Extinción

Jazmín Acosta

«Por un impulso que tiene algunos siglos, la teoría busca los nombres adecuados para la época en la que se vive. Pero un nombre es sólo un nombre: la posibilidad de dar forma, de efectuar un diagnóstico del tiempo presente»

«…como si la Catástrofe fuera el referente último de todo el arte de este fin del siglo XX»

 

1. Extinción. La palabra resuena cada vez con mayor frecuencia, deslizándose en un vaivén apocalíptico entre lo posible y lo probable. Nunca ha dejado de ser, sin embargo, una palabra “urgente”, esto es: siempre ha urgido a los hombres a hacer algo. Rodeada de tonos apocalípticos, enmarañada en relatos e imaginarios catastrofistas dentro de los más variados registros (incluido, por cierto, el de las producciones de la cultura popular o de la industria cultural a secas: películas, comics, literatura de ficción de consumo masivo, y también no tanto; pero además en biblias y libros sagrados de otras tantas culturas…). Conjuramos las fantasías de acabamiento desde que el mundo es mundo. Pero hay una particularidad, no obstante, que reviste esta palabra ahora. Extinción es un hacer ver el no haber absoluto; la amenaza de la desaparición (también) de nosotros mismos, a escala de la especie. Hay algo que resuena como una vieja evocación, estirándose de algún modo hacia atrás en el tiempo, hacia aquella conocida sentencia heideggeriana: no puedo hacer experiencia de mi muerte sino a través de la muerte de otro(s).

Sólo conocemos una pequeña parte de lo que nombramos (“extinción”) porque vemos morir –y hacemos morir– a numerosas especies (incluidos también numerosos ejemplares de la nuestra). Pero lo que se nos plantea hoy, ahora, con más visos de “realidad”, es la posibilidad de nuestra propia extinción a la luz de un fenómeno de otra escala: el antropoceno. Los rastros que el anthropos ha ido y va dejando a su paso, las huellas que va sembrando capa tras capa de tierra (constatamos), son de un alcance inusitado: cada vez más pesadas, cada vez más profundas, cada vez más intrincadas. Con efectos similares: cada vez más pesados, cada vez más profundos, cada vez más intrincados. (¿Casi?) no queda lugar del planeta en donde nuestra especie no haya apoyado sus patas. Y esto en sí mismo no es malo. Lo malo es, quizás, seguir desconociendo, o negando, la magnitud variable de nuestras “afecciones”, y minimizar directamente nuestra capacidad de daño. Negar, en fin, las consecuencias –y, sobre todo, la responsabilidad– que conlleva ser una de las especies con más capacidad de intervención sobre el planeta (y más allá). No somos, en efecto, “los más numerosos” (nos gana por lejos, todavía, el krill; a contrario del dicho, en el número no reside la fuerza). Sí somos ya una “fuerza geológica” capaz de alterar en grados no siempre anticipables el presente y el futuro.

 

2. Nihil(¿ismo?). Despejemos el tono sombrío, apartemos pesimismos y esa sombra de nihilismo siempre en ciernes. Pensemos que, en principio, estamos lidiando aquí con una cuestión de escalas. Decir la extinción implica decir que, después del fin, de nuestro “acabamiento”, no habrá ni testigo, ni narración, ni “representación”. Nada. Nada. Incluso el borramiento de todo “rastro” y de toda “huella” pues, ¿quién podrá en efecto hacer, como tal, un “recuento de los daños”? Extinción dirá entonces, también, el acabamiento y la desaparición de toda memoria posible. Conciencia presente (en la escala de los siglos, en la escala de las eras), de que no sólo no existiremos en algún futuro, más o menos lejano, sino constatación de que, si la extinción total ocurriese, entonces no habremos existido jamás (Colebrook).

 

3. Objetos de la imaginación. “Pero…” (se dirá). Casi por defecto nos vemos compelidos a imaginar escenarios alternativos, u objeciones más o menos “probables” ante la presunta “hipérbole” de una extinción masiva o planetaria. La capacidad de imaginación de la especie corre en paralelo con su capacidad de destrucción (o más bien parece, por momentos, una carrera trágica). Y no obstante, siempre parece difícil tomar consciencia de cómo se han acelerado nuestras fuerzas antrópicas…Imaginemos, entonces…Que en efecto se consuma por completo la sexta extinción, que además es seguida de una catástrofe planetaria y que, en ese futuro sin nosotres, aparece alguien, o algo, que pese a todo encontrará restos (por ejemplo satélites, o algún otro tipo de basura espacial que, desaparecido incluso el centro en torno al cual orbitaban, vagarían sin tiempo por el sin fin del espacio). ¿Podrían aportar información sobre nosotros esos objetos? ¿Cómo serían interpretados, definidos, clasificados? ¿Pudiera ser que esos “restos de la civilización humana” fuesen completamente ignorados por semejantes arquéologues del futuro –meros objetos entre otros objetos del paisaje galáctico? ¿Es posible que las creaciones humanas, o sus restos, sean vistos como simples cosas sin el más mínimo interés? ¿O ni siquiera ya como “cosas”? Es muy tentador, desde una perspectiva antropocéntrica, imaginar esos objetos-restos como “testimonios”: contra la sombra de la extinción, el fantasma de la perdurabilidad reaparece proyectado, inevitablemente, en todos los objetos que creamos.

