderno, en el sentido de Mackenzie Wark: un agente molesto en el presente contra el presente. Alguien que viene siempre del futuro. El mundo que se va con Oscar no es el ya viejo, vetusto y tantas veces finalizado siglo XX. Es exactamente lo contrario: la pregunta por no repetir fórmulas para estar en el presente. No repetir, no repetirse.

La segunda cosa que busco en cada imagen que circula con sus fotos, o rastreando la memoria, tiene que ver con las huellas de una pregunta: ¿qué es pensar? ¿Qué puede significar pensar? ¿Pensar algo, esto, aquello, lo otro? Cada vez que repito la pregunta me parece imposible: para responder siento que digo estupideces, o digo que se trata de representar intelectualmente algo del mundo, o entrar en conversación con los muertos que nos preceden, o recitar teorías aprendidas, o heredar un nombre propio. Todo esto me parece una estupidez, esto es, no pensar. No sé como decirlo: hay otra cosa. Para Oscar pensar era siempre dos cosas: interpelar al otro y ser generoso. Era un tipo molesto, jodido, bravo: le gustaba chicanear. Pero porque sabía que eso mismo no podía ser sino algo que se volvía sobre sí mismo. No conocí a nadie más generoso: con las ideas, con los libros, lo que sea. No medir. Dar.

Al fin y al cabo, encontrarse con alguien es aprender a ser menos estúpido. No se bien lo que significa, pero reconozco la estupidez inevitable que me habita. Para Oscar un estúpido era alguien que creía saber algo: que asumía tener un saber -erudito, especializado, cierto- y alguien que se las cree por eso. A las instituciones les pasa mucho. Por eso era alguien jodido, y está bien: las instituciones son también una máquina de fe. En el saber, en el nombre propio, en la tradición. Tampoco creerse un enfant terrible: es una vuelta sobre el nombre. Nadie sabe nada. Nunca. Y por eso, a veces, pensamos.

2.

El fin del mundo. De un mundo. De todos los mundos. El fin.

Martin Gurri en La rebelión del público nos cuenta una historia de un mundo que se cae a pedazos: si habitábamos un mundo común, si había algo como un mundo, es porque existían ciertos patrones comunes, esto es, existían referencias compartidas. Había dos o tres noticieros, algunos diarios, la información circulaba de arriba hacia abajo. El entramado institucional estaba organizado desde una autoridad jerárquica fundada en relatos legitimados. Hace un tiempo eso estalló en mil pedazos porque la información empezó a circular desde múltiples lugares: comunidades vitales organizadas en torno a un interés común. Comunidades fundadas en la voz de aficionados, no educados, indisciplinados. El agente perturbador entre un mundo fundado en la autoridad y un mundo de públicos es la información. La semilla del mal es la desconfianza. Digámoslo de otro modo: ya no existe gente, ni pueblo, ni masas, ni multitud: ahora existen una diversidad de públicos sin referencias comunes que circulan por redes digitales. Los públicos se caracterizan por estar en contra, de ahí la rebelión: pueden protestar y derrocar, pero no gobernar. Los públicos son las crisis permanente de cualquier discurso legitimador de autoridad. Ya no hay mundo. No sé lo que consume cada uno de ustedes. Ni siquiera importa. Porque se trata de públicos diversos con consumos específicos cuya intersección es solo parcial: públicos enojados, desgastados, sin pretensión de formación. El bardeo por twitter no es un azar: es la figura subjetiva de nuestra época porque allí los públicos activan su fuerza simbólica. 

