Política

Emmanuel Biset

 

1.

Estoy desorientado. Hace tiempo. Busco.

“En una época repleta de potencial neofascista, debemos participar de la política electoral y al mismo tiempo quebrar la matriz política de inteligibilidad que oculta”. Escribe William E. Connolly en un libro reciente. La cita funciona como un mantra en estos días. Como una tarea, como una potencia, como un lugar. Participar de la política electoral: no hacerse el distraído, estar, apostar, hacer algo ante la amenaza de lo peor. Una época repleta de potencial neofascista. Porque no se trata solo de una opción electoral, se trata de lo que habilita. Quebrar la matriz política de inteligibilidad: mostrar y criticar el mundo que configura la nueva derecha. No es nunca solo un programa de gobierno, es otra cosa lo que se juega hoy: los discursos que posibilita, los sujetos que constituye, lo que niega o reivindica. Me quedo ahí, en una palabra de la cita: quebrar. Romper, destituir, socavar. Se lucha siempre, sin pausa, en dos frentes.

Neofascismo. Una palabra. En un libro dedicado al ascenso de las políticas antidemocráticas, Wendy Brown se pregunta: “Hasta tenemos problemas para nombrar lo que está sucediendo. ¿Qué es esto? ¿Autoritarismo, fascismo, populismo de derecha, democracia antiliberal, liberalismo antidemocrático, plutocracia de derecha? ¿O es otra cosa?”. Repito, me repito: ¿Qué es esto? ¿Es otra cosa? Una palabra es una potencia descriptiva, un lugar de pensamiento, pero también una fuerza política. ¿Qué sucede si nombramos a lo que sucede neofascismo, nuevas derechas, alt-right, negacionismo, antidemocracia? Cada palabra ilumina un mundo, o mejor, una faceta de un monstruo que escapa a la definición. La furia de la negación: negación de derechos, negación de la historia, negación de los feminismos, negación del cambio climático. Negar el mundo, eliminar los otros: potencia de aniquilación desatada.

Lo monstruoso escapa a las palabras porque hay que pensarlo. Porque precisamente juega con eso: la composición de estratos de sentido absurdos que vuelven algo indescifrable. Juegan con eso. Corren todo el tiempo la frontera de lo que se puede decir. Trasladan la discusión a otro ámbito. Lo absurdo, en este caso, comporta un doble movimiento: mover el terreno de discusión y hacer retroceder todo el tiempo. Porque no se trata solo de acumular al infinito reivindicaciones fascistas, de generar sorpresa ante cualquier intervención desopilante, es otra cosa: la construcción de una gestualidad. La forma del enojo, del grito, de la locura. Ahí se condensa una forma subjetiva, quizás donde cristaliza nuestra época: el sujeto sacado. El puro gesto de alguien fuera de sí que puede decir cualquier cosa. Lo absurdo, lo banal, el odio. Una forma. Pura forma. El odio como forma.

¿Qué hacer frente a todo esto? En un libro dedicado a pensar la política, el antropólogo Ghassan Hage dice que existen dos posibilidades de afrontar la cosa política. Existe una forma donde predomina el prefijo “anti”, donde se trata desde el pensamiento y la práctica confrontar un orden de cosas, resistir y cuestionar, someter a juicio lo que existe, luchar contra las injusticias. Diría, sin más, que existe una posición crítica cuando buscamos hacer una genealogía deconstructiva de cómo cada mundo articula lógicas del capital y relaciones de poder injustas. Existe otra forma donde predomina el prefijo “alter”, donde se trata desde el pensamiento y la práctica de generar mundos posibles, abrir a la potencia de otra cosa. Diría, sin más, que existe una posición poscrítica cuando buscamos generar relatos especulativos para componer mundos posibles. ¿Y entonces qué? Criticar sin contemplación la destrucción de mundos que propone el neofascismo, mostrar que hay políticas que crean y potencian formas más justas de estar con otros en el mundo. Algo mínimo: ante la pulsión de negar todo, de pura destrucción, alojar en nuestra mirada la posibilidad de un mundo más justo.

2.

