Voracidad especulativa

Emmanuel Biset

 

1.

En el año 2016 Armen Avanessian escribe un diario de su viaje por Miami. Siendo fiel a ciertos legados del aceleracionismo del siglo XXI comienza preguntando cómo y dónde las ideas filosóficas tienen relevancia para el mundo. Se pregunta sin saber, para salir de sí, para indagar qué puede significar pensar cuando nos corremos de los muros de la academia. Cómo lograr, se pregunta, que la misma indagación teórica intensifique el mundo sin caer en la recurrente nostalgia que enaltece el pasado. En este diario señala que en la actualidad está emergiendo un nuevo alfabeto para el pensamiento político, que si no podemos pensar desde los algoritmos al big data se escabulle el presente. El diario de Avanessian se inscribe en una sensación contemporánea caracterizada por dos rasgos: un momento de inflación conceptual y una certeza de cambio histórico. Inflación conceptual porque hay palabras que parecen definir la escena actual en su repetición: antropoceno, cosmopolítica, realismo, materialismo, poscrítica, posthumanismo, aceleracionismo. Seguro esta lista se podría extender, se habla de compostajes, tejidos, composiciones, interespecies. Se habla de extinción, existentes, cosas, animales, vegetales. Y una prisa que no podemos dejar de notar, muchas veces atada a la necesidad de construirse un nombre o legitimar una novedad en el mercado de las ideas, una prisa en inventar palabras. Steven Metz pensando esto supo decir que vivimos en la época del neologismoceno. Certeza de cambio histórico porque parece que las preocupaciones teóricas y políticas cambian de modo vertiginoso, de repente estamos ante la configuración de nuevos vocabularios, estudiando teorías nuevas, citando autoras y autores hasta ayer desconocidos. Parece que han cambiado las coordenadas de la discusión. ¿Qué hacemos con esto?

En el cruce de esos dos indicios podemos precisar una incomodidad: de repente todxs estamos hablando el mismo vocabulario. Que se funda en repetir ciertos slogans teóricos: deconstruir la división naturaleza-cultura, volver a pensar un absoluto, componer mundos-más-que-humanos. Gabriela Méndez Cota señala que las humanidades, como se desarrollan en el mundo anglófono, asumieron la consigna romántica de repensarse en términos geológicos y abandonar su culpable antropocentrismo. Posthumanidades, humusidades. (Studies, turn, studies, turn). ¿Esto puede ser algo más que una moda teórica? ¿En esta repetición podemos pensar algo común? Y quizás lo que es más difícil: ¿cómo podemos diferenciar posiciones aquí? ¿Cómo romper lo que parece un consenso obvio en torno al posthumanismo? ¿No hay una homología estructural entre la voracidad teórica que inventa nuevos vocabularios y redefine coordenadas y la voracidad de un mundo cuya pulsión de destrucción no se detiene? ¿El posthumanismo es algo más que la forma de la aceleración teórica contemporánea?

Estas preguntas no buscan negar la legitimidad y urgencia de ciertos intereses teóricos. De hecho, nuestro punto de partida es la centralidad de las autoras y los autores que han dado un giro más allá de lo humano. Nos parecen centrales los libros de Eduardo Kohn, Anna Tsing, Eduardo Viveiros de Castro o Elizabeth Povinelli. O para señalar otra zona de la teoría: Quentin Meillassoux, Graham Harman, Ray Brassier o Reza Negarestani. Esta es una escena teórica que, desde nuestra perspectiva, ha redefinido los horizontes del pensamiento radical en la actualidad. De modo que simplemente nos interesa preguntarnos qué hacemos con ella, en ella, cómo diferenciar posiciones allí y cómo empezar a configurar un común que diferencie la paja del trigo. Para decirlo de otro modo, quizás todxs hablemos de compostajes, de humusidades y no humanidades, y así al infinito, pero quizás no estemos hablando de lo mismo. Nos interesa todo esto y no podemos dejar de sentirnos atrapadxs en la voracidad especulativa de un momento del mundo. Como si dijéramos que estamos todxs hablando lo mismo pero todavía estamos lejos de la existencia de preocupaciones comunes.

