Del tamaño de un insecto

Jazmín Acosta

 

También llegué al escarabajo, y le pregunté por la vida: por sus costumbres de otoño, por su armadura lineal…  / Nada más hermoso que tú, insondable escarabajo, sacerdote de las raíces, rinoceronte del rocío, le dije, pero no me dijo. Le pregunté y no contestó. Así son los escarabajos. 

Pablo Neruda

 

Hasta ahora, los entomólogos han relevado y descrito la existencia de más de un millón de especies de insectos sobre la Tierra. Es el grupo de animales más diverso que conocemos, y se calcula que hay muchas otras especies aún no relevadas (entre 6 y 10 millones). En su cuasi desapercibida pequeñez, los insectos representarían más del 90% de las formas de vida que habitan nuestro planeta.

Salvo que seamos especialistas, nuestro pequeño ojo humano no está muy entrenado en identificar sus peculiaridades o en distinguir sus diferencias. Sea porque algunos insectos son bastante similares a otros en apariencia (he ahí las maravillas de la mímesis y la adaptación), sea porque en realidad nunca les prestamos demasiada atención (al punto que los ojos no expertos necesitamos una guía para percibir cuándo un insecto sufre de anormalidades o está enfermo, cosa que no suele ocurrir con otro tipo de animales), la mismísima pérdida de insectos es un evento que resulta difícil tanto de percibir como de mensurar, de cuantificar. Si nos dirigimos al campo en un día de verano, esperaríamos ver abundancia de libélulas, mariposas, abejas y otros bichos cuyos nombres ignorados sustituimos, muchas veces, por nombres poéticos o alegóricos (la “mantis religiosa”- insecta del orden Mantodea, familia de las Mantidae-, la “vaquita de San Antonio” o “cochinilla” –insecta del orden de los coleópteros, familia Coccinelidae…). Lo cierto es que varias especies comunes de bichos se están volviendo, cada vez más, una rareza. No sólo en ésta, sino también en otras latitudes. Como vienen advirtiendo los científicos desde hace un buen tiempo, es un hecho que la biodiversidad de insectos disminuye: no sólo su variedad sino también su número (calculable en términos de biomasa, es decir, por peso de los insectos que son atrapados en las trampas de control). En los últimos años, en una sola región de Alemania, la población de insectos voladores en reservas naturales disminuyó casi en un 80%. Se estima que la población de mariposas monarcas en EEUU cayó un 90% en los últimos 20 años (una pérdida de 900 millones de individuos); y que el abejorro de parches oxidados, que alguna vez vivió en 28 Estados, cayó en un 87% en el mismo período (“Insects are in Serious Trouble”, Eric Young, The Atlantic, 2017). Lo que resulta sobremanera inquietante es que, a diferencia de lo que sucede con especies más grandes, los insectos pueden desaparecer sin que lo notemos. De hecho, los entomólogos comenzaron a estudiar en detalle la desaparición de los insectos a partir de una percepción generalizada de las personas según la cual, simplemente, no se veían más insectos. En su jerga, lo denominaron “efecto parabrisas”, refiriéndose así al escasísimo número de insectos que quedan pegados en los parabrisas de los autos hoy (si emprendemos un viaje al campo), en contraste con los muchos que, notoriamente, quedaban en los vidrios hace no más de dos décadas atrás.

Este fenómeno de pérdida no estaría relacionado (solamente) con la existencia de plagas naturales como virus, parásitos u hongos que también afectan a los insectos, sino con la desaparición de otras especies, con la deforestación, con el uso de agroquímicos y pesticidas, con los incendios forestales incontrolados, con los mismísimos cultivos, con la polución ambiental, e incluso con las mínimas, aunque continuas, dosis de radiación que emanan de las plantas nucleares, hayan sido éstas o no, alguna vez, causantes de desastres ambientales. Un informe de campo de la ilustradora científica Cornelia Hesse-Honeger, realizado a partir de relevamientos de insectos que habitan zonas aledañas a plantas nucleares (incluidas Chenrobyl y Fukushima), entre 1989 y 2017, muestra que, pese a las afirmaciones de los expertos en sentido contrario, la radiación artificial, aún en dosis muy bajas y consideradas según ellos como no letales, sí afectan y dañan a diferentes clases de organismos, incluidos los insectos. En “Downwind…Radioactive Insects” (Feral Atlas) podemos observar cómo numerosos ejemplares de insectos sufren deformidades que afectan sus funciones gracias a esas continuas dosis de radiación.