¿Qué es todo esto? La crítica de una posterioridad. Vuelvo sobre un libro de Wendy Brown. Necesito entender. Nos dice que vivimos en las ruinas del neoliberalismo: en algo posible por las transformaciones producidas por este proceso, pero ya otra cosa. Hay que entender cómo el neoliberalismo preparó el terreno para políticas antidemocráticas. Y lo preparó mediante dos procesos: desmantelando la sociedad y atacando la política. Se desmantela lo social cuando se eliminan formas de igualdad que garantizan la práctica democrática, se desmantela lo social cuando todo vínculo o toda práctica se entiende en términos empresariales. Brown dice que la justicia social es el único antídoto contra las desigualdades que permite sostener la promesa democrática. Escucho estridentes declaraciones contra la justicia social. Hace sentido. Se viene a desmantelar cualquier vestigio de lucha contra la desigualdad. Se ataca la política, se la busca destronar como lugar de todos los males. Se fagocitan las pasiones tristes contra la casta. La política es el lugar privilegiado de todas las injurias. Con ello, no se busca destituir una supuesta casta política, es otra cosa: hacer que la misma política carezca de sentido. Hacen política queriendo ser otra cosa. Pero siguen disputando cargos, quieren manejar el estado: lo que se demoniza son las políticas democráticas que apuestan por la transformación de lo injusto.

Esto no es todo, nunca lo es. Lo estamos pensando. Porque si se desmantela lo social y se ataca la política, hay otra cosa que busca ser protegida y extendida: la esfera personal. Una esfera personal expandida desde la moral tradicional: familia, dios, propiedad. Brown nos dice que el núcleo de lo que vivimos está en la combinación de mercados desregulados y moralidad tradicional. De allí el lugar de militancia radical: contra las minorías, contra los feminismos, contra los migrantes. Frente al supuesto marxismo cultural volver a valores de la tradición: familia, propiedad privada, religión. La libertad debe ser extirpada de la sociedad y la democracia. Definición chiquita de libertad. Libertad sin otros, libertad sin mundo, libertad conservadora. Otra cosa también: cuando se destituye una masculinidad herida, cuando toda la existencia ha sido mercantilizada, cuando la desigualdad es la única promesa, solo queda resentimiento y venganza. Únicamente parece quedar una furia descontrolada como ejercicio de la venganza contra los agentes imaginarios de la herida que se expande. Pura forma: un sujeto sacado, enojado, fuera de sí, que insulta, maltrata. La proliferación de furias múltiples por el ocaso de la masculinidad, por la destitución de la contención social, por las mínimas seguridades eliminadas. Supremacismo blanco frente a la herida que ya no puede suturar.

¿Qué es todo esto? La poscrítica de una huida. Vuelvo sobre un libro que Bruno Latour escribe luego de la victoria de Donald Trump. Necesito entender. Señala que la negación del cambio climático redefine las posiciones políticas de las últimas décadas. Las nuevas derechas niegan el suelo, la existencia de mundo común, la devastación ambiental que hemos generado. Esta negación es una huida, un abandono del territorio, un modo de escapar de la tierra. El resto, nosotros, habitamos una tierra crecientemente devastada que nos convierte a todos en migrantes: estamos cada vez más privados de tierra, de un lugar donde la vida sea posible. Y escucho como se regodean en enunciados histriónicos que pretenden privatizar el mar o el aire, cada detalle del mundo sometido a la mercantilización. Y escucho una pulsión de destrucción que se fascina negando lo evidente, donde cada cosa es un recurso para ser explotado, donde la contaminación es una anécdota. Pienso en los tiempos: la velocidad de destrucción puede ser demasiado rápida o puede ser irreversible. Pienso en los tiempos: después de la calamidad puede ser demasiado tarde.

El mundo ahí afuera, las cosas, no votan, pero será quizás el lugar donde la devastación se expanda sin oír sus gritos. El suelo se está desintegrando. Ya nadie puede sentirse en casa. En las estridencias que vociferan pantallas escucho eso: el rechazo del mundo que se pretende habitar. Odian cada cosa de este mundo. Lo más importante para estas posiciones, escribe Latour, es no tener que compartir con los otros un mundo que jamás volverá a ser común. Al rechazar vivir en un suelo compartido, sólo apuestan a extraer la mayor ganancia en el menor tiempo posible. No se trata entonces de negar el cambio climático, o mejor, esa negación es el síntoma de la imposibilidad de mundo común. Cuando nos hacen retroceder en las discusiones hacia lugares que parecían saldados, cuando corren el límite hacia lo absurdo, cuando ya no hay nada compartido, se produce una sensación de irrealidad. La negación es eso: romper cualquier vestigio de un mundo compartido con otros. Habitar un suelo con otros, hacer la vida posible, parece entonces el lugar de la práctica política que nos convoca.

3.

Estoy desorientado. Hace tiempo. Busco.