La voracidad es un modo de la aceleración. Y con ello un modo del tiempo. Los libros de Hartmut Rosa, entre otros, nos han ayudado a pensar los modos de la alienación contemporánea bajo la forma de la ausencia de tiempo. El tiempo, su elasticidad o su compresión, parece definir un ritmo de vida donde siempre caben más actividades. Corremos. No tenemos tiempo. Esta misma aceleración se da en el campo de la teoría. Una voracidad que hace que aquel giro copernicano que parecía traer el realismo especulativo desde el libro Después de la finitud de Quentin Meillassoux, declarado luego de un Coloquio en el año 2008, hoy parezca ya pasado. De hecho, ya se puede confirmar con la bibliografía existente de las discusiones posteriores: el realismo especulativo fue algo tan efímero que no llegamos a poder discutirlo. Una voracidad que exige novedad todo el tiempo, una novedad siempre con sello de propiedad, con copyright, pero esa exigencia es tan veloz que toda novedad es pasado. La reacción más obvia ante todo esto es aquella que proponen los guardianes de la tradición, siempre inmunes a la historia o a lo que sucede. Escuchamos señores profesores seguros de saber que hablan de los clásicos, de la necesidad de alejarse de la moda, de pensadores eternos. La academia siempre está fascinada por lo imperecedero de los grandes nombres propios, del canon, por los “retornos a”. Se escucha hasta el hartazgo, se multiplican los congresos: “hay que volver a Platón”, “hay que volver a Spinoza” y así al infinito. Los guardianes de la tradición son quienes buscan garantizar la paz de los cementerios. El desafío, entendemos, es escapar a esta oposición que encasilla demasiado fácil: o la moda o la tradición. Nos inquietan cosas, nos interesa pensar lo que pasa en un presente complicado, nos interesa hacerlo con rigurosidad, atención, calma. ¿Qué lugar podemos imaginar que corte en diagonal la oposición entre moda y tradición?

Este corte diagonal quizás se pueda plantear en otros términos. Quizás con una resonancia. Hace ya algunas décadas Fredric Jameson escribía un libro que fue de uso masivo en la academia: “El posmodernismo, o la lógica cultural del capitalismo avanzado”. ¿Qué sucede si a esa expresión le cambiamos posmodernismo por posthumanismo? Esta pregunta no tiene la forma de una respuesta anticipada, no es una pregunta retórica. No preguntamos desde afuera, no es un juicio que busque volver a un clásico o reivindicar la crítica de la ideología marxista. De hecho, podemos empezar planteando el problema con claridad: los mismos supuestos de la noción de ideología y de una crítica de la ideología son aquellos que están en discusión. Y, sin embargo, hay algo de la proliferación desenfrenada de un vocabulario efímero que nos problematiza. No dudamos por un segundo del problema radical que implica la devastación ambiental en curso, no dudamos en absoluto de los cambios que estamos viviendo en un mundo digital, nos preguntamos por los lenguajes teóricos y los vocabularios culturales que empiezan a conformar un sentido común repetido. Como señala Pedro Sosa, nos asalta por un momento la sensación inquietante de que tal vez haya alguna forma de solidaridad ideológica entre el repertorio de palabras y enunciados dispuestos por este nuevo concierto teórico y el estado de situación contemporáneo. ¿Qué es aquello que no se dice, que no se pregunta, para que pueda decirse todo lo demás? ¿Hay algo ahí? Estas preguntas no desconocen  que las formas de la crítica de la ideología, en sus múltiples matices, o la repetición hasta el hartazgo de la necesidad de desnaturalizar el sentido común, ya no pueden funcionar, precisamente cuando naturaleza, cultura, humanos, dejan de ser palabras obvias. Si una crítica de la ideología parece imposible por sus mismos supuestos: ¿qué sería algo como un preguntar incómodo ante la proliferación voraz de un vocabulario que se impone?

 

2.

