Elogio de la abstracción

Pablo Pachilla

 

El término “abstracción” tiene mala prensa. Y sin embargo, a menos que seamos como Funes, no dejamos de abstraer, es decir, de poner entre paréntesis diferencias no relevantes en determinado contexto, aunque puedan volverse relevantes en otro. Las abstracciones no sólo son útiles para el pensamiento y la técnica, sino que configuran nuestra experiencia, nuestros modos de vivir, sentir, recordar, anticipar y desear. ¿A qué se debe, entonces, ese aire denso, naftalinoso y lleno de ácaros que se nos hace inmediatamente presente cada vez que invocamos su nombre?  A que pensamos que las abstracciones están alejadas del mundo, que lo importante es lo concreto. Hay allí un presupuesto importante: sólo existen los particulares. La generalidad, los tipos o clases de cosas, los patrones, las regularidades, existen sólo en nuestras mentes. Como sostiene Eduardo Kohn, se trata de un supuesto profundamente antropocéntrico y excepcionalista que va en sentido contrario a la autopercepción asociada de quienes suelen odiar las abstracciones y, por extensión, la teoría (y por extensión, a veces, a quienes teorizan). Pero si nos ponemos a indagar un poco, es absurdo pensar que otros animales no abstraen e incluso que los seres vivos de otros reinos no abstraen: abstraer es seleccionar lo relevante en una situación, y buscar una fuente de nutrición implica poder realizar una selección tal. Y si algo enseña la ecología es que el modo en que una sociedad (de arañas, hongos o helechos)  abstrae impacta en los modos en que otras sociedades abstraen, dando lugar a una dinámica que hace proliferar formas ideales de modo transindividual y transespecífico que repercuten sobre la materia llamada “inerte”.

 

Pero extendamos los ejemplos más allá del mundo vivo. Deleuze y Guattari hablaban de “máquinas abstractas”. Las personas jurídicas, el estilo de un autor, Argentina, el patriarcado, los dioses, el socialismo, la memoria colectiva y la comedia musical son máquinas abstractas. Los hiperobjetos como el cambio climático son máquinas abstractas. Sigamos con el caso de las naciones: no son particulares salvo comparativamente, no son sensibles aunque incluyan sensibilia, tampoco son materiales si bien son inseparables de una materia, pero ejercen una influencia en la realidad. Pueden ser apropiadas y reutilizadas de múltiples maneras. La noción de máquina abstracta tiene dos ventajas: en primer lugar, visibiliza la agencia de estructuras o entidades generales, no particulares; en segundo lugar, pone en el mismo plano a las grandes y a las pequeñas agencias, más allá de la diferencia de magnitud o de tamaño. Hay rizomas que forman un bulbo, un centro alrededor de una parroquia, de un pueblo, de una ciudad. Incluso una entidad movediza y esquiva como el capital tiene sus centros relativos. Cuando Mark Fisher defiende las «abstracciones reales» en contraposición al «empirismo payaso» se refiere a esta misma idea de estructura, máquina, agenciamiento o como se lo quiera llamar: la idea de entidades o instancias no particulares, pero muy reales. Reivindicar su existencia o subsistencia es un imperativo tanto teórico como político. La izquierda no está (al menos no toda) en contra de las personas capitalistas, sino del capitalismo, y ahí hay una diferencia abisal. Las naciones y los pueblos (o «el pueblo») pueden significar muchas cosas distintas, pero nunca nadie va a ver a la nación ni al pueblo, y sin embargo nadie va a negar que existen.

 

Miento: Thatcher lo negó en su famoso discurso («there’s no such thing as society; there are individual men and women and there are families»), y el liberalismo tiene una tendencia marcada a negar las «abstracciones» (al menos, aquellas que le conviene negar). Entonces, reivindicar las abstracciones es también un gesto necesario de contraposición al nominalismo capitalista. Es en parte una apropiación desviada, como pasó con «queer» o «putx», pero más aún, es una reivindicación: eso que ustedes, liberales explícitos o encubiertos, llaman abstracciones, actúa efectivamente en la realidad. Es sólo un primer paso, porque después viene la parte de no reivindicar cualquier abstracción, sino de pasar al énfasis en la segunda ventaja mentada: si las abstracciones agentes proliferan, por más que haya algunas que se atribuyan la agencia de muchas otras (formando un centro), eso no significa que sean las únicas que existen. No se trata de defender a las máquinas abstractas en general en un sentido ético: se trata de aceptarlas ontológicamente, para poder tener más claro en contra y a favor de qué estamos. Inclusive, qué sentidos le queremos dar a las distintas máquinas, cuáles queremos fortalecer y hacia dónde, y cuáles queremos debilitar en función de utilizar la vitalidad que subyace en ellas en favor de otras abstracciones que también estén presentes en los mismos cuerpos. El lenguaje y la praxis tienen ese poder de «hacer cosas con palabras» o, más bien, de cambiar el orden de las cosas y, de ese modo, de cambiar las cosas mismas. Para eso es necesario tener en claro que hay órdenes de cosas que van más allá de nuestras sinapsis y sus efectos, que no son inmutables, que no son buenos sólo por estar dados, y que actúan aunque no sean hombres y mujeres individuales, o familias.

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