Absoluto y porvenir

 

Paola Baselica

 

1. La lenta cancelación del futuro

En El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo tardío, Fredric Jameson argumentaba en 1991 que nos hallábamos en una época particularmente árida para la producción cultural. Ésta se orienta ahora hacia la comercialización y el consumo masivo, promoviendo imágenes superficiales y reciclando estéticas retro sin producir verdadera novedad. La integración de lo cultural en la esfera mercantil y la pérdida relativa de la capacidad crítica del arte generan, para Jameson, una fragmentación temporal que imposibilita la construcción de un sentido coherente de la historia. En este «presente perpetuo», donde las referencias al pasado se convierten en meros recursos estilísticos (estéticas consumibles y ya no narrativas reflexivas) se produce una pérdida del relato continuo que en algún momento estructuró la comprensión del mundo. La muerte de las grandes narrativas en la cultura posmoderna, advierte Jameson, acarrea el riesgo de reforzar la alienación y entraña una pérdida de la capacidad de pensar históricamente (es decir, de desarrollar una conciencia capaz de comprender cómo el presente se conecta con el pasado y cómo ambos proyectan futuros posibles). Sin un anclaje en el pasado, tampoco existe proyección hacia el futuro.

Mark Fisher parte del diagnóstico de Jameson, pero identifica tres razones para las cuales ya no resulta pertinente pensar en términos de posmodernidad sino de realismo capitalista, una época marcada por el «no hay alternativa». El capitalismo llega a «ocupar sin fisuras el horizonte de lo pensable», y su dominación se extiende desde la esfera económica hacia todas las dimensiones de la vida social, cultural y subjetiva. Ante todo, porque cuando Jameson formula su teoría de la posmodernidad, en la década de los 80 del siglo pasado, todavía existían alternativas. Luego, Jameson partía de una confrontación con la estética modernista como ideal de una vanguardia que destituye la cultura mercantil al mostrar la creciente apropiación por la cultura de masas del capital de toda expresión modernista. Sin embargo, Fisher señala que este debate se volvió estéril: la confrontación con el modernismo es desde entonces superflua porque el triunfo sobre el modernismo es un hecho (y solo regresa en oleadas vintage). Por último, una generación entera nació con posterioridad a la caída del Muro, una generación entera para la cual el capitalismo ocupa la totalidad de lo existente y no deja nada externo por incorporar: el desafío es entonces cómo puede persistir el capitalismo sin nada que incorporar, sin territorios que conquistar. De aquí en adelante, la incorporación como estrategia de expansión queda reemplazada, para Fisher, por la «precorporación preventiva de los deseos».

Vivimos una lenta cancelación del futuro, que comenzó a manifestarse en los gritos de no future de la cultura punk de finales de los 70.  Este escenario de clausura temporal permeó la escena cultural con desesperanza y resignación. Vive rápido, muere joven. Hacia adelante ya no se vislumbraban grandes sueños de libertad ni un futuro mejor, más racional y justo a través de la ciencia y el «progreso social», sino solo crisis más prolongadas y profundas, más destrucción y guerras, más pobreza y concentración de poder en pocas manos. Parecían faltar, sin embargo, estrategias efectivas para impedirlo. Fisher propone leer la angustia de esta época, marcada por «la convicción de que no hay nada nuevo que pueda ocurrir nunca más», en términos culturales. Ahora bien, ¿de dónde proviene esta «atmósfera cultural»? ¿Por qué la extensión de ese fenómeno de cancelación del futuro al que apunta Fisher? La historia reciente nos permite mencionar al menos cuatro factores relevantes para su comprensión: la imposibilidad del crecimiento económico ilimitado, la relativa decepción en el desarrollo tecnológico como fuente de riqueza y abundancia material, la crisis climática, y la desconfianza en la razón como instrumento capaz de alcanzar «la verdad» y decir algo sobre el mundo.

 

2. La imposibilidad del crecimiento económico ilimitado

Desde aproximadamente la década de 1970, los cimientos de la modernidad comenzaron un proceso de fragmentación en el que el progreso dejó de ser, paulatinamente, un horizonte para la mayoría de la población. Concretamente, el auge del neoliberalismo responde a un contexto de caída en la rentabilidad del sector industrial, donde la sobrecapacidad y la sobreproducción en conjunto con la expansión del comercio mundial (y por lo tanto con el recrudecimiento de la competencia), dilapidaron las condiciones que hicieron posible la edad dorada del capitalismo fordista de posguerra. Con el giro de los mercados de una dinámica globalmente solicitante a una que los convirtió en globalmente oferentes (Coriat), las empresas se enfocaron todavía más en aumentar la productividad y en reducir costos para poder mantener algún tipo de ventaja competitiva. A su vez, el imperativo de recuperar tasas de ganancia en el contexto de alta incertidumbre económica que siguió a la crisis del petróleo en 1973 motorizó la adopción de políticas y prácticas orientadas a maximizar la flexibilización del trabajo, reduciendo costos mediante la eliminación de derechos laborales y la desregulación de los mercados, con la esperanza de contrarrestar el estancamiento.

