
Está pasando. Está por pasar. Sigue pasando
Tres imaginaciones de futuro en la catástrofe ecológica
Ezequiel Gatto
1. Vectores de imaginación
Al menos desde 2008 vivimos en una coyuntura que podemos denominar “crisis civilizacional” (Mbembe), en la que operan múltiples dimensiones y niveles (ambientales, subjetivos, tecnológicos, institucionales, económicos, sociales, biológicos). En esta coyuntura, tanto el optimismo moderno (“el futuro será mejor”) como el goce posmoderno (el futuro como presente extendido, como presentismo o fin de la Historia) fueron desplazados por seis vectores de imaginación de futuro y proyección que tienen entre sí relaciones diversas (de afinidad, divergencia o antagonismo).
1. El primer vector se expresa en ideas de destino fatal como “fin del mundo”, “extinción masiva” o “lenta cancelación del futuro”. En otros términos, variaciones de la expresión: “No hay futuro”.
2. El segundo vector se expresa como imposibilidad de hacerse una imagen de lo que vendrá, como una profunda incertidumbre, en la que las proyecciones no prosperan.
3. El tercer vector comparte el tono destinal del primero, pero no sigue la línea del fin de la futuridad, sino que se monta sobre aspectos estructurales del presente, como el tecnocapitalismo digital, para trazar su porvenir. Lo llamaría vector de intensificación y aceleración. Paolo Virno lo llama “parálisis frenética”. Otros autores lo llaman capitalismo aceleracionista.
4. El cuarto vector consiste en invocaciones particulares del futuro: como las narrativas sobre el futuro del empleo, la tecnología o la educación, o los discursos publicitarios y del marketing que ponen al futuro en el centro del discurso. A diferencia de los tres vectores anteriores, este no ofrece una imagen de conjunto sino que se detiene en algún elemento más acotado, y es más directamente instrumental.
5. El quinto es el “porsiemprismo” (Tanner), la experiencia de que nada termina nunca o que las cosas retornan como variaciones, siempre a partir de un punto de claro de origen. Esta temporalidad vale para aspectos tan diversos como la disponibilidad permanente que ofrece internet, los retornos retroutópicos de la política o la reactivación tecnológica de especie animales extintas.
6. El sexto vector son las anticipaciones decoloniales, anti y poscapitalistas y poshumanistas, que buscan reabrir lo posible haciendo la crítica, por lo general, de las anteriores cinco, y utilizando como referencia experiencias por fuera de los patrones occidentales, especialmente en sus variantes de explotación capitalista.
Estos seis vectores combinan diversamente aspectos económicos, sociales, ambientales, tecnológicos, políticos, geopolíticos, religiosos, cognoscitivos, institucionales, y definen un conjunto, o ensamble, tenso y asimétrico. Su visión panorámica nos muestra que la crisis civilizacional es también la de una coyuntura de imaginación del futuro que se define como una situación combinada de imposibilidad (sabemos qué va a pasar y es terrible), incertidumbre (no tenemos idea qué va a pasar), intensificación acelerada (lo mismo pero más rápido), proliferación particularista (slogan), variaciones sobre un punto original que retorna y crítica política (la producción de otras imaginaciones).
Con este fondo, en este texto buscaré hacer un ingreso al problema de los vínculos con la futuridad considerando la relación entre imaginación y acción en la experiencia, o ante la posibilidad, de catástrofes ecológicas. Buscando aportar insumos para proyectar y desplegar “futuros socioambientales” más justos voy a evitar la idea fatalista (vector 1) y la porsiemprista (vector 5). Tampoco me enfocaré en la aceleración tecnocapitalista (vector 3) ni en los particularismos (vector 4). Aprovecharé los otros dos vectores -la incertidumbre y la crítica política- en su cruce con la catástrofe socioecológica, para ordenar algunas ideas. Voy a dividir la exposición en tres viñetas:
