Notas para un atlas de la inteligencia cósmica

Pedro Sosa

«Y lo que en ese momento se revelará a los pueblos
sorprenderá a todos no por ser exótico
sino por el hecho de haber podido estar siempre oculto
cuando habrá sido
lo obvio»

Caetano Veloso

I. Una planta y una brújula

Imagen en blanco y negro. Estamos en algún lugar de la selva amazónica, en el año 1909. Un explorador alemán, llamado Theodor Koch-Grünberg, junto con su acompañante nativo, Manduca, buscan la Yakruna. Es una planta sagrada que crece en algún lugar de la selva, y que puede curar la enfermedad letal que Theodor padece. Karamakate, un chamán conocedor de la planta, y último sobreviviente de la tribu nómada de los coihuanos, accedió a guiarlos hasta ella (es la oportunidad de que su saber no muera con él). En el medio de su búsqueda a través de la selva, son recibidos por una tribu, que les da asilo por una noche. Comparten la cena, hay una fiesta. En un determinado momento, Theodor consulta su brújula. Los indios le preguntan qué es. Theodor les explica cómo funciona. Lo escuchan. Después lo interrumpen, le piden que cante. Canta. La noche pasa. Al día siguiente: despedida a la vera del río. Theodor saluda en gesto de agradecimiento por la hospitalidad. Recibe regalos. Se da vuelta y se dirige al bote donde lo espera Karamakate. Hace unos pasos y se detiene. Le falta algo. Se vuelve hacia la tribu y pregunta si alguien tomó su brújula. Silencio, nadie responde. Algunos ríen. Theodor se dirige a ellos. Exige que se la devuelvan. Se enoja. Le pide al cacique de la tribu que se la devuelvan. El cacique abre la mano y le muestra la brújula. Tehodor vuelve a pedir que se la devuelva, que por favor, que la necesita. El cacique le ofrece otras cosas a cambio. Theodor se niega. Insiste. Es en vano. El cacique se muestra firme en la decisión de retener la brújula. Theodor quiere quitársela por la fuerza. No puede. Manduca le dice: “Vamos”. Theodor se desespera. Luego baja la cabeza y se encamina resignado hacia el bote. Karamakate, que observó toda la situación desde ahí, le dirige una mirada severa, inquisidora. Theodor reacciona: “¿qué?”, le dice, en español. El chamán le responde, en su propio idioma, algo como: “Eres otro hombre blanco más”. Theodor, molesto, argumenta: “Su sistema de orientación se basa en los vientos y las estrellas. Si aprenden a usar la brújula, ese conocimiento se perderá”. Karamakate, en tono definitivo, contesta: “No puedes impedir que aprendan. El conocimiento es de todos. Pero tú no lo puedes entender, porque no eres más que un hombre blanco”.

II. Dos mapas

Plano de las estrellas. Estamos en el espacio exterior, en el afuera cósmico. De pronto la cámara gira y nos devuelve hacia la Tierra. Progresivamente, aterriza sobre el sertão brasilero. Nos encontramos entonces en Bacurau, un pequeño pueblo olvidado (ficticio) de la región de Pernambuco, en un futuro inmediato (“de aquí a unos años”). Se percibe una atmósfera general de crisis económica, política y social. Hay referencias a enfrentamientos armados entre el gobierno y grupos guerrilleros. Las rutas están bloqueadas, y escasean el agua, la comida, los medicamentos. Lxs habitantes de Bacurau se organizan comunitariamente para enfrentar la situación en la que se encuentran. Recientemente, ha muerto su matriarca, Carmelitas, y todo el pueblo asistió a la procesión de su entierro. En un determinado momento, nos encontramos con un maestro y sus alumnos. Están afuera, en el patio de la escuela. Ven pasar un avión. Uno de los niños pregunta si vuela más rápido que un pájaro. El maestro asiente, y agrega que va desde São Luís a São Pablo. Otro de los niños pregunta qué tan lejos está Bacurau de São Pablo. El maestro, que quiere enseñarles la ubicación geográfica de Bacurau, se fija en la tablet. “Bacurau debería estar aquí”, dice una niña, señalando la pantalla. Pero Bacurau no está ahí. El maestro propone: “vamos a fijarnos en la computadora del aula”. En la pantalla plana, de casi el mismo tamaño que el pizarrón que está al lado, abre google maps. Bacurau no figura. “Profesor, ¿no se paga para estar en el mapa, no?”, pregunta un niño. El maestro dice que no y que Bacurau siempre ha estado en el mapa. Mira desconcertado la pantalla. Para el satélite que transmite la imagen que se proyecta ante sus ojos, Bacurau no existe. Deja de insistir con el zoom, es en vano. Se dirige hacia la pizarra, y despliega un mapa de papel, hecho a mano, rudimentario y elemental. “Aquí, en este mapa –dice– Bacurau sí aparece”.