En un texto donde establecen los lineamientos de una colección editorial titulada “Critical climate change”, Claire Colebrook y Tom Cohen señalan que la moda teórica de pensar más allá de lo humano hacia un registro geológico, real o materialista es una extensión del mismo imperialismo cognitivo que generó la devastación ambiental. Por ello resulta central insistir sobre una palabra: crítica. Una palabra con una enorme tradición que implicaría una extensa reconstrucción desde la historia intelectual. No nos interesa banalizar esta historia compleja, llena de matices, de declinaciones semánticas e inflexiones coyunturales. Simplemente nos interesa partir de un lugar para efectuar ciertas preguntas: crítica es un modo de trabajo con la teoría que se preocupa por el presente en un momento dado, crítica es un modo de entender la teoría que busca que intervenga para producir algo, crítica es un modo por ende de legitimar lo que hacemos. Es por todo esto una operación que le da sentido a nuestro trabajo. De hecho, quizás se pueda decir algo tan simple como que el pensamiento crítico es una certeza extendida del campo intelectual y académico. No hace falta señalar que estos aspectos son solo de cierta academia y de ciertos intelectuales, hay otros modos. De todas maneras, la crítica funciona muchas veces como una impugnación de la teoría autónoma. Le pregunta para qué y la impugna desde un afuera: la práctica, la política, la vida, etc. Esto a veces se traduce en cierta culpabilidad a priori de la teoría. Como supo decir Latour, la crítica es la gramática de nuestras indignaciones. Quizás también la indulgencia de lxs intelectuales.

Esta impugnación de la teoría, del quehacer puramente teórico, sea filosófico o antropológico, sociológico o matemático, muchas veces supone dos rasgos insistentes. Por un lado, la crítica funciona como “ejercicio de contextualización”. Se insiste con el carácter precario de cualquier lugar de enunciación y se exige explicitar no solo marcas históricas y geográficas, sino de clase, género y raza. Ante cualquier afirmación exigimos que se contextualice. Eso lo dice un europeo, eso lo dice un hombre hetero-cis, etc. La paradoja es doble: primero porque la necesidad de situar se convierte en un deber ser universal, una operación formal general que demanda análisis situados; segundo, porque la necesidad de situar en ciertas ocasiones parte de dualismos morales sostenidos a priori, que distinguen valor de disvalor, y el procedimiento de situar es reunir sin problematizar el caso con un universal. Si se afirma que un enunciado, una teoría, una perspectiva es patriarcal, colonial, burguesa, se asume al mismo tiempo el sentido a priori de esas categorías y una relación causal con un fenómeno específico. Ezequiel Gatto comparte un recorte donde hace ya varias décadas Foucault problematizaba lo que llamaba una crítica inflacionaria, que no sólo acelera y hace intercambiables los análisis -que tiende a una generalidad que oblitera los análisis específicos-, sino que produce una elisión de lo real a través de una denuncia que encuentra siempre un gran fantasma. De allí que la exigencia de situar se remita a grandes palabras, a universales, que se inscriben en una dicotomía moral asumida a priori. Pero el problema es incluso que la exigencia foucaultiana de análisis específicos que no se declinen velozmente en un universal, en tanto operación de pensamiento, adquiere también la forma de un imperativo universalizable.

Por otro lado, la crítica encuentra legitimidad de modo recurrente en su “fascinación por lo marginal”. El estudio de campos, objetos, cosas consideradas excluidas parece otorgarle legitimidad a priori a un trabajo de indagación teórico. Armen Avanessian señala que existe como una especie de autolegitimación del crítico que usurpa una posición que define como minoritaria o subversiva frente a un poder abstracto. De hecho, buena parte de la insistencia teórica actual supone este ejercicio: socavar un dualismo existente (humano / no-humano) y realizar un trabajo de “extensión” de humanidad. Los animales, los vegetales, los objetos, las cosas, quedaban del otro lado de una distinción que las privaba de ciertos rasgos, por lo que la tarea es extender: mostrar que los bosques piensan, que las cosas hablan, que hay una democracia de los objetos, o que los animales hacen política. El problema, lo sabemos, es que un procedimiento de extensión puede dejar intacto lo extendido: por ejemplo, el núcleo íntimo que liga política y acción queda intacto y se extiende a redes actantes o a los agenciamientos de las cosas. La vida, la agencia, lo vibrante: las posthumanidades muchas veces no son sino la insistencia de lo humano extendido. La vida y la potencia parecen ser las maneras de extender un humanismo general fundado en la excepcionalidad. Doble operación: mediante una lectura histórica se le restringe una propiedad a un existente y mediante una apuesta teórica se lo devuelve. ¿Podemos ser otra cosa que el último estertor de una crítica fascinada por el afuera, por lo otro, el fetiche de una alteridad radicalizada? De pueblos indígenas a selvas tropicales, de piedras mudas a inteligencias artificiales: ¿qué dice de un modo de pensar, o de una forma de la academia, esa fetichización de lo exótico? ¿No estamos ante una exacerbación moralizante de las formas institucionalizadas de la teoría?