1. La imaginación de futuro en la catástrofe inmediata;
2. La imaginación de futuro ante la catástrofe inminente;
3. La imaginación de futuro en la catástrofe inmanente.
La tríada inmediato – inminente – inmanente dialoga con los trabajos de Rebecca Bryant y Daniel Knight, quienes proponen dos modalidades para la temporalidad futura: lo inminente -lo que parece que sucederá, lo que está por suceder- y lo inmanente -elementos tendenciales que ya participan del devenir, que dan, desde el presente, forma al futuro-. De mi parte, voy a agregar, si se quiere como modo particular de la inmanencia, lo inmediato: elementos que no sólo participan sino que por diversos motivos son protagonistas del presente, al punto que pareciera que todo el presente se explica por ellos. No quiero presentar esas viñetas como recetas, sino como esquemas posibles para pensar. Esquemas abstractos adrede, que espero ayuden a generar algunas ideas y conclusiones para alimentar, no sólo la imaginación de futuro, sino un pensamiento y una inteligencia estratégica concreta, fundamental para cualquier proyecto político.
2. El cine catástrofe
Para abordar estas tres imaginaciones de futuro en la catástrofe (inmediata, inminente, inmanente), puede ser útil mostrar primero una posición opuesta, en las antípodas, para utilizarla como negativo. Nada como un villano para ordenar los propios pensamientos. Una imaginación de futuro que reconozca la catástrofe y la presente de manera conservadora. Para esto voy a hablar, brevemente, del cine-catástrofe.
En sus inicios, el cine catástrofe, por regla general, giraba en torno a algún tipo de accidente técnico, producto de un acción humana, voluntaria o no, o un error de la máquina, que producía un desastre. Tal el caso de Lady Bug Lady Bug (1963); Aeropuerto, la saga de los años setenta que incluyó Aeropuerto (1970), Aeropuerto 75, Aeropuerto 77 y Aeropuerto 80, o Ciudad de fuego (1979). Rápidamente se fueron sumando animales considerados peligrosos; primero fantásticos, como Godzilla, luego reales como la saga Tiburón (1975, 1978, 1983, 1987), Orca (1977), Las abejas (1978) o Piraña (1978 y su versión, más reciente, de 2011). Algunas de estas catástrofes tenían ribetes morales (como la guerra nuclear o Aeropuerto 75, en el que un pasajero quiere poner una bomba, o incluso los animales asesinos, como Orca que quiere vengar la muerte de su pareja); otras parecían más arbitrarias, donde simplemente sucedía algo terrible que había que reparar, pero que no se podía culpar a nadie. Desde sus comienzos, el género incluyó temáticas ambientales y ecológicas: la pionera Soylent Green (1973), donde las crisis climáticas y alimentarias se resuelven de un modo espeluznante, fue seguida por Hard Rain (1998), que casi predijo los sucesos del Katrina; ese mismo año, Armageddon, imaginó una catástrofe por lluvia de meteoritos. Una década después, El día después de mañana (2004), tematizó abiertamente el calentamiento global. En la tormenta (2014), Geostorm (2017), Ola de calor (2022) y Greenland (2022) siguieron ese camino. Y si bien pertenece más a la ciencia ficción que al cine catástrofe en sentido estrico, La Tierra errante (2019) aparece como una solucion china para los problemas planetarios.
La lista podría seguir. En estas películas puede suceder que la acción humana tenga agencia, solo que ahora desencadena procesos letales a gran escala, o bien que ocurran eventos imprevistos que ponen en riesgo la vida en el planeta. O mejor dicho, ponen en riesgo la vida humana en el planeta. Porque la inmensa mayoría de estas películas son absolutamente antropocéntricas. El cine de catástrofe repite así uno de los patrones básicos del humanismo moderno: el hombre siempre está en riesgo ante la naturaleza. Por cierto, el dominio técnico -y no sólo la mediación técnica- será la respuesta a esa posición riesgosa.
