Termitas

Breve especulación política

 

Emmanuel Biset

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En un libro publicado en el año 2021, ¿Dónde estoy?, Bruno Latour relata la experiencia posterior a la pandemia como aquella de quien despierta y no puede saber dónde esta. Aquel espacio de tiempo en el cual uno regresa de la tierra de los sueños y no reconoce el mundo. Un breve lapso donde uno busca mínimos indicios que le otorguen nuevamente la certeza de una ubicación. Para Latour, no se trata sólo de lo que puede haber producido la experiencia del confinamiento, del encierro como sueño que impide ubicarse, sino de otra cosa: cada indicio que buscamos para tener la certeza del mundo nos devuelve su imposibilidad. No se puede encontrar reposo en la certeza de un lugar cuando cada cosa que observamos nos devuelve la responsabilidad de su destrucción: miramos el sol y encontramos calentamiento global, comemos carne y encontramos producción de metano, miramos la vegetación y encontramos su frágil perduración, miramos insectos y encontramos su veloz extinción. La certeza de un lugar, ese momento en el que al despertar reconocemos dónde estamos, sólo parece lograrse al mirar la luna. La luna como aquello todavía lejano a la intervención humana, la luna como aquello que persiste más allá de nuestra responsabilidad. Encontrar en la luna la única certeza de la pertenencia al mundo: estar en la luna. El mundo de Latour es de una insoportable intranquilidad al detectar a cada paso la responsabilidad humana en su destrucción.

Despertamos del sueño de la pandemia (que parece borrarse con la misma velocidad que los rastros de la noche), no sabemos dónde estamos y salimos a un mundo insoportable en nuestra responsabilidad por su extinción. No solo no sabemos dónde estamos, nos resulta insoportable encontrarnos en las huellas de la extinción. Humano: apetito por la destrucción. Este apetito encuentra su manifestación mas concreta en la destrucción de espacios de refugio para los habitantes no-humanos de la tierra. Ya no quedan espacios aislados, cada lugar es diseñado por la intervención humana, incluso aquellos donde decidimos retirarnos. Este apetito va reconfigurando la partición de lo sensible, de lo que podemos ver o no ver, escuchar o silenciar, percibir o ignorar. Un proceso por el cual desaparecen existentes para dejar un mundo solo a la medida del humano. Entre estas desapariciones, los insectos parecen ser silencio puro. Silencio puro: porque podemos imaginar, sufrir, pensar la desaparición de especies que nos resultan significativas. Silencio puro: porque no podemos percibir su desaparición. Ya no están. Y eso parece no importar. Ya no hay lugar para esos millones de seres cuya extinción ignorada es también el lugar de lo que nos mira.

Los insectos han sido un lugar privilegiado de la imaginación del terror. Simplemente producir una imagen con una variación de su tamaño ha dado lugar a narrativas del horror. Arañas gigantes, hormigas voraces, mosquitos atroces. En estos imaginarios terroríficos la metamorfosis imaginada por Kafka ocupa un lugar central: despertarse un día convertido en cucaracha. Convertido en aquel ser que despreciamos, cuya resonancia semántica se vincula a todo lo execrable. Latour piensa eso: no sabemos dónde estamos porque nos despertamos siendo otros. Siendo aquellos que encuentran por todas partes huellas de su destrucción. Quizás por eso mismo, Latour imagina la posibilidad de adquirir la forma de otros insectos: las termitas. Hormigas que nunca salen de su confinamiento porque construyen su termitero al digerir lo que van comiendo. Pequeños seres que pueden ir donde quieran a condición de ir construyendo su propio exterior: el ambiente exterior es una extensión de su cuerpo. Existentes que construyen grandes nidos de tierra climatizados al digerir la madera que comen, que viven en simbiosis con otros seres al cultivar hongos con su propia alimentación.

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La desazón del mundo. La tranquilidad de la luna. Despertar sin saber ubicarse. Preguntar dónde se encuentra uno. Dónde encontrar indicios de certeza. La certeza o su vacilación. La postulación de la vacilación de las certezas, algo inscripto en el corazón de la modernidad bajo la figura de la duda, pero que encuentra su forma cultural a finales del siglo XX, parece agotada. Se pueden recordar las huellas del libro de Ilya Prigogine, El fin de las certidumbres, que venía a acercar y confirmar el proceso de crítica de la partición ontológica que distinguía entre la libertad en el ámbito de lo humano y la certeza de la necesidad en el ámbito de la naturaleza. Este fin de las certidumbres, muchas veces vinculado a eso que fue llamado posmodernidad como fin de los metarrelatos, se encuentra agotado. Y se encuentra agotado lo que podemos llamar una forma de la teoría fundada en la expansión del constructivismo social que buscaba la contingencia tras de toda certeza. En este marco, postulemos algunas tesis para avanzar hacia un espacio de pensamiento político.

