Más allá del universo, vamos a perder

Alfonsina Santolalla

 

El aceleracionismo es un experimento de fe en el desarrollo automático de la técnica que parece haberse extendido por fuera de la digresión académica, pero por fuera también de los elementos que le permitían constituir una apuesta con un sentido político más o menos claro. Dos alusiones recientes al término ayudan a pensar esta deriva.

La más sonante proviene de España y llegó a Twitter durante el último fin de semana con motivo de las elecciones generales en ese país. Ante el sorpresivo fracaso de Vox en las urnas y la consecuente posibilidad de que el progresismo ampliado vuelva a conformar gobierno, la apelación al acaleracionismo se extendió como consuelo entre adherentes a las nuevas derechas radicalizadas: sostienen que no hay de qué lamentarse, dado que otro período de socialdemocracia hará que se acelere el estado actual de cosas –según ellos, determinado por la existencia de instituciones que garantizan la dominancia de valores progresistas– con destino hacia su inevitable colapso. Entienden al colapso como condición de posibilidad de la transformación social profunda que requiere la instauración del orden conservador que enarbolan como horizonte. Esto podría confirmar la sospecha, al día de hoy generalizada, de que si bien surge en términos políticos como parte de una programática de izquierda, el aceleracionismo –como concepto amplio– es fácilmente asimilable por expresiones ideológicas reaccionarias porque hay algo de su retórica y/o de su programa estratégico que resulta más afín a los imaginarios de derecha.

Durante este mismo fin de semana y en la misma red social, alguien destacaba una cita: “El éxito nos deprime. Las redes deprimen. Yo me quise hacer el vivo con el aceleracionismo y al final soy un vago melancólico. Amiga y amigo. Perdimos todos en estos años. Es así. Incertidumbre total”. Proviene de la sentida reseña que Leandro Beier hizo del último disco de Él mató a un policía motorizado. Allí y de manera casual, el aceleracionismo aparece aludido por lo que pretendió ser: una exaltación de las posibilidades inscriptas en el presente como reacción post-posmoderna frente a la vetusta e inútil melancolía que caracteriza –en este punto, históricamente– a la izquierda.

En ese mismo fragmento (y en toda la reseña) aparece también convocada cierta potencia de la melancolía que me interesa rescatar para entender por qué, al menos en nuestras latitudes, la retórica aceleracionista ha sido rápidamente receptada, traducida y editada, pero eventualmente se ha reducido –para muchos teóricos locales– a un elemento estético –si se quiere, en sus términos, a una “hiperstición”– lo suficientemente vacuo como para pivotar con facilidad de izquierda a derecha. En la medida en que sólo constituye una evocación del caos que interepela casi con exclusividad a sentidos reaccionarios, es lógico que desde la izquierda prefiramos seguir defendiendo una melancolía asociada a la potencia de nuestra historia. Una historia transmitida vía una memoria colectiva que, si bien no aspira a construir perspectivas universalizables y desterritorializadas, logra remitirnos al hecho de que la transformación material de la realidad fue posible en más de una oportunidad, a pesar de la persistencia de dolencias que son estructurales y que hoy aparecen profundizadas en un escenario que es de aceleración tecnológica pero también de una extrema individualización de la angustia.

Quisiera ahondar en los motivos de la derechización del uso del término aceleracionismo, abandonado hace ya varios años hasta por los propios autores del Manifiesto por una política aceleracionista al reconocer que su pregnancia en discursos reaccionarios lo hacía poco estratégico. Antes que nada, hay que decir que es obvio que el término no puede ser escindido de su historia –como se sabe, el acervo conceptual aceleracionista proviene del desarrollo teórico del colectivo CCRU, co-fundado por Nick Land, hoy un exponente declarado de un posthumanismo anti-humanista y fuertemente reaccionario. Sin embargo, no creo que la atracción preponderante que el planteo produce en las nuevas expresiones de la derecha –y la resistencia que en cambio genera en tradiciones anti-capitalistas– sea un fenómeno que pueda reducirse a ser explicado unilateralmente por el origen cronológico de la experiencia teórica.