III. Una selva y un desierto

Dos escenas. La primera es de la película “El abrazo de la serpiente”, dirigida por el cineasta colombiano Ciro Guerra y estrenada en 2015. La segunda es de Bacurau, dirigida por los brasileros Kleber Mendonça Filho y Juliano Dornelles, y estrenada en 2019. No ocurren en lugares tan distantes, pero sí en geografías con diferencias evidentes: la selva amazónica en un caso, intensa y húmeda, diversa y múltiple, y el sertão del nordeste brasilero en el otro, desértico, desolado, deshidratado. La primera aparece como el reino de la abundancia, el segundo como el de la escasez. La diferencia estriba también en el tiempo. Una escena se localiza en los primeros años del siglo XX, y la otra en un futuro perturbadoramente inmediato. Quizá podamos pensar, forzando un poco las cosas, que en el marco de la explotación de la naturaleza que el desarrollo del capitalismo implicó en el siglo pasado, la selva de una de las películas se convirtió en el desierto de la otra. A su vez, en el caso de “El abrazo de la serpiente”, esta distancia temporal entre una escena y la otra está inscrita en la misma película: la imagen en blanco y negro nos sitúa a distancia, nuestra percepción de la selva no es la misma que la de los personajes, no es posible representarla en los mismos términos en los que percibimos nuestra realidad contemporánea.
También podemos tomar el mapa de Bacurau como clave para pensar el arco temporal que conecta a una película con la otra. En aquel comienzo de siglo, los exploradores europeos venían a América para poder cartografiar un continente todavía en gran medida desconocido para ellos. En ese “de aquí a unos años” en el que se sitúa Bacurau, como por arte de una macabra inversión de las cosas, el pueblo desaparece del mapa, y esa desaparición es el signo que anuncia la otra, la real. Si el intento de que el mapa represente el territorio comporta un problema político y pone en juego una serie de violencias simbólicas (quién representa, qué representa, cómo lo hace), lo inverso, el intento de que el territorio real se corresponda con un mapa que ya es el resultado de una construcción simbólica, implica una política de violencia física, de destrucción y exterminio reales. La performatividad, de esta manera, no sólo es un arma para la emancipación: lo es también para la dominación llevada al extremo. Entre una película y la otra, si es que existe la posibilidad de pensar en un plano de inmanencia donde todas las imágenes entran en relación y se comunican, lo que hay es el paso de una violencia simbólica que se juega en el campo de la representación, a una violencia que se juega en la exclusión performativa del espacio de la representación, y que por lo tanto es tan real como simbólica. Es una misma tecnología la que registra el paso de una cosa a la otra: un mapa. Aún si la deriva, el devenir de las cosas, no es su destino, tampoco podemos sorprendernos tanto: los mismos que nos ponen en el mapa después pueden borrarnos. El riesgo de la representación no es la infidelidad respecto del objeto representado, sino que se vuelva destructivamente contra él. El problema no es el mapa, aun si como todo mapa implica un recorte, sino la estructura de dominación en la que el mapa se inscribe, y que el mismo mapa, a su vez, registra y reproduce: ese retorno mortífero del mapa sobre el territorio, en virtud del cual verifica su correspondencia.