Pero ése no es el único patrón que repite. El cine catástrofe es una subespecie del relato heroico en el que alguien, por lo general un varón, lleva adelante acciones tendientes a la salvación. ¿La salvación de qué? De sí mismo o bien del pequeño grupo humano que lo rodea, y al que suele dirigir. Este familiarismo de catástrofe (en el que la familia que se construye puede tener algo de ensamblaje pero siempre bajo normas patriarcales y heteronormadas) es un rasgo clave, porque en la mayoría de las ocasiones salvar a la humanidad será el subproducto de a salvar al grupo de afectos o conocidos. Lo otro, sea humanos o no humanos, queda fuera del radio de salvación efectiva. En el mejor de los casos se salvarán por efecto secundario, en una especie de teoría del derrame salvacionista. En el peor, serán el insumo de la salvación del pequeño grupo. Y todo esto en entornos altamente competitivos, que repiten una y otra vez los imaginarios de escasez que definen a la economía política moderna, de Smith a Hayek, pasando por Marx. Esto le imprime un aire hobbesiano a las historia del cine catástrofe: el colapso ecológico es siempre el terreno para una guerra de todos contra todos (o de pequeños grupos contra pequeños grupos), que alimentan fantasías bélicas, dando al esquema un aire de soldado Marine familiero. Lo hobbesiano se prolonga también en la primacía del elemento militar en esta imaginación, que suele ser la institución salvadora.
Podríamos decir que, de diferentes maneras, el cine-catástrofe abunda en los vectores 1, 3 y 4. Al primero lo utiliza como amenaza que da sentido a las acciones para impedirlo. A los otros dos, como elementos que dan consistencia al mundo, que debe seguir siendo como era. Son vectores de imaginación de futuro para la normalización.
Pero hay otras imaginaciones de futuro, otras imaginaciones de la catástrofe. Esto es decisivo, porque el modo en que se figura y contempla qué sucede y qué podría suceder en lo que denominamos “cambio climático” impacta de lleno en la estrategia y organización que nos damos. El futuro, en tanto anticipación y expectativa, es causa del presente. Con esto en mente, quiero desplegar las figuras de lo inmediato, lo inminente y lo inmanente.
3. Tres imaginaciones de futuro en la catástrofe ecológica
3.1 Está pasando. La imaginación de futuro en la catástrofe inmediata.
En febrero de este año estuve en la Comarca andina y Bariloche, en la Patagonia, cuando los incendios se intensificaron, devorando bosques, animales y casas. Me encontré con viejos amigos y compañeros; conocí nuevos. Hablé de muchas cosas. Cosas terribles y cosas hermosas. Escuché testimonios muy entristecedores y conmovedores y comentarios ocurrentes. Frases que podía esperar e ideas que no se me habían ocurrido nunca. Escuché hipótesis y sorprendentes escenarios futuros sobre cómo podrían ser los bosques patagónicos del 2070. Pude hablar con brigadistas, voluntarios, habitantes de la zona involucrados en las redes de combate del fuego, psicólogos que armaron espacios para que los hijos de las personas afectadas pudieran tener un lugar para pensar en otra cosa (o pensar en eso pero de otra manera), productores audiovisuales que pusieron sus máquinas y saberes a trabajar en redes de comunicación, abogadas, responsables de logística, cocineras, radios comunitarias, hogares transitorios para animales, veterinarios, músicos que hicieron festivales a beneficio, profesores de yoga que ofrecieron clases y meditación para tratar de instalar un momento de paz en medio del infierno, encargados de gestionar las donaciones de alimentos, equipamiento, ropa y dinero. Conocí historias y ejercicios de organización que tenían años y habían acumulado experiencias, y otros que nacieron en esas semanas. Pude ver cómo opera una red social compleja en condiciones de emergencia catastrófica.
Todo el tiempo que pasé allí me resonó “Un paraíso en el infierno. Las extraordinarias comunidades que surgen en el desastre”, un libro que Rebecca Solnit escribió luego del huracán Katrina en New Orleans para reconstruir experiencias no desoladoras que tienen lugar en escenarios desoladores. En efecto, lo que muestra Solnit es que, a diferencia de la pasión del cine-catástrofe, en este tipo de situaciones no siempre se cumple ni el repliegue individual-familiarista ni las fantasías de la guerra de todos contra todos. Solnit reconstruye experiencias catastróficas ocurridas durante el siglo XX y XXI en distintos lugares de nuestro continente en las que operaron sorprendentes redes solidarias. Sin nunca perder de vista que está hablando de cosas que sería mejor que no hubieran existido y que las miserias pululan, Solnit afirma que “la puerta a los paraísos potenciales de nuestra época está en el infierno”. Quizá esa esperanza, teñida de teología y redención cristiana, sea excesiva pero ciertamente en esas situaciones tienen lugar acciones e imaginaciones valiosas. Es lo que ví en la Comarca y Bariloche. Y lo que se pudo ver en otras escenas recientes, como las inundaciones del Sur de Brasil, la Dana en Valencia y la inundación de Bahía Blanca. ¿Qué nos dice eso?