La primera tesis es que hoy hay que postular un principio de certidumbre, o en los términos de Prigogine, que hoy estamos ante el fin de la incertidumbre. Claro que aquí es posible dudar: qué se esta afirmando, si encuentran incertidumbres por doquier, si no sabemos hacia dónde va el mundo, si todo cambia, si la física cuántica muestra la contingencia, etc. Todo esto es falso. O mejor: es el relato cultural que nos creamos fundado en la novedad, el cambio, la transformación. A fin de cuentas, un imperativo. Pensemos otro punto de partida: vivimos en una época de absoluta certidumbre. Esa certidumbre tiene un nombre específico: crisis climática. Nada hay de incierto, de vacilación, de duda. Eso está hoy acá con una presencia irreductible. Lo dice hasta el hartazgo una comunidad de científicos (cuyos datos parece que la misma crítica ha socavado). Lo dicen hasta el hartazgo todas las formas asociadas a las humanidades, desde la filosofía a la literatura pasando por el cine. Pero no hace falta decir nada, ni pensar, ni escribir: eso está hoy acá. Que podemos seguir pensando en relación a lo humano: falta de agua potable, contaminación del aire, enfermedades ambientales. Que podemos pensar más allá de lo humano: la extinción creciente de especies vivas, el achicamiento de los espacios de refugio, la imposibilidad de la vida. Primera tesis: se trata entonces de gestionar la certidumbre absoluta.

Mi segunda tesis es que el desfasaje actual, quizás el lugar de lo incalculado, es el de una brecha: la distancia entre certidumbre y verosimilitud. El problema es que esa certidumbre absoluta se nos presenta como inverosímil. Existe un diagnóstico que repliega una cosa sobre la otra, la perspectiva Latour: nuestras máquinas teóricas han trabajado desde hace décadas, o siglos, en destituir cualquier certeza. La teoría crítica se funda en una puesta en cuestión del discurso científico. La crítica cultural es una desnaturalización de todo aquello que asumimos como dado. De modo que nos hemos entrenado, teórica y culturalmente, para no asumir ninguna certeza. Al fin y al cabo, por eso somos modernos. Y por eso ninguna certeza puede convertirse en verosímil. Sin embargo, este diagnóstico asume uno de los prejuicios más antiguos de nuestra tradición: la eminencia de lo teórico. Una especie de inmediatez entre especulación conceptual y transformación del mundo. Por ello es posible otro diagnóstico: no son los estertores de la crítica lo que hacen imposible la certeza, es una división que como sostiene Descola precede a eso que Latour llamó Constitución Moderna: la matriz que constituye eso llamado occidente es el quiebre entre naturaleza y cultura. Con sus diferentes modulaciones. De modo que el lugar del cálculo, de lo incalculado sobre lo que podemos avanzar, es el de la verosimilitud. ¿Cómo volver verosímil una certeza absoluta? ¿Qué tipo de cálculo es necesario allí? ¿Se trata precisamente de calcular? Digamos lo evidente: estamos llenos de datos, plagados de publicaciones científicas, abarrotados de imaginarios, pero todo parece ser insuficiente. La cosa sigue. Lo verosímil, o lo razonable (no lo racional), parece ser el desafío.

Mi tercera tesis es que entonces podemos pensar desde otro lado lo incalculable. Esto es: por fuera de todo residuo romántico que busque alguna exclusividad de lo humano. El refugio de aquello que nos haría singulares y por lo cual no seríamos máquinas. Lo incalculable no es sino el nombre de una cosa: lo que está por venir, o eso que llamamos simplemente futuro. ¿Qué nos dice esto? Que lo incalculable ya no es antagónico respecto de lo incalculado puesto que nada más calculado que el futuro, desde el análisis de las múltiples variables medibles que lo van formando hasta los diversos imaginarios especulativos. Lo incalculable ya no es del ámbito de lo contingente, del azar, de lo imprevisible: si hay una certeza cercana por el cambio climático, pero absoluta por la astrofísica, es que la tierra va a desaparecer. Pura legalidad cósmica: en el futuro no solo estamos todos muertos, sino que nada habrá existido. ¿Y entonces? Lo incalculable es solo el nombre de cómo generamos alguna transacción con esa desaparición cósmica. Lo incalculable es el nombre de una relación. O mejor, de una negociación con la desaparición. Y por ello no hay antagonismo: nada mas calculado, calculable, que una negociación.