William Davies en Estados nerviosos sostiene que la disolución de cualquier mundo común surge de una transformación epocal de largo plazo: se cae a pedazos el mundo que se fue construyendo desde el siglo XVII. Fundado en dos diferencias: mente y cuerpo; guerra y paz. En una época de guerras de religión sin solución, precisamente donde la duda metódica había socavado la realidad, la razón y la fuerza reconstruyeron la autoridad. Ese mundo de la razón que da lugar a un orden legítimo, llámese contrato político o conocimiento científico, ha sido destituido. Estamos en una guerra donde precisamente las herramientas en las que creemos ya no tienen sentido: somos reacciones espasmódicas de la razón reclamando su lugar. Pero precisamente el saber de los expertos, de aquellos que saben, ha perdido sentido para la comunidad. Si un científico tiene que salir a defender su tarea, hacer una marcha o publicar algo sobre el valor de la ciencia, lo único que hace es confirmar que su discurso entra en la disputa de sentimientos contemporánea. Vivimos en estados nerviosos donde estamos en alerta constante y reaccionamos más por el sentimiento que por la realidad. El que grita más fuerte gana. Si el conocimiento experto proporcionaba una realidad en la que estábamos de acuerdo, la computación digital promete extremar la sensibilidad en un entorno cambiante. Lo que importa es la velocidad, no los hechos: las tendencias. Ya no un enfoque objetivo del mundo, sino hacia donde van las cosas ahora, ya, en este instante. La guerra está declarada y el problema es que no sabemos qué hacer: repetimos nuestra pequeña certidumbre menor: tenemos que comprender para actuar, tenemos que entender lo que pasa, si lo entendemos sabremos qué hacer. Vieja ilusión ilustrada en la comprensión, en la razón que guía la acción. Los que triunfan en la guerra no son quienes tienen un conocimiento objetivo claro, sino quienes tienen la lucidez y la fuerza para seguir a tientas: la inteligencia como una orientación en un mundo desconcertante. Velocidad y osadía. 

Gurri, Davies: la emergencia local de las nuevas derechas no es sino el lugar del fin del mundo. Ya no hay mundo. Ya no hay mundo común. O mejor: ni tierra, ni comunidad. Guerra que disuelve lo común en un conjunto de públicos sacados; negación que hace del suelo algo inestable. Caminamos con auriculares puestos. Recorremos vectores de información diversos. La cosa es simple: se puede decir algo, pero ya no hay referencias, ya no sabemos si es verdad. Paradójico resultado de la politización del mundo como su destrucción: depende qué canal de información uno consuma. El mundo es un conjunto de canales de streaming cuyos públicos enojados insultan en su chat. Hay algo peor: no sabemos, ni podemos, reconstruir un mundo común. Porque en la guerra de religiones actuales, la guerra de públicos por el baiteo, la razón es un publico entre otros. Sin mundo común: o nos alistamos para la guerra o buscamos alguna referencia.

3. 

El fin del mundo es la clausura radical de un mundo en común. Habitamos en comunidades vitales preparadas para la guerra digital, guiadas por la velocidad y la osadía, emociones que marcan tendencia. No hay referencia común, no hay mundo. ¿Y entonces qué?

Mckenzie Wark en El capitalismo ha muerto sostiene que una comodidad de la teoría contemporánea es responder a todos los males con una palabra: capitalismo. Lo más osado que podemos hacer es conjugarla: capitalismo de plataformas, capitalismo tardío, capitalismo neoliberal, realismo capitalista. Decimos capitalismo porque no podemos pensar. O mejor, hacemos exactamente lo que Marx no hacía. Hacer de la teoría otra cosa: inventar los conceptos a la altura del tiempo que vivimos. Por eso Wark sostiene que esto ya no es capitalismo sino algo peor: un momento histórico donde la lucha pasa por los vectores de la información: su control, su apropiación. Si ya no hay pueblo, sino públicos: es necesario preguntar por la logística de los vectores donde circula información. La clase dominante de nuestro tiempo es aquella que posee y controla esos vectores: una clase fundada en la autoridad, la propiedad y la experticia. Las desigualdades surgen hoy no de la explotación, sino de las asimetrías de los datos y los protocolos de acceso y control selectivo. Las comunidades vitales de Gurri, los sentimientos de Davies, no son mera circulación silvestre: la cosa pasa por acumular relaciones asimétricas de información, monetizar las apariencias, controlar y monopolizar la atención. 

Vamos a acelerar dice Milei en la apertura de sesiones. Sí. Vamos a acelerar. Mucho. Tanto que Milei se verá como lo que es: la astucia del poder para no acelerar. Por eso la lucha siempre es inmanente. Animarse a mas, acelerar, es otra cosa. Acelerar: una lucha descarnada por los vectores de información. La tarea política más urgente es encontrar los modos de vectorializar la información en vistas a un mundo justo cuando sabemos que control estatal y comunismo social son respuestas premoldeadas. Acelerar es alojar un modo de justicia para los públicos por venir, para que la información circule de otro modo. Necesitamos inventar modos de vectorializar que desplacen la atención.

