Chamanismo especulativo

Yani Solís

 

Cuentan que Albert Einstein a una edad muy temprana se preguntó qué vería si pudiera viajar junto a un rayo de luz. Una vida después, esa inquietud lo llevó a escribir la Relatividad General. Maxwell había demostrado que la luz es una onda electromagnética. Pero Albert sostenía que si pudiera viajar en paralelo y a la misma velocidad de la luz no vería una onda propagándose en el espacio libre; por el contrario, percibiría los valles y las crestas de la onda en un paisaje estacionario, fijo. Cien años después, en otras latitudes, Quentin Meillassoux, escribe Después de la finitud, una verdadera invitación a viajar a la velocidad del pensamiento por el espacio lógico wittgensteiniano.

Cuando se trata del pensamiento, la velocidad es un asunto de abstracciones. La capacidad de hacer juicios cada vez más abstractos es el motor que nos permite avanzar por las curvaturas espacio-temporales de las irrefutables masas de certezas lógicas. Esta habilidad de acceder a unidades sintéticas cada vez más abarcadoras –habilidad de la cual incluso Kant reconoció desconocer su origen– es precisamente la propulsión que puede hacernos escapar de la fuerza gravitatoria cercana a los grandes sistemas de pensamiento.

Ya subidos en la nave especulativa, Meillassoux, en principio, nos propone un viaje agradable hacia el pasado en busca de cierto archifósil, el cual parece estar conectado con nuestro futuro. “Finalmente, vamos a legitimar el discurso de la ciencia”, indica el filósofo. “Pues bien, vamos a ello”, responde el lector, abrochándose el cinturón sin sospechar que dentro de muy poco su mente va a retorcerse y comprimirse hasta transformarse en el mismo espacio-tiempo lógico de la correlación.

El ensayo es un viaje hacia el absoluto y por ello inicia su rumbo en la física newtoniana del universo kantiano: solo podemos conocer las cosas en tanto fenómenos que aparecen ante nuestra conciencia. Aquí, el tiempo es absoluto por lo que la velocidad de abstracción es una sola y para todos, la misma. Uno a uno van apareciendo los elementos del sistema. Frágil y empalidecida, la correlación débil es un planeta de pocas pretensiones. Su ley consiste, nos advierte Meillassoux, en que aunque no podemos alcanzar la cosa en sí, al menos podemos pensarla. La Ciencia vive allí; en silencio y sin pretensiones teje y desteje sus acuerdos intersubjetivos. Al final del viaje, con su carro de fuego y su corona de absoluto, a este mundo volverá el filósofo a impartir su justicia. Yo no lo acompañaré.

No tan lejos de estas coordenadas, la correlación fuerte impone su tamaño, es el Júpiter del sistema. Aquí, la cosa en sí no existe y, siendo el Ser contradictorio, jamás podremos acceder a él con nuestras precarias naves aristotélicas. Como dos melancólicas lunas, Heidegger y Wittgenstein orbitan alrededor de esta terrible certeza lógica. Sí, es imposible pensar una contradicción, pero no hablar de ella o incluso experimentarla. La correlación fuerte en su versión fideísta es el gobierno solapado de los absolutos religiosos. Tres asteroides nos pasan muy cerca: ¡Hay Dios! ¡Hay vacío! ¡Hay contradicción!

Cuando une se había acostumbrado a esos sutiles cambios de velocidad, la nave acelera de forma inesperada. Entonces, el envión me pega al asiento y por la ventanilla veo que el escenario ha cambiado dramáticamente. Estamos en el Imperio Galáctico de la Multiplicidad Deleuziana. Aquí, el tiempo es relativo para cada observador; aquí, todo se mueve y deviene. Se trata de la segunda decisión del modelo fuerte. ¡Larga vida a la correlación! Dado que la cosa en sí es impensable e incognoscible, mejor es olvidarse de ella y ofrecer la voluntad a la suprema relación sujeto-objeto. Enormes masas ontológicas atraen a observadores cuyas capacidades de abstracción no pueden (o no desean) superar la fuerza gravitatoria con la que son obturados y reterritorializados. Aquí todo se mueve a diferentes velocidades, pero bajo el inviolable axioma de que nada puede viajar más rápido que la velocidad absoluta de la correlación. Es el movimiento que nunca acaba, el texto sin centro de Derrida, el universo sin éxtasis de Deleuze, el mundo de las mil mesetas y ni una sola cumbre, la condena de los mil sexos y ningún orgasmo.