Sin embargo, la estrategia neoliberal reveló una contradicción fundamental: a medida que aumentaba la dependencia en la precarización laboral y la flexibilidad del trabajo para sostener la producción de valor, se minaba simultáneamente el poder adquisitivo necesario para realizar ese valor, debilitándose la base de consumidores con capacidad real de compra. Durante las décadas de crecimiento industrial en las economías «avanzadas», el aumento de la productividad mantuvo una relación más o menos equilibrada entre producción y realización, dado que el crecimiento salarial y el consumo permitían realizar el valor producido mediante la venta. Esta dinámica parece ahora invertida con el quiebre del «círculo virtuoso» keynesiano y su promesa de conciliar salarios y ganancias: es esa posibilidad de crecimiento económico ilimitado la que se clausuró desde entonces.

Esta dinámica también exacerbó la dependencia del consumo basado en la deuda. Con salarios estancados o decrecientes, el consumo se sostuvo a través de mecanismos como la masificación del crédito, permitiendo una realización del valor a corto plazo pero creando burbujas insostenibles y crisis financieras recurrentes. En efecto, la financierización de la economía en este periodo nos provee otro aspecto relevante de lo que sería el intento del capital por mantener una economía de crecimiento. Con el colapso del sistema Bretton Woods y el desligamiento del dinero de su base material (que dejó de corresponderse a sus reservas equivalentes en oro), la creación de valor se desplaza crecientemente del sector industrial hacia un capital rentista, que colecta rentas de inversiones a través de la especulación financiera con la perspectiva de generar intereses y una rentabilidad futura. La producción de dinero a través de dinero por medio de complicados instrumentos financieros viene posibilitada por una serie de políticas monetarias laxas (adecuadas a un momento de bajas tasas de interés a nivel global), que habilitaron las condiciones para la creación y la explosión de diferentes burbujas financieras, desde las punto-com en los ‘90 hasta el mercado inmobiliario en 2008 y la aparente nueva burbuja de las start-ups de tecnología (Srnicek).

 

3. Las promesas incumplidas del desarrollo tecnológico

La modernidad se erigió sobre la convicción de que el avance tecnológico conduciría a una sociedad más próspera. El siglo XIX fue testigo de enormes avances tecnológicos con la Revolución Industrial: la invención de la máquina de vapor, el ferrocarril, y más tarde la electricidad y el telégrafo. Esto reforzó la idea según la cual el desarrollo tecnológico era el motor del progreso y del bienestar: desde aumentar la esperanza de vida hasta producir alimentos masivamente, parecía que el progreso tecnológico podría resolver cualquier desafío. Sin embargo, las últimas décadas evidencian una creciente desilusión respecto a esta promesa.

El acelerado desarrollo de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación acompañaron todo el proyecto de neoliberalización de la economía. La comercialización de Internet y la masificación de las tecnologías digitales en la década de 1990 permitieron incrementar la eficiencia productiva y optimizar numerosos procesos, pero no necesariamente generaron mejores condiciones laborales ni una distribución más equitativa de la riqueza. Más bien lo contrario, su impulso logró disminuir efectivamente el poder de la clase trabajadora organizada por medio de la deslocalización y la tercerización. En las economías «avanzadas», estas transformaciones desplazaron a millones de trabajadores desde el sector industrial hacia el sector de servicios, generando empleos a menudo menos estables y peor remunerados en comparación con los de la era fordista. Al mismo tiempo, las actividades de producción primaria, como el extractivismo y la manufactura de bajo valor agregado, se trasladaron hacia las economías «periféricas», donde se prioriza la explotación de bienes naturales y de mano de obra barata. Resulta interesante pensar que una tasa de desempleo del 1 o 2% se consideraba un objetivo viable en los países desarrollados en la época inmediatamente posterior a la posguerra. Hoy en día, la Reserva Federal considera que el 5,5% es el índice de desempleo «óptimo» (Srnicek & Williams).