Al igual que cualquier otro bicho de mayor envergadura, los insectos son piezas fundamentales de los ecosistemas. Su papel en la cadena trófica es esencial: no sólo son alimento de aves, peces, reptiles y mamíferos; también reciclan desechos y son grandes polinizadores. Aproximadamente el 80% de la vida vegetal del planeta está formada por plantas con flores, que requieren de la polinización para reproducirse. Sin insectos no habría plantas, sin plantas no habría alimentos, ni para nosotros ni para otros animales. Consultados los expertos acerca de cómo sería el mundo sin insectos, dos palabras se repiten, invariablemente, con preocupación y con horror: “apocalipsis”, “caos”. Como advierte Brooke Jarvis en “The Insect Apocalypse is Here” (2018), sin insectos la Tierra sería un páramo desolado, con escasas formas de vida, plagado de barro y de heces.

 

Empatía

Nos sentimos más cerca de un delfín o de un mono que de una cucaracha (a menos que seamos, tal vez, parientes solícitos de Gregory Samsa). ¿Por qué? ¿Será que tal vez, de entre todos los vivientes, son ellos quienes, desde su diminuta impredictibilidad, nos causan más extrañeza que simpatía, cuando no temor, o hasta cierta aprehensión, quizás…? ¿Aun cuando hay insectos a los que podemos llamar-desde nuestra parcial perspectiva- hermosos? ¿Será por su “insignificancia”, por la dificultad que tenemos en apreciar sus labores, su eficacia, su importancia en el entramado del mundo? ¿Qué seres despiertan nuestra sensibilidad? ¿Por qué pareciera que algunos seres la despiertan más que otros? ¿Podemos pensar en términos tales como afinidad y cercanía más allá de lo que estos términos designan desde el punto de vista de la clasificación científica de las especies? ¿Qué nuevas formas de relación podemos establecer -o inventar– entre “sensibilidad” y “conocimiento”?

Cualquiera sea la respuesta a estas preguntas (y volveremos más adelante a intentar ensayar al menos algunos indicios), dependemos para existir de una vasta red de criaturas, grandes y pequeñas. De formas de vida que nos pasan desapercibidas hasta que, de pronto, es su ausencia la que nos recuerda que, alguna vez, estuvieron allí. Esto sucede en mayor medida con aquellas especies llamadas “comunes”. Las “especies comunes” son aquellas cuya persistencia en el tiempo damos por sentada en virtud de su número, de su abundancia: palomas, moscas, hormigas, mosquitos… (Y, claro está, humanos). Es por esta razón, por su carácter de “común”, que los ambientalistas y conservacionistas (algo paradójicamente), en muchas ocasiones llegan tarde. Y es que la mayoría de las especies no son “comunes”, por lo cual –en teoría– sería más fácil percibir cuándo una población determinada está siendo diezmada. Las especies comunes son, en consecuencia, más desatendidas. No obstante, por su abundancia, son las que motorizan los ecosistemas vivientes del planeta (ver por ejemplo “Tragedy of the Common”, J.B Mackinnon, Pacific Standard, 17 de octubre de 2017). Y esto es lo que hacen, precisamente, desde algún rincón del aire, desde la corteza de los árboles, desde el revés de las hojas, desde el fondo de algún terrón húmedo, desde alguna cueva imperceptible, los insectos.

