El alma es una piedra

Santiago Ciordia

Descubrir puede ser sencillamente el acto de quitar algo que cubre y no necesariamente acceder a lo que hay detrás. Uno puede descubrir con los ojos vendados (…) Se puede descubrir algo que nadie puede ver. – Juan Cárdenas

Ya verás / Las hojas en el aire pueden inquietar / Formas que se buscan / Pero en calma / La noche / ha de brillar / Tal vez.  – Luis A. Spinetta – Roberto Mouro

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Objetos raros, cosas imposibles, sacadas de otro tiempo. La voz de su amo. Por ejemplo en Mark Barraud: la pintura de un perrito que oye imantado la voz de su difunto amo en un gramófono. Funciona como un circuito electromagnético: el drama del perro se expresa en un plano de tensiones donde circula energía que se perderá infinitamente en una trágica descarga a tierra. La distribución de los cuerpos en un triángulo oculto y la paleta de colores. Una historia quebrada, fragmentada, una oposición de fuerzas que engendra nuevas oposiciones, fugas.

No importa lo mucho que nos abismemos en el cuadro, algo en él rechaza nuestra mirada. El enfoque clínico, transparente, cegador, de las luces eléctricas, velan el desciframiento que propicia la oscuridad: sólo se puede leer a oscuras, como quien pone su tacto, su gusto, su olfato a leer en un quipu –esas cuerdas de lana, con nudos, que las civilizaciones andinas usaban para almacenar información-. Si la luz quirúrgica nos obnubila, solo nos queda “avanzar” encomendando el alma al camino, al borde mismo de las tinieblas, confiando en el mínimo fulgor estable que nos depara el brillo antiguo de las piedras. Ahora podemos empezar a descifrar algo, a remover capas, una detrás de otra, hasta comprender que las cosas remiten a otras o devienen otras, desbordando hacia los márgenes de la percepción y la memoria. Solo ahora vemos el cuarto de máquinas del paisaje, sus engranajes, su complejo sistema de apariencias, eso que de día nos parece tan bonito, tan inmóvil. Solo ahora vemos los guiños que los objetos nos hacen pidiendo ayuda para salir de una situación comprometedora, pero en vez de descifrarlos permanecemos hechizados observando esta extraña faceta. Si la luz vuelve de golpe, estamos expuestxs, equivocadxs.

En nuestro andar nocturno, el chorrito lumínico de una linterna sorprende e inmoviliza al follaje, que se retuerce de disgusto por la fealdad de la luz; también el sonido puede perturbar: a plena luz del día, el vaivén del viento en el maizal parece fingido, artificioso, después de un bocinazo. Resulta inquietante cómo cambian los espacios después de un ruido estridente. En lugar de oponerse a las fuerzas, a veces, las cosas se dejan atravesar y vibran en silencio. Tal es su papel: reinstaurar el silencio, operar en secreto. Podríamos no advertir que somos marionetas aún de los objetos que creemos controlar. El país de la pulsión de muerte, por su parte, nos envía señales, voces del inconsciente, a través, por ejemplo, de un tocadiscos, cuando acercamos su púa a la superficie del vinilo y sintonizamos inesperadamente una emisora random donde el machismo cuenta sus chistes.

Ninguna explicación psicológica para nuestra conducta. Debemos buscar el alma en otra parte.

 

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Párrafos de un apresurado collage de imágenes-pensamiento a partir de la lectura del libro de cuentos-ensayos de Juan Cárdenas Volver a comer del árbol de la ciencia. Un libro que podría, quizás, ser leído como una serie de experimentaciones filosóficas, tanteos que narran un murmullo sensorial, desde una perspectiva donde “la razón y la sensibilidad se confunden y forman una sola máquina perceptual”. Un conjunto de relatos que tal vez insinúen una fórmula que nos ayude a imaginar cómo sería asumir aquella propuesta de Timothy Morton a entrar “en sintonía con la rareza de las cosas”.

Recordemos que, para Morton, la Tierra está en un gran problema debido a las consecuencias de la filosofía encarnada por los humanos dentro de la vida moderna. Al igual que Latour, el teórico inglés plantea que ella presenta dos opciones: o bien hay una esencia oculta (relaciones sociales, mecanismos pulsionales inconscientes, átomos, evolución, etc.) que se esconde tras las apariencias, o bien no hay esencia alguna. La propuesta –a la que no deberíamos, según entendemos, llamar “superadora”– es que “hay una esencia, y está justo aquí, en el objeto resplandeciente con sus cualidades incluso en retirada”. Parece como si la objetualidad fuera un estar escapando hacia los márgenes de lo perceptible hasta perderse. La consecuencia es que toda perspectiva está constitutivamente extraviada.

La extrañeza es una condición del ser de las cosas, algo que hace temblar desde dentro nuestros conceptos. Esto debería, en un mismo movimiento, liberarnos y aterrorizarnos, en un potente efecto siniestro que, a su vez, abre una nueva era de investigación y una nueva ética: algo comienza después del fin del mundo.  Es la perspectiva del no-yo, que nos acerca a la muerte, al futuro, a lxs otrxs. Estamos habitados por esos elementos al tiempo que los habitamos. Somos extrañxs para nosotros: nuestra intimidad con la Tierra. “Hemos perdido el mundo, pero ganamos un alma; las entidades que co-existen con nosotros empujan en nuestra conciencia con más y más urgencia”. Pero ¿Qué sería, en este caso, un alma? Sin dudas no una cosa que piensa, ontológicamente escindida, ni la idea correspondiente a un cuerpo, ni tampoco una sustancia inmortal atrapada en la carne. Tampoco sería en lo más mínimo un marco conceptual. Si el alma es lo que nace cuando perdimos el mundo como fundamento que da sentido a los acontecimientos, entonces el alma es la intimidad, la conexión con los demás existentes, aquello que entrama el ser de las cosas dirigiendo la conducta.

