El encanto de las ruinas

Variaciones sobre la melancolía en las cosas

 

Santiago Ciordia

 

No lo criticaban por los temas, sino por la forma de representarlos: hacía del picapedrero un objeto tan rústico como la piedra que éste picaba, y lo mismo hizo con el mar.

María Gainza

Se vio contemplado por dos ojos negros invadidos por un velo glauco que lo miraban sin rencor pero con una expresión de doloroso asombro, un reproche dirigido contra el orden mismo de las cosas.

Giuseppe Tomasi di Lampedusa

Era una piedra en el agua/ seca por dentro. / Así se siente cuando la verdad / es la palabra sometida.

Soda Stereo

 

Místico y enigmático, en su escrito temprano Sobre el lenguaje en general y el lenguaje de los humanos, Walter Benjamin sentenciaba: “es una verdad metafísica que toda naturaleza comenzaría a lamentarse si se le concediera lenguaje”. Poco se ignora este mito del origen, llamado Génesis: Dios crea el mundo a partir de la palabra: el conocimiento y la esencia verbal de las cosas coinciden inmediatamente. La trama se complejiza cuando el innominado hecho de barro (a la postre, el homo), a quien Dios insufla el espíritu, adquiere la potestad de ponerle nombre a las criaturas. En la lectura del joven Benjamin, a las cosas no se les concedió lenguaje en el sentido “superior” en que el humano lo recibió, a saber, el lenguaje del lenguaje mismo. Porque las cosas son y se comunican en el lenguaje: su espíritu es su esencia lingüística dado el Verbo creador. Lo que hace el humano al nombrar es traducir el lenguaje mudo en el que ellas son.

Así toma forma el primer mutismo y la primera tristeza de todo lo no-humano: ser nombrado, ser poseído, estar a disposición plena de un pacto simbólico en el que no tiene voz. Encontrarse, por vez primera, en la condición de seres alienados. Pero todo empeora, como siempre sucede en las narrativas del desastre: la humanidad incurre en pecado, y todo el mundo cae reducido a condición criatural, ruin; estado de confusión desencantada, entramada al parloteo de las múltiples lenguas nombran las cosas mediante abstracciones convencionales, externas a las cosas mismas que son, de este modo, “conocidas” y comunicadas. Se ha perdido todo lazo con la verdad no-humana (es decir, no-intencional) de la cosa. El mal cae del lado subjetivo (pecado), mientras la tristeza es ontológica, se haya inscripta en el modo de ser de las cosas mismas. Este es el segundo mutismo de la naturaleza: ahora, inversamente, tiende al silencio por causa de la tristeza, de una mucho más profunda todavía: “…esa proposición dice que la naturaleza se lamentaría. Pero el lamento es la expresión más indiferenciada, impotente, del lenguaje, que contiene casi solo el aliento sensible, y donde quiera que un árbol susurre se oye a la vez un lamento.»

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El antropólogo Martin Holbraad se pregunta: ¿puede hablar la cosa? Responde que tal vez sí. En Thinking Through Things, Martin Holbraad junto con Amiria Henare y Sari Wastell, habían desarrollado un método doble: crítico y positivo. Por un lado, la cosa es una variable etnográfica, solo una etiqueta. Se ubica el objeto de estudio, pero vaciado de todo preconcepto ontológico. La parte positiva del método consistiría en llenar ese vacío heurístico con datos etnográficos: lo que los nativos hacen y dicen en torno de la cosa no es ni proyección ni representación de la misma, sino directamente un modo de definirla. El polvo puede ser poder, y el río, espíritu. Holbraad se muestra ambivalente: si bien las propiedades materiales de la cosa juegan un rol considerable en su definición, no deja de existir una cierta ventriloquia humana. Pone así en cuestión el valor de la etnografía y concluye que tal vez el método sea un poco tendencioso hacia el animismo, en orden a la agenda de “autodeterminación conceptual” que había prefigurado Viveiros de Castro para los pueblos no-modernos.

Holbraad no sale de una ontología relacional (una en la que todo existente es nada excepto sus relaciones con otras cosas), pero la sustracción se impone: es preciso un absoluto, algo que permita pensar al existente con independencia de sus vínculos. (Ab-solvere: liberar a alguien de algo; o, para el caso, emancipar a algo de algo). Su conclusión es ambigua; un programa no ya antropológico sino “pragmatológico”; en sus propias palabras, “confuso”. Es la pregunta de un arqueólogo la que dispara la ansiedad que moviliza aquel artículo. Lo hace volver sobre sus pasos el considerar a esxs excavadorxs de la tierra, la piedra, la ruina y la memoria. Para ellxs, lo que hubieron dicho y hecho personas en torno a sus objetos de estudio es justamente la cuestión. “La idea era que las cosas hablaran, pero el problema es cómo escucharlas más allá de todas las cosas que decimos sobre ella”.