Sabemos que la extinción se conjuga en plural pero que tiene, además, sus declinaciones: se habla por ejemplo de extinción funcional cuando animales y plantas declarados extintos “están presentes aún, pero ya no tienen la prevalencia suficiente como para afectar el modo en que funciona un ecosistema” [Mackinnon, Ibid.]. Se designa entonces a este fenómeno como la extinción no de una especie, sino como la extinción de todas sus antiguas interacciones con su ambiente. De este modo, una especie puede estar en la práctica extinta aun cuando sobrevivan unos cuantos ejemplares de ella. Trágicamente, el salvataje de un par de especímenes, de “los últimos de” tal o cual especie, nos habla más bien acerca de una salvación del orden de lo simbólico que de una salvación real (conservamos un ejemplar, y esto nos otorga cierto efímero consuelo; véase el caso de la extinción de la paloma migratoria, tan conmovedora y bellamente descrita por Vinciane Despret). Para que una especie sobreviva, es necesaria la variación genética, lo cual sólo es posible cuando, de cada especie, existen ejemplares en un número suficiente (cosa que ni siquiera el biobanking puede garantizar). ¿Sabemos cuántos insectos de cada especie existen? Después de las fumigaciones, los desmontes, las quemazones, ¿serán suficientes? ¿Se perderán algunos? ¿Cuáles? ¿Cuántos? Estas preguntas son muy difíciles de ponderar. Los relevamientos parciales realizados en algunos países europeos han recurrido a la ayuda de observadores amateurs para poder contabilizar el tipo y cantidad de insectos existentes, y sólo en ciertas zonas. La contabilización y seguimiento de la evolución de los diferentes tipos de insectos, de su aumento o de su declinación, aseguran los expertos, lleva décadas. Y es un trabajo de hormiga.

Así las cosas, es muy posible que haya, incluso, menos especies o menos ejemplares de las diferentes especies de lo que se cree. Que una especie decline en número, incluso que se extinga, no es por sí mismo algo que no ocurra en la naturaleza (es quizás, incluso, su ley misma). Pero cuando nos encontramos frente a la desaparición numerosa, masiva, de más de una especie -de muchas, y en diversos entornos, y en periodos de tiempo cada vez más cortos-, más temprano que tarde otras especies sufrirán las consecuencias. El ecosistema, en el que diversas formas de vida coexisten de manera integrada, se desordena, pero cada vez se volverá más dificultosa, menos exitosa, su estabilización. En el tiempo, con el tiempo, las pequeñas extinciones en plural conducirían, eventualmente, a la desaparición completa de formas de vida animales y vegetales. El paso siguiente sería la aniquilación biológica total, una amenaza siempre en ciernes que, no obstante, parece resonar todavía, para algunos, como frase de alguna película de ciencia ficción. El “efecto parabrisas” (y los subsiguientes resultados de los relevamientos, tan complejos de realizar) indican que estamos creando, cada vez más rápido, un mundo menos diverso, cada vez más vacío, cada vez más pobre. Y en el que estaremos, presumiblemente, cada vez más solos… [*]

 

Qué hacer

Vivimos en una casa que se quema, pero no vemos ni olemos el humo. Con algo de suerte, llegado el caso, algunos pocos verán las cenizas que quedan tras la destrucción. ¿Somos insensibles al daño, o preferimos negar la evidencia empírica? O se desconfía de la evidencia tratándola como hipérbole, o se prefiere anunciar que, ya demasiado tarde, nada más puede ser salvado. Negación y resignación son dos formas, o las dos caras, de la moneda de la inacción. Evocando las palabras de Xiuthzecatl Martinez, quizás sea cierto que hay un punto en el que pareciera que no es el planeta el que necesitara ser salvado, sino nosotros (“el planeta no necesita ser salvado. Nosotros sí”).