La imaginación de futuros no bélicos ni de individualismo posesivo en la inmediatez de la catástrofe parece apuntalarse en un sentido urgente de lo común. La amenaza vital nos expone en nuestro carácter frágil, en nuestro carácter de especie entre especies. Hay que salvar familiares, amigos, vecinos, casas, árboles, animales. La catástrofe no respeta la propiedad privada (aunque los propietarios intenten a veces supeditarlo todo a su propiedad); es transversal. Transversal es también la respuesta. Porque salvar lo propio depende de salvar lo otro, y viceversa. La trama de la vida revela no sólo su delicadeza sino su relacionalidad.
Solnit afirma que “es común la redención en la disrupción”. Pero ese común no está garantizado, al contrario. Es lo que está inmediatamente en riesgo. De aquí que lo actual en la catástrofe absorba casi toda la imaginación de futuro. Pero esto no es lo mismo que la inexistencia del futuro. Precisamente porque la acción en la catástrofe inmediata es producir la posibilidad de un futuro para quienes están inmersos. En este sentido, la imaginación de futuro en la inmediatez de la catástrofe se acorta notablemente, alcanzando tal vez minutos, horas o días. Pero, de nuevo, acortamiento no equivale a desaparición. Quizá sea interesante explorar esas escenas para aprender a observar futurizaciones a escalas temporales cortas, muy por debajo de las que solemos considerar dignas de atención política. La aceleración de la catástrofe tal vez nos ayude, además, a pensar otras aceleraciones sociales y sus impactos políticos.
A mi entender, esta imaginación de futuro en la catástrofe, que experimenta un nuevo sentido de lo común y se orienta a corto plazo para que siga habiendo posibilidades, se compone de dos elementos. Un primer elemento es la relación con los saberes expertos, los protocolos y las experiencias acumuladas previas, elementos que están alojados en organizaciones territoriales, movimientos políticos, libros, y algunas instituciones estatales. Esta dimensión aporta un elemento, un saber hacer, que conecta la imaginación de futuro en lo inmediato con algo que no es inmediato, sino anterior. En la inmediatez de la catástrofe aparecen pasados modelizados que buscan organizar los movimientos. Lo inmediato se relaciona así con lo previsto, que opera en la inmediatez como lo que es posible de anticipar y esperar en lo inmediato. Pero esa es una porción de la catástrofe; porque en su inmediatez siempre hay, además, lo imprevisible e inanticipable. El mapa, ya sabemos, nunca coincide con el territorio.
El segundo elemento brota del incremento de la incertidumbre y la consecuente dificultad para anticipar, y lleva a la improvisación, que es el opuesto de la modelización. La improvisación no es lo espontáneo. Pensemos en la música: improvisar es darse la tarea de producir música sin saber qué forma final tendrá esa música. En medio de un incendio patagónico, es una práctica movida por un principio (“crear las condiciones para sobrevivir”) pero que no se orienta hacia una cierta imagen final concreta porque es muy difícil predecir la resolución. Mucho de lo que hay que hacer en el medio (de allí lo inmediato: lo que no tiene separación, estar en el medio) es combinar ese principio con ciertas técnicas en acciones concretas imposibles de anticipar y de resultados más o menos inciertos.
Improvisación y Modelo. Se suele decir que, en la urgencia, el futuro queda eliminado, pero no parece ser así. Lo que la inmediatez de la catástrofe enseña es que hay que buscar con otras claves de qué manera se imagina el futuro en ella y qué acciones se despliegan, qué relaciones establecemos con las posibilidades del mundo, justo cuando parece que el mundo se queda sin posibilidades.