Eduardo Viveiros de Castro en Las tres inteligencias señala que así como se supo escribir sobre las tres ecologías, hoy hay que pensar tres inteligencias: la humana, la artificial, la natural. Lo que las une es simplemente una cosa: la tierra. Ademas de acelerar, otra cosa: un pensamiento planetario, dice Yuk Hui. En un libro publicado recientemente, Anna Tsing en colaboración sistematiza uno de sus conceptos centrales: patchy anthropocene. Vivimos en un tiempo de escalas temporales y espaciales dislocadas, una antropoceno irregular, que exige que construyamos nuevos métodos: pensar las parcelas que configuran paisajes. Paisajes de una tierra irregular. Debemos desarrollar nuestras artes de la observación: un atlas que funcione como un compendio de puntos de vista que nos ayuden a mirar el paisaje. Atlas, paisaje, parcelas: la disputa siempre fue por la tierra. Hoy más que nunca, por las tierras en la tierra: el suelo entonces es lo único que cuenta. Tener suelo, hacerse de un suelo. 

Bruno Latour, luego de añorar componer mundos en común, se da cuenta que lo único que queda es el suelo: lo terrestre. La tierra nunca es el globo: son los estratos sedimentados que guardan tiempo. Un tiempo que no es humano: las grietas que al hacer un corte en la superficie muestran las huellas de lo que fue y lo que no será. Los estratos de la tierra nos dicen otra cosa. Anna Tsing: las escalas de pensamientos dependen de aquello a lo que prestemos atención. Vinciane Despret: la tarea es volver interesante aquello que tenemos que pensar. La disputa es entonces por la atención: por como dar lugar a nuevas artes de la observación para que la tierra no sea negada. La tierra, eso, está acá. Es lo único que tenemos. La reinvención de una referencia. El nombre de una guerra terminal.

4.

La guerra contemporánea, nuestra política, es entonces una disputa por la atención. Y se disputa de dos modos: acelerando vectores frenados por los límites de la propiedad y haciendo de los estratos de la tierra el referente absoluto. Ya no hay mundo en común. La añoranza es derrota. Estamos en un mundo de públicos que solo buscan confirmar su sesgo. Estamos en una de esas burbujas con sus sesgos particulares. Somos un público entre otros. La resistencia es retaguardia. Correr de atrás ante lo que sucede, buscar barreras de contención, buscar detener los golpes es siempre estar golpeado. 

En un escrito dedicado a Oscar del Barco, Demián Orosz cuenta que le decían Oscar del Bardo. Y surge cuando rechazó a el premio Kónex. Recuerdo la charla con él: no solo le parecía una injuria estar en los premios con Mariano Grondona o Amelita Fortabat, sino que decía quién es el señor rico tras esos premios que se arroga la autoridad de premiar. Vieja dialéctica del reconocimiento: quien reconoce, declara, o premia, simplemente se está erigiendo como quien puede hacerlo. Pero Demián Orosz dice algo más. Luego de publicar el No matarás, quizás el último debate intelectual contemporáneo, sufrió múltiples ataques. Dice Demián: “Lo acusaron de ingenuo, de pensar en el laboratorio y no en la grave hora de la Historia, de llevar agua al molino de la derecha. ¿Qué habrá pensado Oscar, hace unos días, de Milei, el asesino de masas que nos toca? Creo, no lo sé, creo que Oscar dejó sembrado un problema. Abrió un desafío existencial de consecuencias antropológicas. Su No Matarás, ahistórico, especulativo, ¿sentimental?, es la fundación de una posibilidad, asentada en el vacío más radical, afirmada en el aire”. Dos cosas entonces de Oscar del Barco: un decir incondicional, no tan atado a las condiciones, a ese credo contemporáneo en la situacionalidad o el contexto, un decir despojado y brutal; un decir que incomoda, que molesta. ¿Qué forma tendría, qué diría, una carta que despierte efervescencia intelectual? 

Contra las reacciones espasmódicas, asustadas, por lo que pasa, contra las certezas que son un conjunto de obviedades. Ni escándalo, ni certeza. Mucho menos la confortable autocomplacencia del pensamiento crítico: nada peor que la indulgencia de los intelectuales. No ser indulgente con uno mismo. Ante el temor regulativo de lo políticamente correcto, ante el cinismo de cierto realismo, la pregunta es qué puede significar no ser indulgentes, pensar sin concesiones hoy. No lo sé. Quizás empezar con dos cosas: la parresía de decirnos la verdad asumiendo los costos de quebrar nuestras buenas conciencias progresistas; la vacilación de ese nosotros que supuestamente habitamos. 

En la puerta de la casa velatoria, en ese tiempo sin tiempo de lo sin vida, cruzó por una de las principales avenidas de Córdoba un zorro gris. Extemporáneo, deslocalizado: un animal silvestre en los vectores de la información. 

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