Rita Felski cuando analiza los límites de la crítica señala que ha consistido en exponer verdades ocultas y extraer significados contraituitivos. De hecho, para Felski el mejor modo de caracterizar la hegemonía de la crítica como modo de lectura es caracterizarla como hermenéutica de la sospecha. Un modo de lectura que trabaja desde dos metáforas:  la diferencia entre lo manifiesto y lo latente, donde es necesario mostrar aquello que no es evidente a priori (visibilizar, o hacer aparecer lo invisible, por excelencia), y la referencia a la desfamiliarización, donde la tarea central es la desnaturalización. (Clichés repetidos en los lenguajes teóricos: desnaturalizar, complejizar, problematizar). Un estilo de pensamiento, una sensibilidad generalizada, definida por la doble estrategia de excavar y distanciarse. Un hábito de lectura que ha tenido como principal objeto a discutir la postulación de cualquier universal. Hace ya muchos años que tras cualquier “nosotros” postulado como universal es posible mostrar generalizaciones injustificadas: de raza, de género, de clase, de geografías, de tiempos. Sin embargo, los problemas urgentes de nuestro tiempo, insisten en esa universalidad: la especie humana, el planeta tierra, los algoritmos digitales, el ambiente global. Como si la época exigiera, como sugiere Dipesh Chakrabarty, volver a pensar en escalas que corten la fragmentación estratégica. Y no solo se juega allí la reivindicación del uso de “especie humana” para indagar una extinción en ciernes, sino la referencia al clima, el ambiente, la ecología. Cada una de estas palabras en singular donde se vuelve a postular un entorno unificado frente a lo humano. La discusión sobre las escalas de pensamiento no es simplemente una referencia a dimensiones, como una atención a lo micro o lo macro, al hiposujeto o el híperobjeto, es también la implosión de la división entre humanos y ambientes. Cohen y Colebrook señalan que no hay cambio climático en singular porque hay una serie variable de climas. Esto no minimiza el problema, radicaliza la exigencia teórica de revisar cómo en la retórica del cambio climático aparecen nuevamente postulados de salvación o redención.

La incomodidad de la crítica es algo conocido. Algo que tiene por lo menos dos tipos de respuestas. Una forma asociada a nombres como Gilles Deleuze o Bruno Latour, que señala algo así: la crítica está fundada en una negatividad que se opone a, o supone un esquema similar a la conspiración, por lo que hay que apostar por un pensamiento afirmativo. Sea la invención conceptual, sea la composición de mundos, algo del orden del crear afirmativo frente a la crítica. Una forma asociada a nombres como Alain Badiou o Quentin Meillassoux, que señala algo así: la crítica ya no puede ser ese ejercicio de contextualización que socava universales, hay que ir hacia una crítica fundada en verdades o en un poco de absoluto. Quizás estas son dos orientaciones de eso que se llama en la actualidad poscrítica. ¿Crítica o poscrítica? ¿Tiene algo como una “orientación” el trabajo teórico que hacemos? ¿Las coordenadas de orientación han cambiado? ¿Ya no funcionan izquierda y derecha, seremos terrestres o modernos? ¿Ya algo como una orientación ha perdido sentido? ¿Qué hacemos con la impotencia de la teoría? ¿Al final eso llamado las potencias de la crítica, para socavar sentidos comunes, cuestionar universales, desnaturalizar prácticas, ha producido algo? ¿Tiene fuerza la crítica? ¿Se trata de volver al refugio de la teoría sin alcances políticos, pensar sin Estado, sin política? ¿Inventar otros modos de incidencia? ¿Hay algo más que una máquina cínica que acelera sin más los modos de identificación teórica?