3.2 Está por pasar. La imaginación de futuro en la catástrofe inminente
Las tecnologías nucleares utilizadas a partir de la Segunda Guerra Mundial produjeron uno de los imaginario modernos fundamentales de la catástrofe como hecho total. El cine-catástrofe, que traje como ejemplo, se alimentó con voracidad de ese asunto. En otro campo cultural, el del ensayo político, son célebres las reflexiones y los numerosos textos de Günther Anders sobre la bomba nuclear como un invento humano capaz ya no destrucciones locales sino de arrasar con las condiciones de vida. Da un poco de escalofríos enterarse de que el día de la primera explosión en el desierto de Albuquerque, a cargo de Robert Oppenheimer, uno de los temores de los científicos era que las reacciones químicas desatadas por la explosión consumieran la totalidad del oxigeno de la atmósfera en cuestión de minutos, convirtiendo al planeta en una bola de fuego.
Luego de ese primer temor de escala planetaria, lo dominante en estos imaginarios catastróficos nucleares ha sido la caída de una bomba o una fisura en una planta nuclear como hechos más o menos puntuales, discretos en el tiempo, visibles en un primer momento. El Hongo o la Fuga como signo del Acontecimiento catastrófico. Pero el Antropoceno o el Capitaloceno no es una bomba nuclear ni una planta. No es puntual, no es fácilmente visible, no es siquiera asignable a un conjunto acotado de seres humanos, no es una gran destrucción en poco tiempo. Es una combinatoria entre grandes destrucciones puntuales y grandísimas destrucciones lentas que, a su vez, se van acelerando.
Pero que la amenaza de la catástrofe sea un proceso continuo más que un hecho puntual, y que corra por carriles invisibles hasta que se hace visible (invirtiendo así la secuencia nuclear, que comienza con una explosión o una fuga y se continua en siglos de radioactividad), no quiere decir que no estemos, como en la Era nuclear, signados por un afecto de futuro al que llamo inminencia: un sentido de riesgo próximo, de peligro vecino en el tiempo.
Vivir en condiciones de “a punto de” nos dispone en un espacio de experiencia orientado hacia el porvenir en un sentido muy unívoco. La inminencia se devora lo inesperado, es una espera que sabe lo que espera. Si la catástrofe inmediata es un actualidad que parece traccionar con furia todo lo posible, la catástrofe inminente invierte el sentido: es lo posible lo que tracciona lo actual. Nos hace leer el devenir en clave de signo de los tiempos: signos que indican que eso que esperamos viene, o, todavía, no viene. La inminencia activa una función paranoica de la atención y el conocimiento. Este aspecto no es menor en la construcción de saberes y conocimientos sobre el cambio climático; por ejemplo, en la ciencia, que en el despliegue de sus funciones predictivas cultiva un saber de la inminencia, básico para el modelo de la imaginación de futuro en la inmediatez de la catástrofe, que expuse antes.
Cuando la inminencia es la “fin del mundo” por motivos ecológicos puede suceder, como dice el referente índigena Ailton Krenak, que la sombra del fin haga “desistir de nuestros sueños”. ¿Qué sentido tendría soñar un después si es el después el que está en duda? En efecto, el nihilismo, la resignación y la ecoansiedad son emergentes de esta relación sombría con la inminencia. Podemos decir que, en estos casos, la imaginación de futuro no deja de existir en la inminencia, sino que tiende a declinarse como empeoramiento. No es que no se imagina un futuro, sino que se imagina un futuro peor. Y tal vez no sea casual que el grueso de la imaginería contemporánea sobre el cambio climático que se nutre del afecto de inminencia tenga ribetes colapsistas y/o distópicos.
