
Antropoceno político
Emmanuel Biset
A Alyne Costa, Fernando Silva, Anelise di Carli, André Araujo: gestores del Campus Antropoceno y compañeros de una conversación que recién empieza.
1. Parte del problema. No demos vueltas y comencemos con un decir franco: somos parte del problema. Y no me refiero a ser parte de la humanidad como agente de la catástrofe ambiental, sino a otra cosa: la misma proliferación de las discusiones sobre antropoceno no puede sino acelerar aquello que se busca problematizar. Esto se debe a que, como ya señalaron Claire Colebrook y Tom Cohen en la presentación de la colección Critical Climate Change: “[…] la moda teórica de pensar más allá de lo humano hacia un registro geológico, Real, materialista, universal, es a la vez una prolongación del imperialismo cognitivo que destruyó el planeta y un gesto necesario para combatir todos los parroquialismos acríticos que considerarían el cambio climático como nada más que una llamada de atención o una oportunidad para la justicia y la felicidad humanas”.
2. La triple vacuidad teórica. En la teoría contemporánea, en aquella zona crítica que intenta pensar el antropoceno, han surgido tres estrategias teóricas. Estrategias que no dejan de ser formas del imperialismo cognitivo. La primera consiste en una extensión privativa: se priva de un rasgo a una dimensión de la realidad y se procede a subsanar ello resolviendo la carencia. Si la materia era pasiva, ahora es activa; si las cosas estaban quietas, ahora son actantes; si los bosques eran mudos, ahora son procesos semióticos. La expresión más común es que la naturaleza se politizó o que los existentes no-humanos forman parte de la arena política. Dos problemas: se hace algo unívoco, uniforme, una caricatura de aquello a lo que se quiere enfrentar (al fin y al cabo, la materia nunca fue pasiva, ni la Constitución Moderna tan dualista, ni los bosques tan silenciosos) y se extiende una característica que no es revisada. La segunda consiste en la expansión de una ontología relacional centrada en la categoría de entrelazamiento (muchas veces recuperada vagamente de la física) que genera una proliferación de conceptos que terminan siendo vacíos. Se produce una especie de disolución niveladora en una ontología predefinida que restituye cierta totalidad: sea una ontología plana, sea una ontología de redes, sea una ontología de híbridos. De este modo, una ontología relacional parece ser la solución a todos los problemas (siempre desde una parodia de aquello que se busca desmontar) que reitera un viejo prejuicio: la ilusión según la cual postular una nueva ontología produce alguna transformación en el mundo. La última consiste en la proliferación de neologismos identitarios: la difusión de nuevas palabras y de una cierta gramática que lo único que producen son signos de pertenencia a una identidad que se complace con su lugar en el mundo. En diversos campos se habla de compostajes, humusidades, sentipensares y así al infinito. El problema no es sólo que se supone que una cierta ontología o un vocabulario resuelven cuestiones políticas, sino que todo se disuelve en una viscosa materia indiferenciada.
3. El teatro de los exhaustos. Se ha insistido a lo largo de años, quizás décadas, que el núcleo de nuestras discusiones pasa por una reformulación de una teoría de la acción: agenciamientos, actantes, agencias, actores, enacción. Hemos dicho: se trata de ampliar nuestra teoría de la acción para volver a mostrar cómo los existentes no-humanos actúan, cómo vivimos en un mundo compuesto de ensamblajes de humanos y no-humanos. Sin embargo, al ampliar la teoría de la acción se repite el núcleo de esa modernidad que queremos problematizar: la necesidad de la acción, la prepotencia del hacer. Al mismo tiempo que repetimos que tenemos que hacer algo urgente, sabemos que lo mejor que podría pasar es que todo pare un poco. Redistribuimos agencia por doquier y, como supo señalar Chaudhary, estamos exhaustos, cansados, extenuados. Nosotros y el planeta, una cosa por la otra.
4. Los intelectos frustrados. Hoy existe un desfase entre diagnóstico catastrófico y respuestas moderadas. El intelectual siempre está azorado porque el mundo no responde a sus expectativas. Estamos azorados porque todos los estudios científicos datan con rigurosidad la catástrofe, pero la humanidad no reacciona con la contundencia necesaria. Viejo problema del intelectual que se frustra ante el curso del mundo. Viejo problema del pensador cuyas expectativas no se cumplen. Y esto sucede, ya lo sabemos, porque existe claramente un déficit político en las discusiones sobre el antropoceno. Podemos circunscribir tres razones claras de este déficit político: primero, las acciones tomadas, los proyectos encarados, no están a la altura de los desafíos planteados; segundo, porque las propuestas políticas de quienes son referentes en este campo de pensamiento, como Latour, Stengers, Haraway, no han elaborado un vocabulario político a la altura del tiempo (incluso reformando tibiamente el vocabulario moderno cuyos supuestos buscan criticar con figuras como la diplomacia, el parlamento, la democracia o el pluralismo). Tercero, porque este mismo debate reproduce el corazón de Occidente: suponer que una reformulación conceptual tiene consecuencias políticas. Las ideas que reforman el mundo, de Platón a la Ilustración, constituyen siempre una pulsión anti-política.