 

3.

En un texto que buscaba ordenar las posiciones dentro del realismo especulativo, Steven Shaviro sostenía que había dos grupos: o eliminativistas (Meillassoux/Brassier) o panpsiquistas (Harman/Grant). En una introducción con el mismo objetivo, Pierre-Alexandre Fradet y Tristán García sostenían que eso llamado realismo especulativo suponía una alianza breve entre una herencia asociada a Alain Badiou y una herencia asociada a Bruno Latour. Estas distinciones se pueden extender más allá de la referencia al realismo especulativo. Hay todo un campo de discusiones que actualmente parece recuperar cierta tradición panpsiquista, digamos vitalista, donde uno encuentra a los nuevos materialismos, la ontología orientada a objetos o el giro ontológico en antropología. Hay todo un campo de discusiones que parece recuperar cierta tradición eliminativista, digamos sustractiva, donde uno encuentra desde el materialismo especulativo a los aceleracionismos. Sin embargo, en esta diferencia, confrontan con un enemigo común que caracterizan de modo diverso: Immanuel Kant. Para un grupo que encuentra en Donna Haraway o Bruno Latour sus referencias centrales, el problema central es la Constitución Moderna y su distribución de existentes entre humanos y no humanos. Para un grupo que encuentra en Alan Badiou su antecedente pero en Quentin Meillassoux su formulación más acabada, el problema central es la correlación y la imposibilidad de un afuera radical. Parece insistir en ambos casos la necesidad de descentrar un pensamiento restringido a lo humano: o desactivarlo desde lo híbrido, o desactivarlo desde un absoluto no-humano. Si ya pudimos señalar algunas preguntas intelectuales o políticas que nos hacemos, ¿qué preguntas ontológicas se juegan aquí?

Una posible vía de entrada al respecto es identificar un problema teórico por excelencia: el estatuto de la “mediación”. Martin Heidegger sostiene en un texto dedicado al problema de la identidad que existen tres movimientos históricos para pensarla y define al idealismo alemán por la centralidad de la mediación en sus diferentes variantes, sea en las mediaciones de acceso a lo real, sea en las mediaciones dialécticas. De Kant a Hegel. El pensamiento contemporáneo, una lectura del mismo, parece haber consistido en radicalizar la mediación, no sólo mostrando el estatuto trascendental del lenguaje sino indagando su potencia de pensamiento como “diferencia”. Se puede pensar la escena teórica actual, indica Constanza Filloy, como diversos modos de procesar la mediación: o bien como intentos de pensar un in-mediato, lo absoluto como separado (no mediado ni por la historia, ni por el lenguaje, etc.); o bien como intentos de radicalizar la mediación (mediaciones con agencias no-humanas, sea como redes actantes, ontologías objetuales o neomaterialismos vitalistas). La mediación parece ser un núcleo conceptual que define al idealismo, la preeminencia del lenguaje y las posibilidades de su exceso. En este sentido permite, a la vez, efectuar un recorrido transversal de diferentes teorías que surgen desde Kant y pensar su exceso desde dos orientaciones (radicalización o ruptura). ¿Qué nos dice centrar la discusión sobre el estatuto de la mediación en las ontologías contemporáneas?

