Gonzalo Gutiérrez Urquijo
Para describir la situación de sus teorías contendientes, la filosofía suele tomar prestadas imágenes de otras disciplinas. Además de las clásicas analogías arquitectónicas, los sistemas conceptuales y sus recíprocas relaciones se describen hoy en términos de escenas, constelaciones, mapas o territorios. Se habla también de redes, nudos, climas, e incluso paisajes teóricos. Al parecer, la sustancia de la que están hechos los pensamientos es tan esquiva que cualquier analogía aporta una materia útil. Cediendo cuerpo a las ideas, las imágenes presentan algo del “espacio” problemático que se traza al pensar: un lugar que no puede ser aprehendido desde una sola perspectiva, pues es indistinguible de las tensiones y resonancias que entre sí producen las ideas. En este campo, toda alianza presupone una diferencia y toda confrontación, un terreno común.
¿Cuál sería –hoy en día– nuestra imagen del pensamiento? ¿Hay alguna concordancia implícita en las teorías que disputan el nombre de lo real? Sin exigir demasiada precisión, tomemos por caso el actual debate sobre los nuevos materialismos. ¿Qué puede decirnos sobre los presupuestos y los objetivos, los límites y puntos ciegos que asumimos en nuestro esfuerzo por pensar? Si bien las posturas no son intercambiables, todas contribuyen a un cierto consenso: materia es todo lo que hay – o al menos todo lo que importa. ¿Qué otra cosa podría haber? Ya ni siquiera las religiones parecen autorizadas a intervenir en el debate público con argumentos trascendentes. Pero, más allá del ámbito particular de la discusión, nuestro tiempo es materialista no solo por convicción teórica sino sobre todo por su modo de producir: nada nos fascina tanto como un pequeño pedazo de materia en acción. Excitamos el átomo al infinito para que revele de qué está hecho. Generamos, con sus descargas, más materia. Y en nuestra propia escala nos desvivimos por hacerla circular; fluimos y hacemos fluir sustancias; prolongamos este trabajo de la vida al punto de amenazarla en su totalidad. El universo se nos presenta como un conjunto casi infinito, pero la extrañeza del afuera cede lugar a una decepcionante familiaridad: todo es polvo y fuego, inercia y explosión.
Una imagen para nuestro tiempo (un trailer para el siglo) bien podría ser la de un planeta flotando en el espacio. En esta escena no se sabe quiénes somos nosotrxs, lxs visitantes, ni si alguien o algo vive allí. No sabemos dónde vamos, ni de dónde viene la luz con la que lo vemos flotar. Lo único que sabemos es que el planeta ya estaba allí. ¿Qué es lo que en esta imagen da qué pensar? Su singular indiferencia atestigua cierto exceso que se presenta al pensamiento cuando considera la existencia de infinitos otros mundos. El pensamiento como simulacro de una nave espacial. Por eso, más allá del planeta, quizás lo más sugerente de esta imagen sea, en el fondo, el fondo: lo que (no) está. El volumen de un átomo es, después de todo, 99,9999999% espacio vacío.
De lo micro a lo macro, entre la nube de partículas y el cúmulo de galaxias, nuestras imágenes comparten la noche oscura donde se recorta la tenue visibilidad de su consistencia. Toda materia es, en este sentido, un pedazo de materia – y materia es todo lo que hay. Como la gran espalda de Atlas que sostiene cada cosa en las tinieblas, este reverso es fundamental para el materialismo, aún más, quizás, que la propia materia. Ello explicaría que, en el renovado debate al que hacemos alusión, las imágenes parezcan habitar una escena polarizada y sin embargo solidaria: Hay quienes hablan de vacío y quienes hablan de vibración. Quienes hablan de grieta, de desgarro y de sutura, y quienes ven allí mismo la potencia de una bifurcación, de un desdoblamiento. Ante el exceso material que se impone al pensamiento, hay quienes buscan aprehender su movimiento sustractivo y quienes pretenden participar en la concrescencia cualitativa de una contracción. Pero tanto de un lado como de otro, bien se insista la contingencia de la situación o en el azar del encuentro, lo dado no es todo lo que hay.