El mismo problema nos asalta incómodamente a lo largo de la película Don´t look up: ¿Cómo escuchar lo que nos expresa ese asteroide amenazante revelado por la magia de la ciencia? ¿Cómo, entre la bruma espesa de la información, los dispositivos de comunicación anestésica, el parloteo, las luces? ¿Qué vemos cuando miramos el cielo? De repente, un cometa que muy probablemente nos destruirá, llamado Dibiasky, o un gran planeta, que nos destruirá sin duda, llamado Melancolía, como en el film de Lars Von Trier. ¿Y qué nos dice?

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La anatomía de la melancolía que desarrolla Benjamin en El origen del Trauerspiel alemán: “…los sentimientos, en efecto, por vagos que le puedan parecer a la propia autopercepción, responden, en tanto que comportamiento motor, a una estructura objetual del mundo.” La melancolía es estudiada como un despliegue que va desde lo pecaminoso, lo mórbido, hasta el extremo opuesto del saber supremo y los dones proféticos, pasando por la actitud del enamorado y la concentración penetrante hacia la profundidad del objeto, como si una fuerza gravitatoria proviniera de él. De hecho, se asocia al frío seco de la tierra, y la gravedad terrestre es un ejemplo científico de este movimiento hacia abajo de la mirada cavilosa, de la pesadumbre, tal como aparece representada en el grabado Melancolía (1513-14) de Albrecht Dürer.

La “dura piedra” es, en este marco, uno de los símbolos de la melancolía: silenciosa, sepulcral, fría y seca. Pero la melancolía, ya lo decía Ficino en De amore, es exactamente el mismo “mal” que el amor. Los espíritus (que según Agamben son la líbido freudiana) viajan al objeto amado sin parar, y se gasta, tendiendo así su fuente, el melancólico, al silencio. Allí entra la bilis negra a dominar en el cuerpo. La piedra, podemos decir, es un objeto-tristeza de tanto amar. Su pasado eventualmente ígneo, magmático, ha cristalizado en frío y sequedad. Cabe agregar: en el marco de una historia ante cuya escala humanos, revoluciones sociales, smartphones, entre otras cosas, resultamos infra-dimensionales. “Un ser descomunal e incrustado de tantas capas de tiempo que hace que no solo la humanidad sino el mundo entero parezca joven y fugaz en comparación” escribe Benjamin Labatut.  Sin embargo, vivimos en la época donde la historia humana se mide estratigráficamente, es decir, en la piedra: Antropoceno. La historia geológica de la Tierra, que marcha al ritmo de las piedras, ha chocado con la nuestra, como no podemos dejar de advertir ante las catástrofes y extinciones a las que asistimos.

Durante la Edad Media, la melancolía fue el peor de los pecados capitales, y es el que hoy suele llamarse pereza. Pero no fue hasta el Barroco, Renacimiento mediante, que pasó a convertirse en esa suerte de espíritu de época. Es el reverso, como una constelación de documentos de barbarie, del triunfo del luteranismo como religión que hace del “ámbito estatal-mundano” terreno de pruebas de una vida vacía: el hombre individual, burgués, una bestia que usa su tiempo libre para dormir y comer, según lo expresa Hamlet. Por su parte, escribe Benjamin, “las naturalezas más fecundas… se vieron de pronto en la existencia como en un campo de ruinas hecho de acciones a medias…”. Era el comienzo de las sociedades industriales. Hacía poco más de un siglo de la llegada del europeo a América.

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En El encanto de las ruinas, María Gainza relata en segunda persona la historia de una mujer conflictuada con su linaje aristocrático. Niña crecida en la abundancia de la clase alta argentina, llegada a la adultez se ha convertido en la oveja negra que asumió el destino de llegar a fin de mes arañando. Su vida transcurre en infinita tensión con la madre, una acumuladora de obras de arte con quien solo eventualmente surge un fogonazo instantáneo que parece evocar la buena relación que podrían haber tenido. Este evento está asociado a la seducción que les inspiran pinturas de Hubert Robert, aquel pintor y jardinero de los “jardines terribles”, un esteta de la ruina que era la moda aristocrática a finales del siglo XVIII. Robert “vio en las ruinas una forma de meditación sobre una sociedad que ya no se consideraba a sí misma viviendo en un tiempo de continuidad sino en un tiempo de contingencia”. Espontáneamente conectaba con lo que seducía a su época, pintaba a toda velocidad. La revolución industrial recién comenzaba: “Nada más parecido a una ruina que un edificio en construcción…”

“Hay días en que una uña rota, una cutícula crecida o un poco de esmalte descascarado te estrujan el corazón y el dique que contiene tus tristezas se resquebraja”. Hay algo del lenguaje de las cosas cifrado en la ruina que promueve una reacción corporal que no busca, no podría, cifrarse en términos biomédicos positivistas, epistemológicamente legítimos. Es una comunicación inter-objetiva (ruina-cuerpo), cuya condición de posibilidad es el encanto, que promueve una tristeza. Escribe Benjamin:  “lo que está triste se siente infinitamente conocido por lo que es incognoscible”.