El cosmos del Devenir parece infinito, y con cada multiplicidad aumenta la temperatura del espacio lógico. Una cosa se convierte en otra cosa y luego en otra y en otra… Sin punto fijo, mi mente comienza a dar vueltas. El pecho se agita y aparece la ansiedad. A esa aceleración, la realidad se vuelve cada vez más asfixiante. Los pensamientos giran en torno de una fuerza centrípeta colosal. Máquina de segmentación, ontologías, creencias, opiniones, pensamientos, identidades, colectivos, revoluciones, políticas… De repente, todo es tragado silenciosamente por un ser pesadillesco: el agujero negro de las diferencias. ¡Oh! parece que no podré superar esta instancia del ensayo, pues mi cerebro va a derramarse rizomáticamente y, sumado a esto, Meillassoux ha puesto en marcha la última aceleración.

En el momento más crítico de su demostración formal, habiendo sin duda desintegrado a varios lectores en el camino, el filósofo regala a los sobrevivientes la metáfora del agujero negro, punto del espacio lógico donde la densidad de lo múltiple se condensa tanto que finalmente hace colapsar la correlación. Entonces, ante mis ojos impávidos soy testigo de lo imposible. La violencia del impacto logra tornar la mirada y aquello que parecía un límite finalmente se revela como certeza. A partir de aquí, el absoluto no es el Ser contradictorio, sino la misma contradicción.

Los motores se apagan, esto es la Factualidad. Ya no hay más aceleraciones. Y es que la Factualidad no es una velocidad sino el horizonte mismo del agujero negro de la correlación. El absoluto especulativo: ser ilógico, destructor sistemático de todo devenir. La supresión de toda dimensión de alteridad nos ofrece un paisaje estático de la cosa que ya contiene en sí aquello que no es. Hoy sabemos, gracias a la física teórica, que la entropía de un agujero negro es proporcional al área de su superficie. Esto quiere decir que allí la información ya no tiene volumen; no hay espacio vacío entre las cosas y la gravedad se trasforma en una información más de la pantalla. Los expertos en agujeros negros llaman a esta condición “el principio holográfico” porque una superficie de dos dimensiones es capaz de codificar información con volumen y movimiento. Tal como predecía Einstein, cuando alcanzas la velocidad de la luz todo parece fijo y plano.

El mundo relativista se me proyecta sobre la pantalla sin relieve de la contingencia radical. No más mesetas, no más velocidades, no más diferencias. Desde el holograma de la contingencia radical, las cosas están quietas aunque albergan en sí la codificación de su movimiento, velocidad y volumen. Como cuando vemos una película, podemos enamorarnos, asesinar, tramar guerras y encuentros, inventar cosas y destruirlas, dormirnos e iluminarnos, pero todo eso desaparece en cuanto concluye el film, porque solo la pantalla es real.

El ensayo continúa. Como un pez cuántico y cósmico, veo a Meillassoux sumergirse nuevamente en las aguas vertiginosas del agujero negro. Él tiene un acto más en el que actuar, una nueva aventura relativista de una vieja historia ptolomeica. Y aunque yo ya no lo sigo, siempre le estaré agradecide. Con admiración lacrimógena lo veo zambullirse y perderse.

Ya a solas, confirmo que mi cerebro se acostumbra rápido a la antigravedad. Voy a quedarme un poco más aquí, fuera del pensamiento, en los bordes holográficos de la filosofía. Viveiros de Castro cuenta que los chamanes amazónicos tienen la habilidad manifiesta de cruzar las barreras corporales y adoptar perspectivas aloespecíficas de otros individuos. Me pregunto si en alguno de esos universos que aparecen y desaparecen en la contingencia radical e inmóvil de la cosa en sí será factible operar un cambio de percepción análogo, una suerte de chamanismo especulativo a través del cual podamos adoptar dos perspectivas simultáneas: tener los pies anclados en el punto de vista relativo de la múltiple existencia y la luz de nuestro entendimiento fija en la neutra pantalla del absoluto.

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