Mediante la operación que separa el darse de lo dado se divisa, entonces, la propia realidad de una potencia que excede lo actual. Una potencia que, dando lo actual, posee también la cifra de toda transformación. ¿Cómo nombrar lo que parece estar ahí –en el campo donde se determina la individuación de las cosas– y sin embargo no existe en el mismo sentido que aquello a lo que da lugar? Para ser graficadas, estas imágenes precisan de una densa pantalla vacía y un pixel infinitesimal. Idea u objeto, todo adviene de y sobre un fondo; todo experimenta gratuitamente su individuación. Cada perspectiva parece, para sí misma, un misterio incomprensible, graduable solo en su distancia al campo continuo del que se la expulsa y hacia el que se vuelve al pensar. ¿Es posible, entonces, que en el corazón del debate materialista se encuentre la pregunta por lo inmaterial?
Las teorías contendientes nunca han ocultado esta matriz, pero algo en ella ama ocultarse. Para llevar a término la tarea filosófica y agotar por fin las especulaciones en una acción (y no en una filosofía de la acción), Marx ofrecía un “materialismo sin materia” frente al cual los materialismos antiguos resultan idealismos disfrazados que se representan el mundo (Balibar). En el ¿materialismo? de Spinoza, el atributo pensamiento goza de un cierto privilegio, ontológico y epistemológico a la vez (Deleuze). Lo que en estos casos se resiste a ser reducido a la idea vulgar de materia (como estado de cosas o “lo dado”) no constituye, sin embargo, una sustancia otra. Es cierto que allí podría alojarse un universo lógico o ideal, hogar de las formas que en este mundo se expresan como invariancias de escala. Sin embargo, el interés materialista consiste en indagar las ideas en su carácter activo y situado, evaluarlas según su trabajo en este mundo. Es ahí donde materia y pensamiento podrían coincidir. Si cada momento arrastra la marca del momento siguiente, si una onda es un movimiento material cuyo pasado y futuro están envueltos en la inflexión que transporta (Meillassoux), la idea de un punto inmaterial es una ficción útil para indicar aquello que, agregándose o sustrayéndose a lo dado, hilvana la secuencia de momentos. Aquello que dramatiza, en el movimiento anadiomeno de la materia, la velocidad infinita de la determinación.
El neomaterialismo busca en la materia el misterio de la agencia. Y lo busca, claro está, en medio de la incapacidad generalizada para actuar y crear futuros colectivos. Por eso, mientras no se conceda cierto espesor a aquella potencia que excede lo actual, el materialismo podría permanecer inmovilizado; preso del contradictorio acto de fe por el cual supone que el pensamiento emerge de la materia como una naturaleza indeterminada y distinta, susceptible de recibir toda determinación. No solo no pensamos todavía, sino que damos por sentado qué es pensar. Ante esta imposibilidad, nos declaramos extintos y agotados, pero no dejamos de ver en el pensamiento la posibilidad de acceder a una realidad diferente e indiferente a nuestro acceso. Reproducimos de esta manera la cesura moderna del sujeto. Habiéndole negado realidad al pensamiento, habiéndolo supeditado a ser la imagen de una realidad más material y, por tanto, más verdadera, ¿es acaso motivo de sorpresa que no podamos pensar otra cosa más que nuestra impotencia para modificar lo dado? El consenso materialista nos insta a descentrar el pensamiento del lugar limitado por los presupuestos humanos. Pero, ¿qué tan cerca de la impostura se encuentra el intento de ejercer este acto de manera voluntaria y racional? Buscamos ceder a los objetos una agencia que siempre tuvieron, pero que solo podemos transferir ahora que nos la negamos. Las urgencias que nos acosan, ¿no estarán impidiendo siquiera reconocer lo que no sabemos, bloqueando allí la emergencia de algo que supere o socave lo que hay? Si hay algo que no es lo actual y tiene un vínculo especial con el pensamiento, ¿no estarán las propias subjetividades pensantes, con sus tramas de intuición y superstición, ya formando esa zona virtual que rodea toda actualización?
Aquí se abre otra posible declinación para la arqueología del porvenir. Pues, si las ideas son potencias que poseen una realidad propia, ínfimos paquetes de futuro que guardan instrucciones para la creación de esta o aquella materia, entonces el trabajo sobre el pensamiento es literalmente un trabajo sobre los futuros contenidos en el presente. Cambiar nuestras ideas es disponer de nuevos potenciales que podrían, a su vez, abrir nuevos futuros. Pero liberar esta potencia quizás requiera nuevas imágenes para el ejercicio del pensamiento, nuevas distribuciones para la irreductible diferencia entre las cosas y lo que las ideas hacen de ellas.