5. Dos caminos sin salida. Hoy el problema es político más que teórico. La política del antropoceno se encuentra atrapada entre dos opciones que no llevan a ningún lugar. Por un lado, nos encontramos con la proliferación infinita de textos dedicados a una governance del sistema tierra. Esta governance, como toda governance, reduce el problema del antropoceno a una cuestión de administración, de burocracia, esto es, una postpolítica no solo al reducir los conflictos, sino al hacer del antropoceno una reformulación del lenguaje de la globalización, digamos del globalismo bienpensante. Sabemos que las élites progresistas del mundo están fascinadas con el debate sobre el antropoceno. Por otro lado, nos encontramos con el pensamiento radical, ya no de izquierda, sino terrestre en Latour, cosmopolítico en Stengers, y así al infinito. Al mismo tiempo que tenemos un nuevo vocabulario, su misma radicalidad reconstruye el lugar del intelectual en una torre de cristal sin mundo, esto es, sin traducción política a la altura de la radicalidad de pensamiento. La política del antropoceno está atrapada entre una governance administrativa cuya eficacia se sustenta en no cambiar nada y una radicalidad terrestre cuya ineficacia tampoco cambia nada.
6. El mundo equivocado. Sin embargo, defensores de la governance o de la radicalidad comparten un enemigo común, o mejor, un temor: el negacionismo climático despierta más pasiones populares que el progresismo ilustrado. El estado del mundo está lejos de debatir entre políticas del antropoceno porque hoy estamos ante una política radical de signo contrario: una negación absoluta del cambio climático por parte de la extrema derecha. Y un núcleo de verdad que cuesta asumir: la efectividad de su operación radica en mostrar sin vacilación la hipocresía que nos constituye. No se trata simplemente de negación del cambio climático, sino de un desmantelamiento de nuestro lugar de enunciación. Se hace, lo sabemos, con la mejor herramienta del pensamiento crítico: la sospecha. La sospecha que hace del discurso científico un relato entre otros. La sospecha contra el globalismo colonial de las instituciones climáticas. La sospecha frente al financiamiento de intelectuales internacionales. Y en todo eso, digámoslo sin reserva, hay verdades. La tradición crítica lo ha mostrado hace más de un siglo. Cuando los teóricos de la derecha radical nos ven como una Catedral bienpensante, dicen algo con sentido. Y sólo podremos ser otra cosa si confrontamos con ello.
7. Una nueva iglesia. Porque el riesgo, lo sabemos, es que como en toda iglesia el punto de partida sea una serie de creencias compartidas que se vuelven verdad a través de rituales. El lugar de esos rituales, que como en toda religión constituyen reafirmaciones identitarias, se constituye en la repetición de un vocabulario: nos asumimos como pensadores críticos que desmantelan, o denuncian, el extractivismo de las zonas de sacrificio y llaman a la resistencia. El problema no es sólo que ese lenguaje es ante todo un signo de pertenencia, sino que se encuentra obsoleto. Incluso la expansión actual de materialismos poshumanos, de un entrelazamiento de existentes, se ha transformado en una jerga de pertenencia. No sólo porque es un lugar que nos reconcilia con nosotros mismos, con el lado correcto de la historia, sino porque especularmente reafirma las posiciones contrarias. Más que desactivar, consagra un antagonismo cuyos efectos de radicalidad nos llevan a la derrota.
8. Zonas en disputa. No se trata, nunca se trató, de criticar desde el pedestal intelectual ninguna acción política concreta. Todo lo que se haga, sea en el nombre que sea, sea para resistir el extractivismo, para denunciar zonas de sacrificio, todo, reitero, contribuye. Y no porque se enuncie aquí. Esto es irrelevante. Se trata de otra cosa. Primero, precisamente de una geografía de las zonas en disputa en esto que hacemos, en esa zona en disputa llamada pensamiento. Segundo, en esta zona, insisto con dos cosas: estamos atrapados en una serie de disputas sin encontrarle la solución: entre expandir la acción o restringirla, parar un poco; entre una governance efectiva y una radicalidad cómoda. Cuando uno se encuentra atrapado entre alternativas imposibles, lo mejor es cambiar de terreno, esto es, otra geografía.