Sospecho, en cambio, que el problema del aceleracionismo de izquierda está en haber puesto su esfuerzo argumentativo en combatir los que consideran son vicios de la “izquierda folk”, errando así la elección de sus batallas. Pues oponiéndose al efecto inmediato de las manifestaciones localistas que llevan adelante las aisladas expresiones del anti-capitalismo en la actualidad, el aceleracionismo pretendió aglutinar a esa heterogeneidad de luchas particulares en una “nueva imagen de futuro” unificada, alcanzable en la medida en que se acelera –es decir, se promueve– el lineal desarrollo de la tecnología hacia su estado de ópima productividad y automaticidad. Esto es particularmente patente en el planteo xenofeminista, que exalta las bondades de la tecnología y del pensamiento especulativo como vías directas hacia el horizonte de la abolición del género –redoblando la apuesta hecha por la histórica meta de la abolición de la clase. En ese afán de universalizar el sentido del porvenir, el aceleracionismo re-versiona la hipótesis de la marcha unidireccional y progresiva de la historia hacia su propio fin –que conlleva, como sabemos, la problemática suposición de que la eliminación del conflicto es posible. Se trata de una pretensión de dar con objetivos universales a costa de la homogeneización de la pluralidad de temporalidades y realidades específicas que conforman la complejidad histórica del presente. Invocando la posibilidad de un futuro no-capitalista, el aceleracionismo busca combatir el horizonte homogéneo que el realismo capitalista –diagnosticado por Mark Fisher– impone y presenta como inevitable; pero en ese intento no hace más que reproducir –aunque en sentido inverso– la lógica histórica del capital, sosteniendo que la salida debería universalizarse porque en el fondo es una sola, está predeterminada y por eso para alcanzarla es suficiente la aceleración de una serie de procesos automatizados.

Se trata así de una repetición de fórmulas propensas al determinismo, presentes además en la historia de la misma izquierda que el aceleracionismo busca combatir. Y que combate reapropiándose –de manera consciente y provocativa– de términos cargados de historia para resignificarlos; por caso, el concepto de alienación, que para Marx nombraba una forma material de explotación que debía ser transformada, en esta loa a la aceleración tecnológica forma parte de una narrativa de la resignación frente al potencial destructivo del capital que, desde su perspectiva, debería resultar deseable por sus potencialidades para liberar las capacidades especulativas del pensamiento. Así, para mostrar los límites de la izquierda histórica, el aceleracionismo acepta la inscripción inmanente de la humanidad en el estado de cosas capitalista y se propone trabajar con lo que hay. El problema está en que se enfoca en una dimensión específica de lo que hay: dejando de lado la materialidad de las formaciones sociales e históricas en su especificidad, se refiere únicamente a las modalidades actuales de la explotación como condiciones de posibilidad de desarrollo del pensamiento abstracto y de la tecnología emancipada de lo humano. De este modo, el razonamiento aceleracionista pierde de vista al verdadero enemigo, pues pierde de vista que el problema es, justamente, lo que hay. Lejos de alterar la lógica histórica y productiva del capital, se estanca encontrando vetas del sistema que pueden ser potenciadas o aceleradas, pero nunca transformadas. Su lucha contra los términos históricos de la izquierda resulta contraproducente, pues además de fortalecer en lo inmediato a posturas reaccionarias que discuten con esa misma izquierda, a la larga el aceleracionismo no consigue la solidez teórica que pretendía, reincidiendo en conjeturas –sobre el fin de la clase, el género, el conflicto o la historia– ya largamente problematizadas por la propia izquierda.

No tengo certeza de que sea casual la pregnancia de la idea de la aceleración en los discursos de la modalidad específicamente europea de las nuevas derechas. Tal vez ocurra que el telologismo finalista es, nuevamente, mejor recibido allí donde –gracias a la ausencia de yugos colonizadores– es más plausible pensar que la historia es universal y lineal. No lo sé. Pero pareciera que al menos allí, la hipótesis del fin de la historia sigue siendo un consuelo frente a la derrota, aunque esta vez lo sea del otro lado de la vereda ideológica. En cambio acá, la desconfianza frente a cualquier atisbo de determinismo se extiende profundamente hace décadas por toda la región. Si la invitación del aceleracionismo de izquierda era la de volver a imaginar el futuro, es importante aceptarla; pero evidentemente no podemos perder de vista que no resulta deseable imaginar un futuro único a costa de simplificar la pluralidad propia de la historia y del presente. Pues el futuro sin historia no es futuro sino utopía. Ya en Marx estaba señalado que en las periferias del capitalismo, la idea de acelerar el paso por etapas hacia la exacerbación de contradicciones no tiene asidero: allí donde el capital no alcanza una forma específicamente proclive a la aceleración, probablemente nunca lo haga, pues se trata de otra temporalidad que requiere de otra estrategia para la emancipación. En los bordes del capitalismo también somos conscientes de que no hay afuera del capitalismo, la diferencia está en cómo imaginamos la hipotética salida: el aceleracionismo constituye una narrativa de la resignación frente a la inevitabilidad de una teleología dirigida por la técnica; lo que puede ser pensado desde otras izquierdas que resisten con la historia –y, por tanto, desde cierta melancolía–, es que si bien podemos dar con elementos de la explotación y de la acumulación que son universales, no hay horizonte universal inmediato o evidente frente un mapa temporal complejo que se resiste a ser acelerado en un sentido unívoco, sencillamente porque constituye el resultado de la confluencia de historias de opresión e imágenes de liberación y de futuro que resultan tan heterogéneas como irreductibles.

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