La inminencia puede producir parálisis si deviene una imagen de destino que promete un porvenir letal, en donde acabará todo, en el que no hay margen alguno de maniobra. La fuerza de la imaginación de futuro es tal que si proyectamos una impotencia es muy probable que esta vuelva sobre nosotros, y experimentemos la impotencia probable como impotencia actual. Pensemos en alguien que viviese todo el tiempo prendido al temor de la inminencia del morir (no me refiero al saberse mortal sino al sentirse a punto de morir todo el tiempo). Pensemos en la incidencia de esto en sus proyecciones, sus afectos, sus decisiones. Pero si la inminencia deja abierto el espectro de su actualización y de sus efectos de modo tal que no sabemos si lo que se promete sucederá, ni tampoco podemos calcular todos sus efectos, entonces aquella deja de ser un atractor esterilizante y se convierte en una zona de producción para la disuasión de la amenaza. Es bajo este signo de la inminencia y la disuasión donde hoy día se producen muchas imaginaciones respecto al futuro ecológico. Es el caso de las propuestas de geoingeniería y terraformación, sintetizadas por Benjamin Bratton como un programa de planetariedad viable; es también el inmenso movimiento ambientalista, o en palabras de Emilio Muiño, “la inédita madurez política de la cuestión ecosocial”, que se fue generando en las últimas décadas a escala mundial y que acabó de eclosionar con fuerza en los últimos quince años; es el decrecionismo en muchas de sus variantes; son los imaginarios primitivistas que invitan a sustraerse y refugiarse; son también los esquemas y prácticas orientados a la mitigación; incluso las raquíticas propuestas de un capitalismo verde o sostenible no dejan de ser imaginaciones de futuro en nombre de una inminencia catastrófica. Se puede hacer una cartografía de las disposiciones frente a la inminencia para entenderlas en su radicalidad.
Mientras las acciones en la inmediatez de la catástrofe responden a un hecho en curso, las acciones en la inminencia responden a un pronóstico de algo que aún no se cumplió. Es un movimiento por el que el actante invierte la línea temporal y hace algo antes de que su causa opere efectivamente. Aquí no se trata de improvisación, pues la imagen final está clara. Sí, en cambio, pueden existir elementos modelizados. La disposición es generalmente reactiva: responde a una imaginación de futuro (un desastre ecológico), busca impedir su realización. Esa disposición, que podríamos llamar anticipación disuasiva, suele tener dos grandes orientaciones: conservadora y reparatoria (intenta volver a un punto anterior, o que imagina como anterior) del proceso, o bien inventiva, que recombina elementos pasados y elementos posibles para una nueva producción. La valoración de lo ya hecho y de lo nunca hecho a la hora de justificar el propio hacer es significativo para entender las distintas disposiciones ante la catástrofe inminente.
En “La muralla y los libros”, un ensayo incluido en Otras inquisiciones”, Borges escribió: “La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético”. Podríamos decir que de la inminencia de la catástrofe derivan diversos hechos éticos y orientaciones estratégicas. Si para la imaginación de futuro en la inmediatez de la catástrofe teníamos a la improvisación y la modelización como disposiciones estratégicas, en la inminencia tenemos la disuasión, la reparación y la invención.
3.3 Sigue pasando. El futuro en la catástrofe inmanente.
En la novela Detalle infinito, Tim Maughan pone en narrativa una hipótesis de colapso. Gracias a un movimiento de hackers, Internet desaparece. Y con ella, es una gran parte de la infraestructura del mundo la que entra en modo catastrófico. El mundo se rediseña. Y no todo es mala noticia. Se producen formas asociativas, cooperativas y solidarias de nuevo tipo, que involucran los más diversos aspectos de la existencia. Se inaugura, así, un mundo después del capitalismo mundial integrado.
Una de las virtudes de Detalle infinito es hacer el ejercicio de poner en narrativa una vida poscatástrofe. Pero esto no es prerrogativa de la ficción científica anglosajona contemporánea. Ante la inminencia del fin del mundo, que como vimos es un modo de imaginar el futuro, los brasileros Eduardo Viveiros de Castro y Deborah Danowski propusieron una percepción posfactum basada en las consecuencias de la conquista europea y la violencia sobre los pueblos originarios de nuestro continente. “La catástrofe en la que estamos permite acercarnos a las experiencias de otras catástrofes”, dicen. Para Danowski y Viveiros, estos pueblos ya tuvieron su fin del mundo. El mundo tal como lo conocían terminó, y de modo catastrófico. Por esto, esos pueblos viven en el después de la catástrofe. No porque la hayan dejado atrás sino porque es una condición presente de su existencia. Ellos sostienen que lo que podemos aprender de esos pueblos es, precisamente, a vivir con una catástrofe ya sucedida y que no deja de suceder. Es una catástrofe entre nosotros, que hace a nuestra trama existencial. No es una inminencia, ni un hecho inmediato, es una catástrofe inmanente.