Prendo la televisión, recorro redes sociales, y todo es un bombardeo de recortes permanentes. Nadie lee, ni mira, ni escucha otra cosa que recortes acelerados. Miro hacia afuera, unos árboles, un perro, algunas cosas materiales. Camino el barrio, interactuó con gente, escucho lo que puedo. Entre una cosa y la otra existe un abismo. Ya no sé donde vivo. O quizás, esto: la disolución del mundo común. Ya no sé qué del mundo. No puedo saber si algo es una sensación personal o una sensación extendida. No sé qué miran o escuchan los otros, con quienes interactúan en redes, qué memes o vídeos reciben. No sé qué les despierta una sonrisa, no sé qué les genera odio. Cada uno en su burbuja, en su círculo de contactos. El mundo parece ser solo eso: un conjunto de recortes compartidos por una pequeña esfera de contactos. El mundo-twitter: círculos de conocidos que resumen lo que existe a un pequeño número de caracteres (mundo-recorte de un vídeo, de una entrevista, de un texto).

Se trata de no levantar la cabeza. La pantalla del celular es el pequeño mundo de recortes puesto en loop al infinito. El mundo definido como cuerpo replegado sobre luces. Levantar la cabeza, estirar el cuerpo: hay mundo ahí afuera. Los otros, las cosas, los árboles. Hay mundo. Eduardo Kohn en un libro extraordinario relata la experiencia de una especie de ataque de pánico en un viaje de estudios hacia pueblos indígenas del amazonas. El pánico, nos dice, surge de la separación del mundo, el momento en que la cabeza se repliega sobre sí y aturde. Cita el libro de unas autoras que explican que la ansiedad surge cuando nos quedamos aislados en nuestro sillón y la cabeza nos aturde a preguntas: qué pasaría si tal cosa hubiera sucedido, qué pasaría si esto ocurre. Inmóviles con la cabeza replegada sobre pantallas negras que producen la sensación de estar separados de todo: de nuestro contexto social, de los ámbitos en los que vivimos, de nuestros sueños y deseos. Las burbujas de odio en nuestras pantallas al destruir el mundo común producen esa sensación de separación. Ya no podemos reposar porque estamos aturdidos en nuestra cabeza que no sólo escucha la estridencia del odio, sino que busca cada vez que respondamos a la furia con furia. La provocación es la lógica para destruir el vínculo, para separarnos del mundo, para aturdirnos en soledad.

Para romper con el sentimiento de separación radical simplemente hay que levantar la cabeza y posar la mirada sobre un mundo que está más allá de nosotros. La pequeña seguridad de las cosas, de los objetos, de la naturaleza, nos saca de una cabeza que no puede parar de estar enfrascada en un balbuceo permanente. Algo mínimo como tarea política: volver a dar lugar a un mundo común. Quebrar la separación radical de lo que existe, destituir el aturdimiento de burbujas de recortes plegados sobre sí. Esto supone generar una dinámica de la atención, aprender a mirar y escuchar, para poder percibir lo que me excede. Esto parece nada, o es muy poco, pero algo como una política justa empieza ahí: que sea posible un mundo con otros. Desplegar artes de la observación, hacer para que suceda. Incluso allí donde parece imposible: hacer de las pantallas otra cosa que odio, otra forma de la percepción, un mundo con otros allí. Diseñar una tecnopolítica que genere dinámicas de la atención que construyan mundos en común.

Alguien pone una canción sobre un león, fuegos artificiales, gritos, arengas. Un torbellino de ruidos que arrasan con todo. Gritos y gritos. Todavía no escucho lo que dicen, solo percibo su forma. Gritos estridentes que declaman la urgencia de lo urgente: destruir. Pulsión de destrucción. Que todo estalle. El león herbívoro grita. Aturde. Una motosierra desaforada. La metáfora es literalidad: el recorte de lo vivo. Trato de frenar, de escuchar una motosierra a distancia, y escucho eso: que nada crezca. Si crece, se corta. Y, sin embargo, la política: perseverar en hacer posible un mundo común. Componer un mundo que aloje la potencia de lo que existe.

Referencias:

Brown, W., (2020), En las ruinas del neoliberalismo, Buenos Aires, Tinta Limón.

Connolly, W., (2023), Frente a lo planetario, Buenos Aires, Interferencias.

Hage, G., (2015), Alter-politics, Melbourne, MUP.

Kohn, E., (2021), Cómo piensan los bosques, Buenos Aires, Hekht.

Latour, B., (2019), Dónde aterrizar, Buenos Aires, Taurus.

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