No hay nada más variable ni más inasible que las “sensibilidades” a través de la historia y de las culturas. Se da por sobreentendido que la sensibilidad es también algo que (como las plantas), “se cultiva”. Si es cierto además lo que afirma Nina Holmgren, a saber, que “la pasividad humana es el principal problema del cambio climático”, se hace imperioso incorporar en nuestras narrativas acerca del mundo nuevas formas de (cultivo de la) sensibilidad (tal como intentan hacer, entre otras cosas, Anna Tsing, Vinciane Despret, Donna Haraway). Las narraciones de estxs autorxs describen el modo en que otros seres habitantes del planeta se relacionan con su medio, y/o ciertas prácticas que lxs humanxs desarrollan junto con otras especies, y cómo, en ambos casos, se requiere por parte nuestra de un tipo de atención especial, diferente. La interacción con otros seres nos exige (y nos conduce hacia) un cierto descentramiento que, suponemos, debiera de algún modo activar en nosotros alguna clase de (re)acción que, en el mejor de los casos, nos condujese a actuar de otras maneras en relación con esos seres. Convivir con ellos, observarlos, dejar que nos digan cosas nuevas sobre sí mismos y sus interacciones con el mundo (y con nosotros) de maneras antes inimaginadas: sólo así podremos componer con ellos nuevas formas de ver y de hacer (en el) mundo y ensayar nuevas formas de cohabitabilidad con las otras especies. No se trata sólo de cuestionar nuestros supuestos epistemológicos antropocéntricos; se trata también de volvernos sensibles a otros modos de acción e interacción. Idealmente, recíprocamente, aprenderíamos de ellos, y seríamos más sensibles e imaginativos para visualizar también, de otros modos, nuestro propio lugar en el mundo.

No obstante, podríamos preguntarnos si alcanza sólo con narrar las experiencias, más o menos singulares, de algunos investigadores, con unos cuantos trabajos de campo, con sus descripciones y sus revisiones de las epistemologías subyacentes a nuestros modos habituales de observar la naturaleza, de interactuar con ella, etc. No ya para sensibilizarnos, sino para que las acciones concretas necesarias para frenar la catástrofe en ciernes tengan, por fin, lugar. A juicio de Benjamin Bratton, semejante descentramiento epistemológico (anti-antropocéntrico), que en parte él vincula con cierta narrativa “nostálgica” de una “ingenua izquierda folk mitologizante”, no habría contribuido mucho a mejorar las condiciones de habitabilidad del planeta. Lo que Bratton apunta en su libro sobre la terraforamción es que es imperativo dejar de “contarnos tantas historias” para, en cambio, “comenzar a hacer planes”. En algún punto, este tipo de señalamiento evoca la vieja cuestión de la relación entre teoría y praxis (que, mutatis mutandis, podría pensarse también en relación con la cuestión de la relación entre praxis y sensibilidad, o sensibilización-praxis). Parte de esta crítica se deja entrever cuando, por ejemplo, Bratton se refiere al efecto perspectiva: la adquisición de una perspectiva única y total de nuestro planeta lograda “desde afuera” (desde el espacio), la concienciación acerca del carácter único de nuestro planeta -parecieran suponer los astronautas recién llegados de los primeros viajes espaciales-, debiera ser suficiente para conducir a una valoración de su importancia, primero, y a una necesidad de actuar en consecuencia (en aras de su preservación y cuidado) después. La sola adquisición de una nueva perspectiva, por más total o única que sea, parece sugerirse, no bastaría para transformar la realidad. La sensibilización ante el espectáculo único de nuestro planeta en la soledad del espacio (el efecto “perla azul”), no redunda necesariamente en la puesta en práctica de ningún “plan de salvataje” tendiente a proteger lo más preciado que tenemos. Pero quizá podamos rodear esta cuestión de otra manera. Por contraste con las narraciones de Tsing o de Haraway, las fuerzas que la terraformación requiere movilizar son de vasto alcance y enraízan profundamente, y de manera transversal, en diversos campos de la natu-cultura humana (implican rediseños económicos, científicos, geopolíticos, geofísicos, etc. a grandes escalas). Desde la perspectiva de la planetariedad, el problema de la desaparición de insectos, presumiblemente, será dejado en manos de genetistas (solucionismo tecnológico), con la vastísima red de implicancias que esto comporta y los problemas prácticos (y éticos) que acarrea, y que no podremos abordar aquí (y que quizás se resuman bajo un título, muy genérico: “sobre los límites del diseño”). Desde una perspectiva narrativista, no obstante, “terraformación” bien podría ser (también) el nombre de otra historia que nos contamos. Si esto es así, entonces la vieja cuestión de la relación entre teoría y praxis (y sensibilización y praxis) puede ser reconducida hacia la pregunta por la eficacia de nuestras historias.