IV. Una sola inteligencia

Hay otra cosa. Son dos las tecnologías que se ponen en juego en estas escenas. Ambas son símbolos de la conquista, de aquel plus ultra de la expansión europea del siglo XVI. Un mapa y una brújula. Son objetos constitutivamente marcados por una historia de colonialismo que llega hasta nuestros días. La escena de Bacurau, en este sentido, da cuenta de que el desarrollo tecnológico no es neutral: google maps puede convertirse, rápidamente, en un instrumento de destrucción masiva. Que Bacurau no figure en el mapa representa la idea de que el costo del avance tecnológico reside en la exclusión de numerosos pueblos (humanos y no humanos) de la faz de la Tierra. La tecnología reproduce y profundiza el mapa de desigualdades en el que se inscribe. Sin embargo, esa tecnología indisociable de un ejercicio del poder y violencia puede ser también objeto de una sustracción: en “El abrazo de la serpiente” los indios se apropian de la brújula. Podría hacerse a partir de esta escena una reivindicación aceleracionista de la potencia emancipadora del desarrollo tecnológico. Y decir que al igual que con la representación, el problema no es la tecnología, sino el marco de dominación que la contiene e inhibe sus potencialidades liberadoras. Sin embargo, es posible reconocer en el aceleracionismo cierta comprensión reduccionista del conocimiento y de la tecnología, y la escena en cuestión pone en juego una idea más interesante para pensar. “El conocimiento es de todos”, dice Karamakate, que por su parte está dispuesto a compartir con el europeo su saber ancestral sobre la Yakruna. Cuando dice que es de todos se refiere a “el conocimiento”. Esto es: el conocimiento es uno sólo, y a él contribuyen todos los esfuerzos de la inteligencia. La brújula no atentará contra su sistema de orientación a partir de las estrellas y los vientos por la simple razón de que una y el otro son obras de la misma inteligencia. Si los indios pueden entender cómo funciona una brújula, ¿por qué no podría ser integrada a su propia colección de objetos técnicos? ¿Por qué los conocimientos que se ponen en juego en ella no podrían entrar en relación con el conjunto de conocimientos del que los indios disponen? La comunicación, el intercambio, son posibles. Si, como dice Viveiros de Castro, el cascabel del chamán es un acelerador de partículas, esto es, si el chamanismo es en relación a los pueblos amerindios aquello que los laboratorios son en relación a las sociedades modernas occidentales, podemos pensar que tanto lo que hace el chamán es ciencia, como que lo que se hace en un laboratorio es magia. O que una cosa puede ser pensada con la otra, a partir de la otra, en relación a la otra. La ciencia es una sola. Lo cual implica pensar que ésta no se corresponde con su configuración institucional en el marco de la modernidad capitalista, sino que simplemente es el nombre de toda práctica que produzca conocimiento sobre lo real. Habrá que pensar, claro, una epistemología para esa ciencia, elaborar un criterio de demarcación inclusivo pero riguroso a la vez. En cualquier caso, deberá ser inmanente, surgir de ella misma, y no un mecanismo filosófico-policial de vigilancia que tiene más que ver con la reproducción de una estructura de poder que con la pregunta por los modos de producción de conocimiento. Quizá podemos imaginarnos un mundo y un tiempo en el que una planta medicinal y una brújula, el acelerador de partículas y el cascabel de un chamán, formen parte de un mismo repertorio teórico-tecnológico, de un corpus de conocimientos que reúna sin jerarquización saberes múltiples y diversos en lo que respecta a los sujetos de esos saberes, pero unificados en lo que respecta al objeto con el que tratan: una realidad cuya propia multiplicidad es replicada por la forma misma del conocimiento. Laboratorios cosmopolíticos y chamanismo aceleracionista; el sueño de un gran atlas de la inteligencia cósmica, ¿es demasiado tarde para sostenerlo?