El problema no es únicamente que la dinámica sea hacia mayor desempleo y precarización, sino que el sector tecnológico se muestra cada vez más insuficiente como panacea destinada a revivir la economía. Srnicek afirma que las nuevas start-up de tecnología existen gracias a exorbitantes cantidades de «capital ocioso» en busca de altos rendimientos futuros. Este capital de riesgo financia la nueva aventura tecnológica aún cuando muchas de estas empresas sigan un modelo de «crecimiento primero, ganancias después», donde la rentabilidad no está garantizada. Es una apuesta y, como tal, sus resultados son inciertos. Así, parece que el nuevo capitalismo de plataformas, con su énfasis en la extracción de datos y la circulación de información, no provee unas bases adecuadas ni tácticas novedosas para revitalizar la agonizante economía. Como dice Peter Thiel (cofundador de PayPal junto a Elon Musk), «las finanzas encarnan el pensamiento indefinido porque es la única manera de hacer dinero cuando no se tiene ni idea de cómo crear riqueza».

 

4. La inminencia del colapso ambiental

El pensamiento indefinido acerca del futuro es un síntoma de nuestra época. Por un lado el fracaso de la revolución tecnológica para proveer una abundancia generalizada al conjunto de la sociedad (promesa que se encontraba en las bases del progresismo modernista, tanto en sus versiones «de izquierda» como «de derecha») pero también, por otro lado, el límite inamovible de la crisis climática. No hay mayor clausura de futuro que la que se produce cuando la evidencia es contundente: a largo plazo, el crecimiento económico ilimitado basado en una producción igualmente ilimitada y cada vez creciente es insostenible. Incluso muchas empresas ya tuvieron que girar hacia un discurso sobre la «transición energética». Pero literalmente frente a la amenaza de la extinción, los gobiernos en recesión siguen proponiendo al consumo para salvar la inversión (Stiegler) y al desarrollo extractivista como fundamento del superávit fiscal, mientras prolifera el negacionismo. Realismo capitalista. ¿Por qué es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo?

En 2015 se celebró la COP21 (21ª Conferencia de las Partes) en París. El resultado de estas negociaciones fue el Acuerdo de París, cuyo objetivo principal fue limitar el aumento de la temperatura global a menos de 2 °C por encima de los niveles preindustriales y, de ser posible, mantenerlo por debajo de 1,5 °C.  En 2017, la administración de Trump anunció que Estados Unidos, el mayor de los emisores de gases de efecto invernadero después de China, se retiraría porque el pacto imponía «severas desventajas» a la economía y perjudicaba la competitividad industrial del país. Si Estados Unidos con su imperialismo del dólar no la ve, es decir, si a Estados Unidos le parece inconsiderable una reducción de los gases de efecto invernadero frente a la clara evidencia científica de que habría que reducirlos so pena de poner en riesgo la habitabilidad del planeta, enfrentamos entonces una situación considerablemente más difícil frente al problema ambiental. El nivel de interconexión global que alcanza la economía capitalista en la actualidad requiere de esfuerzos coordinados de reestructuración productiva para al menos limitar el calentamiento global, ya que una simple «toma de conciencia» y el abandono del uso del plástico a nivel individual no será suficiente. Pero si el único objetivo de la producción es generar beneficios, habrá entonces pocos incentivos para cambiar las reglas del juego. Simplemente veremos más etiquetas que recen «¡hecho con materiales 80% reciclables!».

Ningún país puede hoy en día, con sus actuales configuraciones productivas, generar todo lo necesario para subsistir, y el castigo de bloqueos a las importaciones es un precio muy caro a pagar por disentir con las reglas del mercado mundial. En lugar del Estado nacional tradicional, tenemos ahora un Gran Estado de organizaciones internacionales (como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la Organización Mundial del Comercio) que gobiernan de facto las políticas económicas de sus países súbditos (esclavos de la deuda). Su capacidad para imponer condiciones, ofrecer financiamiento o reestructuraciones de pagos de deuda y establecer normas internacionales les otorga un papel central de control y regulación con el objetivo de mantener el motor económico funcionando «correctamente», sin importar el costo. La noción de progreso lineal y ascendente se desmorona. La crisis climática es una consecuencia lógica de la dinámica de acumulación infinita de la que dependió tanto tiempo la narrativa moderna de progreso y crecimiento.