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La palabra allure, que suele traducirse en español como encanto, esconde etimológicamente algunas cualidades del orden de lo inquietante. El francés antiguo aleurer implicaba atraer, cautivar, aún entrenar, por ejemplo un halcón: cazarlo, tenerlo cautivo, impedirle la levedad del cielo. El allure es un señuelo. El latín In-cantare: cantar para producir un hechizo; de nuevo: cautivar con el embrujo del canto. No debemos dejarnos llevar alegremente por odas celebratorias al “reencantamiento del mundo”.

Para Graham Harman, la palabra allure se aplica en un sentido técnico sugerente: es el modo en que un objeto al vincularse con otro traspone, de algún vago modo, la brecha que separa el objeto sensual, accesible, de su contraparte real, sustraída de toda relación. La idea se expone apelando al mecanismo propio de la metáfora: le quitamos al objeto sus cualidades esenciales y aun así lo seguimos pensando como ese objeto y no otro: “el ciprés es una llama”. Ergo, hay un quiebre inherente al objeto: un inaccesible objeto real, además de un evidente objeto sensual. Esto no implica una reflexión epistemológica, ya que no hay conocimiento del objeto real, sino una alusión, una señal, un señuelo entre un objeto y otro, desde cavernosas profundidades. Lo que se dice en términos generales sobre la relación entre un ser humano y una pintura, vale también para la relación entre un pincel y una pared. El vínculo entre dos objetos, supone la creación de un tercero, sólo dentro del cual pueden relacionarse, al tiempo que no hay objeto que no surja en ocasión de relacionar a otros dos.

Las relaciones entre objetos son rarísimas excepciones. El mundo, dice Harman, está partido en pedazos: fragmentos. El ser, en un sentido, está en ruinas. No hay un todo material indeterminado, tras la aparente multiplicidad. Hay, principalmente, nada más que tristeza y quietud, para un indefinido número de objetos solitarios. Y eventualmente, casi milagrosamente, relaciones. Los objetos sostienen un vínculo gracias a la creación ex nihilo de un tercer objeto, dentro del cual se comunican, pero jamás plenamente. Esta imposibilidad de plenitud comunicacional evoca un temperamento ontológico formalmente melancólico, sobre todo cuando tenemos en cuenta que el objeto en un punto es inaccesible a sí mismo.

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La ontología orientada a objetos de Graham Harman quizá sea la ontología del Antropoceno porque propicia estar alerta al lamento del objeto parcial. Una ontología melancólica: el mundo está hecho de objetos “perdidos” (para otros objetos y para sí mismos). Puede ser solidaria con cierta des-privatización del estrés, de cara a un enorme colapso psíquico en curso, dado el enorme sufrimiento, estrés y depresión de nuestras sociedades (Fisher, Berardi, etc.). Estos datos sobre salud mental, que incluyen el incremento exponencial del suicidio, son como un documento de barbarie, que puede postularse en el reverso del gran desarrollo capitalista. Dada la catástrofe ecológica, quizá sea adecuado el gesto inhumano de inscribir la tristeza, la melancolía y el lamento en la inter-objetividad. El humor frío y seco, como una resistencia a la humedad tóxica y recalentada de nuestra atmósfera cada día más inhabitable.

Tal vez, como la idea de extinción impone, ya no se trata de “nuevos amaneceres”. No podemos quedarnos con el Walter Benjamin de Susan Sontag: el melancólico es el héroe de la modernidad, que espera ser redimido en el Juicio Final o La Revolución. No habrá sentido del final sino final del sentido: no habrá relato del final, las cosas no habrán sido. En fin, we dont´t need another hero. Pero la solidaridad con lo terrenal, con lo no-humano en sentido amplio (es decir, incluso con lo que hay de no humano en lo humano), con las profundidades del objeto, con lo enmudecido por nuestra cháchara milenaria, funciona tal vez como un modo posible de la futuridad.

El loop, el algoritmo, el pasado, la apariencia, la pesadez, el trauma, son constituyentes de la melancolía del objeto. Pero hay otra dimensión, en el polo dialéctico opuesto de ese sentimiento cósico: el objeto real que nos seduce, su futuro, su levedad (Morton). El objeto como objeto por venir. La figura de la melancolía como cultivo de una militancia del absoluto objetual, liberado de todo principio de razón, que habite en el corazón de cada parte del ser, volviéndola potencialmente “irreal”, sustraída de la espaciotemporalidad en la que somos capaces de inscribirla. El acechado, espectral y apesadumbrado objeto, nos habla enigmáticamente desde algún tiempo-otro.

“Algún día con las astillas de tus muebles construiré una casa”.

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