Mi ultima tesis es una composición de lo dicho anteriormente. Lo que tenemos que componer es una política de la certidumbre del cambio climático generando verosimilitud de lo evidente y transacciones con lo inevitable. Para ello, recurrir a esa vieja palabra, desgastada: política. Sin idealizar, evitemos clichés: ni imaginar una nueva política, ni inventar nada. Somos una cultura cansada de frases vacías. Una política de la certeza absoluta. Una política que vuelva verosímil lo evidente. Una política que negocie con lo inevitable. En cada uno de esos casos se trata de romper con el imaginario que vincula el cálculo con un procedimiento mecánico obsoleto y lo incalculable con un resto de realidad inaprensible. Nada de todo esto. Puesto que si la política se convierte en una negociación con lo inevitable se producen dos cosas: de un lado, aparece una temporalidad no restringida, o mejor, la necesidad de pensar una temporalidad general (que colapse tiempos geológicos, tiempos democráticos y tiempos acelerados); de otro lado, que la política ya no puede tener nada que ver con la libertad, con la construcción, con lo imprevisible. El final de la película ya lo sabemos. En esto insisten algunas teóricas y teóricos del antropoceno: dejar de pensar en un tiempo donde la acción humana todavía tiene la soberanía de modificarlo todo: si actuamos detenemos el cambio climático. La cosa no funciona así. Gaia es indiferente a nuestro proceder. De allí que se insista con dos palabras en la actualidad como imperativos políticos: mitigar y adaptarse. Digamos que el horizonte de nuestra política es un darwinismo zombie. Necesitamos adaptarnos no a las condiciones de vida, sino a su imposibilidad.

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En nuestro imaginario la política es una composición entre la distancia de la physis (y de los humanos que son physis) propuesta por los griegos y la potencia del hacer moderno (devenido en técnica). Esta composición funda nuestro hacer, la posibilidad de modificar destinos, construir naturalezas, ser potencia. Quizás el mundo actual, allí donde la potencia se ha transformado en omnipotencia, simplemente viene a mostrar que somos pura impotencia. No podemos hacer nada. Lo que implica también que el núcleo que une humanidad, acción y política se ha desarticulado. Una política de la impotencia que negocia con lo inevitable y busca volver verosímil lo evidente. Quizás la conclusión sea esta: no hay absolutamente nada por hacer. Pero con esto no se asume ningún espíritu trágico o regodeo con la angustia de la existencia. Todo lo contrario: precisamente porque no hay absolutamente nada por hacer es que la cosa se pone interesante. Esto es, allí empieza algo como otra política u otra cosa que política. Tecnopolítica, cosmopolítica, alterpolítica: los nombres abundan. Digamos simplemente política. Y recuperemos algunos indicios para precisar hacia donde puede dirigirse la misma. Un punteo recuperado de una serie de autores y autoras, de Latour a Haraway, de Viveiros de Castro a Tsing, de Povinelli a Kohn.

Primero, la posibilidad de volver verosímil lo evidente hoy tiene el desafío de trabajar sobre diagnósticos multiescalares (temporales, espaciales) y extraescalares (crítica de la escalabilidad). La única posibilidad de pensar la multiescalaridad es con inteligencia artificial. La tarea es entonces dar lugar a otra cosa que política (una política que sea otra cosa) que suponga una precisa combinación de imaginarios tecnofuturistas e imaginarios ambientales. Algo como una cosmo-tecno-política. La palabra es demasiado dificil: política a secas.

Segundo, la posibilidad de volver verosímil lo evidente tiene una tarea central: trabajar sobre dinámicas de la atención. No parece fácil, pero allí hay todo un trabajo extensivo para hacer: cómo lograr que se pueda ver, escuchar, percibir, una transformación a escala terrestre. El desafío es romper el cerco de quiénes ya lo saben. Hacer en estricta literalidad populismo ambiental.

Tercero, una negociación con lo inevitable, escribe Tsing en algún lugar, es aprender a vivir sin futuro. Este es un tema difícil, incluso imposible, cuando los aceleracionistas insisten en que hay que disputarle el imaginario de futuro al capital. Allí cuando sabemos que sin futuro no parece generarse ninguna acción, ningún cambio: lo deseable es constitutivo de la política. Pero el futuro no sólo ha sido por excelencia el lugar de la esperanza y el miedo como pasiones políticas, sino el depositario de los idearios de crecimiento, progreso, desarrollo. Quizás reste como tarea política volver literal el “No future”.

Cuarto, en la negociación con lo inevitable se inscribe el tiempo de prácticas orientadas hacia la mitigación, la adaptación, el cuidado, el refugio. Donde diferentes estrategias son validas, es urgente, desde movilizaciones públicas a prácticas gubernamentales, desde políticas publicas a pequeñas intervenciones. Todo. En la confrontación con el desastre es necesario dar lugar a una composición amplia. Esa composición de prácticas diversas se genera desde una política que gira en torno a un nuevo vocabulario: mitigación, adaptación, refugio, cuidado.   

Una última: en el pliegue entre los modos de volver verosímil lo evidente y negociar con lo inevitable se van generando formas de estar con otros, humanos y no-humanos, fuera de toda idealización de lo común o la comunidad. Un estar en la zona crítica. De pensadores críticos a habitantes de la zona crítica: esos frágiles metros desde la tierra cultivable al aire respirable. Habitantes de una corteza en descomposición.

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Las pesadillas pueden ser un sueño con una pequeña variación. Los sueños una pesadilla desplazada. Como pensaba en sus últimos años el viejo Latour podemos soñar con despertar siendo insectos. No como una pesadilla, no como una tortura, sino como estricto imaginario político. Devenir termitas.

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