9. Monstruosidad ambivalente. La equivocidad no es sólo un presupuesto teórico, es una tarea política. La univocidad de una orientación es precisamente lo que despotencia una posición. La claridad de orientaciones éticas y políticas que surgen alrededor del antropoceno, una especie de sentido común en el que todos parecemos estar de acuerdo, no es sino una ratificación de una moral bienpensante, de las buenas conciencias. No produce nada. Una figura es política precisamente cuando es equívoca, cuando sus sentidos no son evidentes, ni siquiera su orientación. Sólo si habitamos la desorientación política, otra cosa puede surgir. Si nos sentimos frustrados frente al desfase entre la producción gigante en torno al antropoceno, infinitos datos científicos, millones de expertos que corroboran, cientos de narraciones de humanidades ambientales, y tibios o inexistentes cambios reales, es porque hace falta volver a generar equivocidad allí donde todo parece claro. La equivocidad no es algo que se impone, es desactivar el sentido lineal inscripto en la misma narrativa del antropoceno como catástrofe. Suspender la claridad política, desactivar el orden normativo de nuestras miradas. Figuras equívocas de las zonas que habitamos. Y esta equivocidad sólo será posible si no nos reconocemos en el espejo en el que nos miramos, esto es, si nos arriesgamos a desfigurarnos. El antropoceno como una monstruosidad ambivalente.
10. Radicalidad efectiva. Quienes habitamos de este lado del mundo, sea el que sea, sabemos por lo menos dos cosas. Que el orden del tiempo es una mentira. Que el espacio es un dibujo. Esto significa que acá el antropoceno, y la extinción, es una cosa del pasado. En esta parte, el fin del mundo ya sucedió. Esto significa, también, que nuestro espacio constituido por dibujos artificiales de fronteras, es siempre el solapamiento de territorios, de lenguas, de accidentes geográficos. Se trata entonces de encontrar, de inventar, una grafía de esta tierra. La densidad de una estratigrafía que haga un corte vertical del tiempo y el espacio. Asumir que ya somos eso que buscamos resistir. Entre radicalidad y governance, entre acción e inacción, hay otra política: una radicalidad efectiva. Una radicalidad: no es retaguardia ni resistencia. Efectiva: no habita ninguna comodidad fuera del barro de la historia. Ya somos ese monstruo nacido en el antropoceno. A esto no tiene sentido confrontarlo con un orden ideal de lo ya sido, sino hacer otra pregunta: qué se compone con el monstruo que somos.
11. Guerra de religiones. Nuestra primera tarea es confrontar el déficit político de los lenguajes sobre el antropoceno. Nuestra segunda tarea es recuperar e inventar una política de una radicalidad efectiva: ni governance del sistema tierra, o los tibios lenguajes de la sostenibilidad, ni la radicalidad terrestre sin barro político. Nuestra tercera tarea es comprender que esta política requiere un nuevo vocabulario, nuevas palabras, y una imaginación sin concesiones. No se trata de declinar viejas palabras en nuevos sentidos. Nuestra cuarta tarea es comprender que hoy la política se juega en otro terreno: las disputas de públicos en una guerra de religiones. Estamos, sin más, en una guerra de mundos. Entonces la pregunta es por las armas, no cómo luchar, sino de qué armas disponemos los débiles en una ecuación. Nuestra quinta tarea es saber deponer las armas que ya no funcionan, la crítica o la resistencia, y activar nuevas armas: preguntarnos cuál es el sujeto político de esta época y cuál es la fe que lo guía. Tenemos que ser capaces de vehiculizar el malestar contemporáneo, incluso de aquellos para quienes lo natural es una quimera.
12. Doble estrategia. Mirar de frente esa monstruosidad ambivalente que comporta la palabra antropoceno supone confrontar al mismo tiempo dos cosas: el imperialismo cognitivo y el déficit político. Se trata, frente a ello, de restituir la equivocidad del término antropoceno, hacerlo objeto de disputas, es decir, destituir su confirmación en un campo de consensos supuestos. Hacer del antropoceno un campo de disputas políticas. De disputas políticas hacia el interior del campo y de disputas políticas frente al antagonismo que lo define. La posibilidad de volver a inventar una radicalidad efectiva sólo surgirá de intervenir en la política de la época. Dar lugar a una confrontación en una gramática política que asume la forma de una guerra de religiones entre públicos antagónicos. Esta guerra se produce en dos espacios: en los estratos del territorio y en los vectores de las plataformas. En toda guerra hay por lo menos dos estrategias: confrontar en el terreno dado y desmontar un escenario fijado por otro. Asumirse en guerra y desactivar la guerra. La doble estrategia. Y entonces, quizás, política.