Los conceptos que dan marco teórico a esta ética, resitúan el a priori trascendental kantiano en los objetos, los cuales emiten zonas –espacialidad, temporalidad– dentro de las cuales es posible actuar, condicionamientos inter-objetivos, directivas. Pero ¿qué pasa cuando lo que nos condiciona o dirige es en sí mismo un enigma? El conocimiento de las cosas incrementa nuestra extrañeza. De hecho, es la lógica interna de la ciencia y no nuestros esfuerzos, lo que, siempre siguiendo a Morton, llegó a cierto límite inaugurando este nuevo capítulo de la historia.

¿Cómo nos guía lo raro? Según Mark Fisher, lo raro consiste en un tipo de perturbación que tiene lugar a partir de la presencia de algo erróneo, algo que no debería estar ahí. Pero si lo erróneo está ahí, debemos advertir que el error no está en la cosa: lo erróneo no es erróneo. Son en cambio nuestras concepciones, las categorías que usamos para dar sentido al mundo, las que están equivocadas. La actitud del “frente de modernización” (Latour) sería quizás reformular aquellas categorías en virtud de ese elemento extraño, otorgándole un sentido que permita conocerlo. Pero no parece ser la única actitud posible: la idea de “sintonizar” rebasa y tal vez integra lo que solemos llamar el conocimiento. Cuanto más conocemos una cosa, más extraña nos resulta. Cuanto mayor es la sensación de extrañeza, de perturbación, incluso de irrealidad, más realidad podemos atribuir a la fuente de dicha sensación, ya que lo real del objeto se sustrae a toda relación (Harman). La “realidad” funcionaría en este caso como aquello que cabe en nuestras categorías. Lo Real es el ser de las cosas, al que nuestros conceptos e intereses tienen sin cuidado.

Fisher aborda lo raro en la obra de Lovecraft apuntando que la fascinación por lo raro que termina por destruir a los personajes de sus historias. Describe el fenómeno como algo que mezcla dolor y placer, y lo acerca al concepto psicoanalítico de goce. Algo similar podemos ver en Un verdor terrible, obra literaria inclasificable de Benjamin Labatut: los científicos sienten horror ante las consecuencias materiales y filosóficas de sus descubrimientos. La singularidad de Schwarzschild, por ejemplo, se lleva puestas todas las intuiciones (existentes aún hoy, podemos decir) sobre la realidad. Ser demasiado realista, asumir la perspectiva tranquilizadora del realismo ingenuo, no es conducente para descifrar el enigma de las cosas: es preciso sacarse los ojos para ver. Es que no se trata simplemente de ver objetos en el mundo que habían pasado inadvertidos: la realidad misma, el mundo, entra en cuestión en el choque con lo Real.

 

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Un niño ha quedado al cuidado de una amiga de sus padres, los cuales huyen del terrorismo de Estado, en un barrio cerrado de Bogotá. Se siente libre, más libre que nunca, pese a la condición de no estar autorizado a salir a la calle, de pronto ve la puerta abierta y huye extraña e inesperadamente. Pero como sucede en los relatos de Cárdenas, no es la psicología el motor de la acción. Hay un cierto materialismo en el relato: lo que antecede al movimiento sorpresivo no es un pensamiento o deliberación, sino una descripción de los objetos que afectan o circundan la percepción del personaje. Entre otras cosas, “el cerro de Guadalupe, tocado con una telita de neblina, era como un gigantesco morro de criptonita, del que salían y entraban pájaros”. No se aclara la relación que estos elementos tienen con la conducta, todo aparece como una pura contingencia.

Como expresa Morton a propósito de ciertas imágenes, la niebla acentúa la intimidad, su inquietante insignificancia obliga a la perturbadora experiencia de la cercanía. Posiblemente la razón es que desaparece el fondo, todo se desplaza a una única dimensión. Desaparece, en una palabra, la categoría de mundo. La filosofía encarnada por el capitalismo es la de la Naturaleza como “plaga gris”, una metáfora tomada de la pesadilla futurista de un universo exterminado por nanorobots que se reproducen hasta colmar el espacio. La plaga gris debe ser transformada y es un concepto vacío, una pura abstracción: lo que entra por la puerta de la fábrica, leña, mano de obra, tuercas. Sólo será algo y valdrá algo cuando el trabajo genere valor convirtiéndola en mercancía. La criptonita, por su parte, es un material compuesto de kriptón, cuya etimología nos lleva a la idea de lo oculto: es lo que debilita a Superman, y es la “plaga verde” que acabó con los Kriptonianos. La filosofía de Superman debe ser trascendida por una ética que abandone la idea de superación, la búsqueda de “lo meta”, y se haga amiga de la criptonita, como el niño que se perdió en las calles de Bogotá en el final de ese relato quebrado. No hay “más allá”, todo está envuelto en la misma niebla como en las alas de un insecto enorme.

Los objetos son mensajes encriptados, señales del futuro, alusiones a una realidad que a su vez son la esencia misma de lo real. El universo está fragmentado en entidades discretas, de lo contrario no existiría el movimiento. Todo muy raro, pero ¿y si así son las cosas? ¿Abandonamos el comportamiento ideológico o reforzamos la magia espectral de los objetos potenciando nuestro fetichismo? Si una ontología no nos conviene ¿podemos abandonar sus exigencias? ¿Hemos perdido la crítica al neutralizar la distinción entre apariencia y realidad? ¿Podemos encomendar el alma al camino, al filo de las tinieblas, para sintonizar con la rareza de las cosas? ¿Es deseable? ¿Dónde está el deseo?

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