La imaginación de futuro en la catástrofe inmanente no opera como opera en la inmediatez ni en la inminencia. Si la primera produce una relación entre el modelo y la improvisación y la segunda induce acciones anticipatorias que combinan disuasión, reparación e invención, esta tercera es una relación diferente entre posibilidades, proyección y acción. Una diferencia importante tiene que ver con el sentido del fin. En la imaginación de futuro inmediata, el fin aparece como el fin del evento catastrófico; en la imaginación de inminencia, el fin es, justamente el de la inminencia (sea que se logre o no la disuasión). En cambio, en la imaginación de futuro en la catástrofe inmanente se pone el final al principio, al tiempo que se asume que vivir consiste en procesos delicados, elementos siempre en devenir, logros frágiles, que exigen permanente atención, cuidados, cambios. Es decir: vivir en la poscatástrofe no tiene fin. Se exige una atención constante a procesos finitos pero interminables, como las plantas que crecen por sí mismas o que cultivamos, que nacen y mueren, pero que si nos interesa que el ciclo de cultivo continúe debemos estar siempre atentos. O como los procesos de memoria, que pueden elaborar catástrofes sucedidas pero nunca la olvidarán porque ya es parte de su constitución, lo que ocasiona que el trabajo con la catástrofe resulte interminable y, a la vez, variable.
En este sentido, una imaginación de futuro en la inmanencia de la catástrofe es una imaginación procesual, sin puntos fijos ni definitivos, que detecta, que mapea en lo que ya opera elementos potentes y no sólo riesgos, peligros, enemigos o imposibilidades. Esto no tiene que ver con el optimismo: la imaginación de futuro en la catástrofe inmanente no tiene ninguna garantía, como afirma el líder yanonami Ailton Krenak. Es tan solo, ni más ni menos, que una deriva inventiva. Tal como dicen Danowski y Viveiros de Castro, “el buen vivir no es un lugar de llegada, es la gestión incesante de las transformaciones de modo tal de no ser arrastrado por ellas, de no ser caotizado”.
Por una combinación virtuosa
Llegamos al final. He intentado hacer un giro por el problema del futuro, en especial de los modos de su imaginación, conectado a la experiencia y posibilidad de catástrofes ecológicas. No busqué reponer la trama de problemas concretos, la he dado por supuesta. Me interesó abordar el problema para detectar la heterogeneidad posible de imaginaciones de futuro presentes y actuantes. Son cosas que ya existen, no estoy proponiendo ninguna novedad absoluta. Lo que me interesó fue traer a la superficie unas formas de imaginar el futuro y de actuar de las que tal vez no siempre tenemos conciencia. Decimos que la temporalidad no es una, que nuestra existencia es un ensamblaje de temporalidades. Esta afirmación vale también a la hora de interrogar nuestras maneras de imaginar el futuro. La complejidad del problema y el desafío exige que podamos ver la multiplicidad de imaginaciones, las distintas temporalidades en las que se asientan y sobre las que pretenden intervenir. En las diversas maneras de combinarlas, de articular su eficacia a situaciones, temporalidades, disputas e instituciones, podemos encontrar un reservorio de eficacia estratégica. Creo que parte del desafío estratégico está en una combinación virtuosa de las imaginaciones que presenté. Hay momentos para imaginar en lo inmediato, momentos para lo inminente, momentos para lo inmanente. Si el capitalismo opera en todos los niveles y utiliza diversas estrategias, desde la inyección de caos a la planificación a largo plazo y la gestión mercantil de los flujos actuales, debemos estar en condiciones de producir marcos interpretativos y de acción pluritemporales, que produzcan formas de orientación hacia, y de organización por, lo socioambiental.