 

4. Restos y ruinas. Entonces imaginemos que no, que la Tierra aún persiste y que resisten, sin nosotros, algunos cuantos restos de la civilización humana en este planeta dañado. En “El objeto del siglo” (1998), Gérard Wajcman sostiene que el siglo XX se ha caracterizado por una proliferación nunca antes vista de objetos. Objetos de todo tipo, tamaño, color y función producidos masivamente, en especial para el consumo. Podría aventurarse que el último siglo ha sido “el siglo de la proliferación de los objetos” (y podríamos preguntarnos, hoy, si la aparición relativamente reciente de nuevas teorías sobre los objetos no confirma de algún modo ese diagnóstico, aun cuando en líneas generales, estas teorías podrían ayudarnos en el arduo ejercicio de descentrarnos de nuestra propia perspectiva humana). En ese libro el autor se pregunta cuál sería, de entre todos los objetos, el “objeto del siglo”, es decir, aquél capaz de condensar en una cifra todo el siglo XX. Para él, son las ruinas. Para que algo devenga “ruina” (es decir, objeto a ser escrutado por un potencial arquéologue del futuro), harían falta “la ruina y el lugar, sin lo cual nada tiene lugar”. Pues “[l]a ruina hace objeto de los restos de un objeto”. La ruina cuestiona, además, el fetichismo del arte -a saber, la perdurabilidad de la obra, del “objeto del arte”. El arte moderno muestra en el fondo lo que no hay, o, mejor dicho: que “no hay”, que “no hay nada allí” por detrás del objeto representado.

El arte moderno pinta la ausencia. Lo que motiva la postulación de la ruina como objeto del siglo en Wajcman es nada menos que el acontecimiento de la Shoah, el exterminio en masa de judíos durante la segunda guerra mundial. Después de Auschwitz se pinta el vacío, se dice la ausencia. Se indica que sólo nos encontraremos, detrás de las ruinas, con la catástrofe. Así, si en la escala de los siglos la ruina es el objeto que, según Wajcman, caracterizaría al siglo XX, podríamos preguntarnos cuáles serán las ruinas de éste, nuestro siglo XXI, qué es lo que podría encontrar algún curioso arquéologue del futuro que aterrizara en nuestra Tierra devastada. O mejor, con una cuota suficiente de optimismo, podríamos preguntarnos hoy, siguiendo con nuestro ejercicio de imaginación y apenas (¿apenas?) a dos décadas de iniciado el siglo XXI, cuál sería (más allá, si lo hay, si lo llegara a haber) el “objeto del siglo XXI”.

5. “Final” (to be continued-). Si por un lado el nazismo concibió un crimen “perfecto”, un crimen cuyos rastros serían borrados e impedidos a la representación (Auschwitz), por el otro lado desarrolló una estética (el gigantismo) y una arquitectura cuyo principio básico era el de la perdurabilidad como ruina (Speer). Desde otra escala de las cosas, Colebrook nos insta, a través de su lectura de la narrativa de escritoras feministas, a “imaginar cómo sería la vida si uno pudiera abandonar la fantasía de la propia permanencia”; esto es: de la perdurabilidad. Según la autora, Margaret Atwood y Mary Shelley pueden considerarse paradigmas de la contra-estética modernista porque desafían con sus relatos una “actitud fetichista” para con los objetos. En particular, porque desafían aquello que podría considerarse “el último de los fetiches”: el fetichismo de la vida, en tanto y en cuanto esta implica, o se entiende como, la continuación y el afianzamiento del “sueño de dominio” de la administración biopolítica.

En función de esta nueva dimensión de la catástrofe (subrayo nuevamente, se trata de una cuestión de escalas), cabe preguntarse cuál es la vida que merece la pena afirmarse ante los escenarios de la extinción absoluta. ¿Sigue siendo esa angustia sartreana, la angustia de Justine en Melancolía, la única respuesta posible? ¿Podrá quizás surgir alguna clase de voluntad de afirmación a partir de semejante pathos extincionista y pesimista que se achaca a posiciones como la de Colebrook? La obra de arte es la que hace ver aquello que no hay. Cegados por los sueños de fortaleza prometeísta, lo que quizás no vemos es, precisamente, aquello que ha estado siempre ante nuestros ojos: la fragilidad. También, la de la propia especie. De esto quizás nos alertan los “sombríos” relatos extincionistas (teóricos o ficcionales). ¿Podremos transitar el mundo sin hacerlo una pesadilla (para nosotros, para los otros, para las otras especies compañeras) por nuestro solo afán de perdurar?

Frente a esos relatos, las promesas neo-prometeicas de los aceleracionismos, en las postrimerías de todo lo “post” (post-capitalismo, post-humanismo) parecen muchas veces no ser ni suficientes ni completamente acertadas, sobre todo cuando (al menos algunas de ellas) parecen implicar la perpetuación del capitalismo y sus modos de “producción” (extracción, explotación) de una “naturaleza” -animal, vegetal, humana-, reducida todavía a “recurso” (administración biopolítica). Si, al menos de momento, la amenaza más palpable de una potencial extinción en ciernes es la de una extinción producida “por causas endógenas” (nada menos que la huella implacable del anthropos, que a paso firme sigue provocando daños irreversibles sobre el planeta), una respuesta optimista consiste en decir que todavía tenemos algo en nuestras manos, y que (aún) estamos a tiempo de vislumbrar cuáles serían las condiciones futuras de habitabilidad del planeta. Y hacer en consecuencia.

Mirar hacia adelante, en un gesto prospectivo, implica y requiere, de manera urgente, la consideración y movilización de todas las variables (materiales y simbólicas) del presente, del “hoy” (que ya es, también, demasiado frágil). Y aun sabiendo que el tiempo es cada vez más corto. Porque, a fin de cuentas, la cuestión que se nos está escapando de entre las manos, el “objeto” de estas líneas, sea tal vez (simplemente) subrayar lo siguiente: que la extinción no es algo “hacia lo que vamos”, un horizonte en la distancia o un “camino aún por recorrer”, sino más bien algo que ocurre, que ya acontece: algo que estamos fraguando aquí y ahora, a cada momento, en todas partes.

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