 

Gestos… ¿Comparables?

En un famoso pasaje de Kant de la Crítica de la Facultad de Juzgar acerca de “lo sublime en la naturaleza”, se nos insta a sentir terror ante la visión de una tormenta en la soledad de la montaña y de la noche. La exhortación “I want you to panic” de Greta Thunberg puede leerse no sólo como una advertencia y como un llamado a la acción inmediata, sino también -conjeturamos- como un llamamiento hacia una modificación de nuestra (capacidad de) afección, a nuestra sensibilidad. Ya que, como sugiere el corto de Holmgren -titulado, precisamente, con la exhortación de Thunberg-, parece que no vemos lo que es evidente. Es llamativo que, en el ejemplo de Kant, el sentimiento de lo sublime surge de una cierta “fascinación”: de una mezcla de terror y de admiración provocada por la percepción del contraste entre la potencia de las fuerzas de la naturaleza y nuestra propia pequeñez humana. Bajo las luces del rayo y el estertor del trueno (parece sugerirnos Kant) somos tan frágiles como un insecto.

Pero ¿qué se nos pide, exactamente, con estas demandas? Ante la pregunta (o el reclamo) acerca de cómo es que somos, o que nos hemos vuelto, “insensibles”, quizás de lo que se trata, a fin de cuentas, no es de dejar de hacernos tantas preguntas, sino precisamente (como sugerimos más arriba) de continuar haciéndolas, de continuar interrogándonos a nosotros mismos para llegar finalmente a hacernos, a nosotros mismos, “las preguntas correctas”. Desde una perspectiva narrativista, los enfoques de planificación a gran escala (a escala planetaria como la propuesta de Bratton) quizás no debieran pensarse como excluyentes (mal que pese a Bratton) respecto de aquellas perspectivas que, como las de Despret, Haraway o Tsing, intentan generar cambios (tanto en la sensibilidad como en la praxis) a partir de la consideración de formas de vida en apariencia “nimias” o “pequeñas”, lo suficientemente extrañas a nosotros como para movilizarnos un poco más allá de nuestra propia perspectiva (un hongo, un pulpo, un insecto). Resta, persiste, como cuestión, la de la mirada del anthropos que, como la de Medusa, cada vez que mira padece, tarde o temprano, en mayor o en menor medida, de una cierta “parálisis antropocentrista”, sino de algún resabio de viejo antropomorfismo (como advierte el poeta). Queda el consuelo de saber, hasta cierto punto, cómo son, o cómo no son, con nosotros, los escarabajos. Y queda también ese margen irrebasable de no-saber, ese salto imposible que, a la vez, permite singularizar, en su excepcionalidad, a cada uno de los seres.

 

[*]El controvertido ambientalista E. O. Wilson, recientemente fallecido, acuñó el término “eremoceno” -edad de la soledad-, para designar un periodo o momento en el que lxs seres humanxs habremos aniquilado gran parte de las otras especies vivientes, quedando así solos en un planeta devastado. Rescatamos, de momento, la fortaleza de la imagen, aunque se requeriría un examen crítico del término, cosa que no podemos hacer aquí. 

*Agradezco a Sebastián Negritto por el envío de “Deleting a Species” y su traducción, y a Pablo Pachilla por el envío de “We are all Very Anxious. Six Thesis On Anxiety and Why it Is Effectivley Preventing Militancy, and One Possible Strategie for Overcoming It”.

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