Una posible vía de entrada a esta pregunta sería reconducir a sus condiciones: ¿qué sentido tiene plantear la pregunta por la mediación? Pero esta pregunta reconduce la discusión ontológica a un estatuto secundario respecto de indagaciones prácticas, políticas, coyunturales. Como señala Tristán García, es la reducción del pensamiento, o la teoría, a sus condiciones (transcendentales o históricas, poco importa). No parece ser la vía de una formulación rigurosa de la cuestión. Nos interesa pensar en toda su radicalidad esta cuestión. De un lado, aquel que parece hegemónico, se insiste en la mediación, lo mediato, los medios, y la expansión indefinida del concepto de relación. Todo es relación, todo es híbrido, todo es mixtura. La ontología orientada a objetos de Graham Harman o el pensamiento de las cosas de Martin Holbraad han identificado el problema: al sostener que todo son redes, relaciones o mediaciones se diluye la posibilidad de pensar la especificidad de un objeto o una cosa. Sin embargo, aún en estos planteos, se termina por sostener una ontología dinámica constituida por la interacción de entidades. Este no es sino un modo de persistir sobre el problema del “límite” entre modos de clasificar existentes cuya vacilación surge de socavar una definición clara y distinta de fronteras. De otro lado, la insistencia en lo absoluto, lo no-mediado respecto de un existente humano, respecto del pensamiento, un algo que sea un afuera imposible de reconducir a esquemas de mediación lingüísticos. Esta pulsión por una afuera no-mediado, que aparece incluso en aquellas declinaciones como el pensamiento de la extinción de Claire Colebrook o las geontologías de Elizabeth Povinelli, parece ser un modo de reinscribir la necesidad de una alteridad radical. Si bien la referencia a las ciencias, busca romper los residuos románticos de una alteridad infinita o los residuos kantianos de un real imposible (el “realism of remainder” que ha trabajado Jon Cogburn), en las piedras mudas del cosmos insiste una necesidad de exterioridad de lo humano. Nuevamente el problema del límite, de la frontera más allá de lo humano. Redes híbridas o absolutos inertes. Un modo de problematizar el límite que lo multiplica al hacerlo perspectival. Un modo de problematizar el límite intentando dar cuenta racionalmente de su más allá. (Como si siguiéramos atrapados en un diálogo sordo entre Kant y Hegel, Fichte y Schelling, en torno a los límites del absoluto).

El límite. La frontera. La profunda expansión de las ontologías de la hibridez, la mixtura, los ensamblajes, son modos de trabajar sobre la partición inmanente al límite. La insistencia en las preguntas ontológicas, la recuperación de las indagaciones sobre los modos de ser, parecen recuperar un espíritu modernista de ruptura con el pasado e innovación. Esto implica una operación que circunscribe una época desde las distinciones ontológicas generadas allí para pensar su exceso. La estrategia de oposición respecto de otra época, se llame modernidad o tradición occidental, consiste en mostrar cómo se habrían postulado distinciones claras y diferentes entre existentes que ya no funcionan o ya no funcionaron. De allí que la prestación actual de la teoría consistiría en evidenciar en uno y más casos esa mixtura (o contaminación entre máquinas y humanos, entre humanos y no-humanos, entre naturaleza y cultura, y así al infinito). El límite. La frontera. Desde que con Descartes el mundo se alejó, desde que con Kant esa lejanía se volvió irreductible, persiste desde el romanticismo hasta los realismos la pulsión del afuera. La necesidad de pensar algo como otra cosa que humano. Una exterioridad, un afuera, una alteridad: un más allá del límite (que nuevamente requiere una operación de fijación). De allí la necesidad de verdades que excedan el lenguaje, de allí la necesidad de romper con un afuera claustral, de allí la necesidad de cuestionar las filosofías del acceso. De un lado se implosiona lo humano, del otro explosiona desde un afuera. Resulta notable, en una época en la que persiste la pregunta por el más allá de lo humano, cómo lo humano no puede dejar de ser nombrado.  ¿Qué modos de pensamiento pueden cortar transversalmente la oposición entre mediación e inmediatez? ¿Entre lo mediado y lo absoluto? ¿Cuáles son las maneras de desplazar el problema? ¿Es posible escapar a la insistencia histórica en discutir las formas de la Constitución moderna o a la insistencia teórica en discutir las herencias del idealismo alemán? ¿Y si abandonamos simplemente la recurrencia al pasado? ¿Y si de una vez cortamos todo lazo? ¿Hablar sin ser hablado por el pasado? ¿Y si cortamos de raíz lo ventrílocuo del murmullo teórico que habla sobre sí para sí?  ¿Una vez más esa ilusión, tan nuestra, de creer que una discusión teórica cambia el mundo?

 

[Agradezco la escucha y la conversación sobre estos temas a Pedro Sosa, Sofía Benencio, Gabriela Mendez Cota, Ezequiel Gatto, Constanza Filloy. Buena parte de lo escrito es un modo de continuar pensando juntxs].

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