V. Un mismo espanto, una misma fantasía

El conflicto que pone en escena Bacurau, para decirlo con Latour, no es otro que la guerra entre humanos (o modernos) y terrícolas que atraviesa nuestro tiempo. Lo que pasa en la película es lo que en un sentido ya está pasando en nuestro presente; el enfrentamiento armado del film da cuenta del carácter dramático de la crisis que atraviesa el planeta en tiempos de Antropoceno capitalista. La desaparición de Bacurau del mapa satelital es la antesala del intento, por parte de un grupo de reclutas norteamericanos que podemos reconocer como representantes del “frente de modernización”, de arrasar con el pueblo, con estos vestigios de pre-modernidad que insisten anacrónicamente en seguir existiendo. Disponen para ello de armas tecnológicamente sofisticadas, de un ansia de conquista imperialista, y de una estupidez proporcional a su peligrosidad. Del otro lado, lxs habitantes de Bacurau organizarán la resistencia terrícola, valiéndose de sabidurías ancestrales, de técnicas rudimentarias y modernas, de una inteligencia colectiva y una sensibilidad comunitaria, de un pulso y una ferocidad animal, jaguar, para defenderse de la amenaza. Si el espíritu que en el fondo anima todo intento de conquista y colonización modernizante es el del plus ultra, ese deseo de trascendencia, de avanzar sobre ese más allá desconocido para en definitiva dominarlo (por otra parte caro al imaginario aceleracionista), lxs habitantes de Bacurau ponen en juego una cierta orientación plus intra, una vocación por la inmanencia. En otros términos, a la necesidad extensiva, expansiva del avance colonialista, oponen una práctica de la suficiencia intensiva: frente a toda la extensión del universo, del espacio exterior, del afuera infinito, Bacurau afirma la riqueza y la vastedad intensivas de este pequeño punto en el mapa. Por eso la película comienza con un plano de las estrellas que desciende sobre este lugar a la vez ínfimo e infinito en el universo, como planteando cinematográficamente aquello que dicen Viveiros y Danowski: “La exterioridad está en todas partes. El gran afuera es como la caridad: empieza por casa”.

En este marco podemos pensar el gesto del maestro que vuelve sobre una tecnología “atrasada” para dar cuenta de la localización geográfica, y en definitiva, de la existencia misma de Bacurau, como un gesto de repliegue anti-aceleracionista: el aceleracionismo de izquierda, como programa según el cual el avance tecnológico depara invaluables potencias emancipadoras, pasa por alto que este avance no es neutral y que, al contrario, se inscribe en el marco de una política mortífera: un avance que se abre camino dejando ruinas tras de sí. Si la tecnología de punta, representada en un mapa satelital que prefigura la desaparición real de un pueblo del interior de Brasil, al tiempo que habilita un futuro sumerge a otros pueblos en un pasado definitivamente exterminado, la opción emancipadora, al menos mientras siga vigente la misma estructura de dominación en la que el desarrollo técnico se inscribe, residiría en un cierto gesto de frenado, ese ralentissement del que habla Stengers, la ecología política de la desaceleración de Vivierios y Danowski. Tal vez sea cuestión de pensar con ellos en la existencia de “máquinas folk”, que están, “cada vez más adelante que atrás nuestro”. Ahora bien, si esto es así, si es posible pensar en la puesta en marcha de tecnologías en desuso, que no están en el pasado, sino en las que se juega otro futuro posible, entonces quizá no se trate de oponerse a la apuesta por la aceleración, sino, en cambio, de poner a funcionar una comprensión más amplia de la tecnología y del desarrollo tecnológico según la cual éste no se mida en función de un criterio exclusivamente cronológico, como si el sólo paso del tiempo fuera garantía de un avance. Quizá no se trata de, para oponernos a lo que se ha hecho en nombre del progreso, abandonar la idea misma de progreso, sino de radicalizarla. El problema del progreso, podemos, decir, es que no ha sido tal. Para progresar, esto es, para dar lugar a un futuro más habitable, tal vez sea necesario recuperar, volver a poner en marcha, reactivar tecnologías, saberes, prácticas que no han sido superados sino sólo descartados y abandonados en el camino. Acelerar es desplegar todas las consecuencias emancipadoras de aquellos elementos del presente que lo desvían de su curso, que lo abren a una imagen del futuro que no se corresponde con su proyección lineal. El error es reducir la vastedad múltiple de nuestro tiempo a la imagen parcial que se hace de sí mismo: en este preciso momento de la historia del planeta, confluyen una multiplicidad de elementos que, si han caído en desuso, no ha sido por obsoletos o porque sus potencialidades hayan sido agotadas, cuya existencia presente hace estallar esa imagen según la cual lo contemporáneo es lo último, volviendo evidente lo absurdo de la idea según la cual habría algunas cosas que estando acá entre nosotros serían sin embargo del pasado. En el despliegue de sus potencialidades también puede alojarse la posibilidad de un porvenir que de ninguna manera será, puesto que es imposible, una vuelta atrás.

Stengers dice que “nuestros sueños de liberación nos enfrentan unos a otros”. Acá nos preguntamos: ¿no hay un punto en el que nuestros sueños, hechos con la materia de un mismo deseo, puedan conectarse? Ante el espanto que nos produce el actual concierto del fin del mundo: ¿no podemos soñar alguna profecía, alguna fantasía que nos encuentre?

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