 

5. Desconfianza en la razón para alcanzar «la verdad»

Desde el siglo XVIII, la Ilustración cimentó la fe en la racionalidad, el empirismo, y la objetividad científica como el ethos de la modernidad, algo que la filosofía del siglo XX comenzó a cuestionar con su crítica a las pretensiones totalizadoras de la razón. El desencanto contemporáneo con la razón y la erosión de la credibilidad de ciertas instituciones se debe, en parte, a la constatación de que los métodos científicos no son inmunes a la manipulación, y a la sospecha de su capacidad para ofrecer una verdad objetiva, desligada de intereses políticos. Lo que emerge es un escepticismo hacia las instituciones que alguna vez sostuvieron el monopolio del conocimiento, como las universidades, los medios de comunicación o las agencias gubernamentales. Lo que se ha dado en llamar las «nuevas derechas» globales (Trump, Bolsonaro, Meloni, Le Pen, Milei) ciertamente han sabido aprovechar esta situación. Las nuevas derechas comparten elementos como la prioridad del espectáculo frente al contenido, la superficialidad de los discursos, la desinformación y la difusión de fake news, y la falta de una visión novedosa a largo plazo. Estos elementos parecen ser distintivos de la cancelación del futuro entendida como aquello que acontece cuando las grandes narrativas de progreso que proporcionaban una dirección clara a la humanidad en su conjunto se derrumban, y ya no sabemos hacia dónde dirigirnos. En la era de la «posverdad», la búsqueda de verdad aparece como algo falto de sentido: las cuestiones se relativizan y se fragmentan en puntos de vista inconmensurables entre sí.

La masificación de la esfera digital intensificó la proliferación de «verdades alternativas» y la polarización del debate público, en el que abundan las teorías conspirativas y los discursos que apelan a las emociones o a las creencias personales. En efecto, los algoritmos fomentan burbujas autocontenidas de personas a las que sólo se les presenta aquello con lo que están de acuerdo, en una paradójica ironía de lo que auguraba ser la democratización de la información. Asimismo, la radical aceleración tanto del ritmo de vida como del flujo de la información que circula a nuestro alrededor nos vuelven incapaces de reaccionar. En general, parece importar más la novedad de la primicia que la veracidad de la información, importa más el bombardeo continuo de datos que su relevancia. En 2011 Eric Schmidt, el entonces CEO de Google, decía que se crean cinco exabytes de información cada dos días, la misma cantidad de información que produjo la humanidad desde los inicios de la civilización hasta 2003. La cantidad de datos que producimos cada día es asombrosa: en 2022 fue de 97000 exabytes, y se proyecta que crezca a 181000 exabytes para 2025. ¿Cómo saber dónde aterrizar (Latour), en este mar de información abundante y contradictoria?

La desregulación, la desigualdad y el negacionismo resultantes son manifestaciones de un mismo fenómeno: la falta de mundo común. La derecha abandonó el ideal de Occidente de progreso y emancipación para pasar a construir fortalezas privadas que le permitan mantener su mundo y protegerlo del resto, lo cual permite explicar, en parte, la aparente contradicción entre el espíritu de libremercado de las nuevas derechas y sus agendas fuertemente tradicionalistas y nacionalistas, donde se fusiona un neoliberalismo económico con un conservadurismo cultural (Brown). El mundo no alcanza para todos, y el desarrollismo ya no tiene la capacidad de guiar nuestros sueños de progreso. El suelo se sacude bajo nuestros pies, ya nada es fijo, todo lo sólido se desvanece en el aire.

 

6. Contra la estasis correlacional

Nick Land sostiene que es cuestión de reconocer al capitalismo como fuerza autónoma que preside el avance civilizatorio y, en lugar de regular o resistir, tenemos que desmantelar el sistema humano de seguridad (esas instituciones insidiosas como la política y la democracia, que únicamente obstaculizan el necesario devenir del tecnocapital tras una fachada de hipocresía) y acelerar la tendencia hacia el colapso. Parece que estamos a un paso del futuro que querría Land: un mundo gobernado por CEOs y el ascenso de «una inteligencia artificial superior que pueda ocupar su legítimo lugar en la cadena evolutiva». El futuro llegó hace rato. Los mercados aparecen en la teoría de Land como agentes sin cuerpo del cálculo racional, acelerando en el tiempo (cuando se los deja en paz) el proceso de evolución de su propia inteligencia y autonomía. Las consecuencias serán catastróficas para la raza humana, es cierto, y Land lo admite. Pero es así como tiene que ser. Su antihumanismo nihilista nos insta no solo a aceptar, sino a acelerar, nuestro propio colapso civilizatorio.

La cancelación del futuro se manifiesta en esta sensación de que, como no es posible hacer nada para resistir el autómata monstruoso que hemos creado, lo mejor es colaborar para que el colapso se produzca lo más rápido posible. Sin embargo, ¿es posible, en lugar de aceptar el camino de la resignación, reivindicar la capacidad de decir que las cosas efectivamente son de alguna manera (aunque sea falible y contingente)? ¿Cómo reinventar la dimensión crítica? Para Quentin Meillassoux, el devenir religioso del pensamiento contemporáneo se explica porque la filosofía, bajo la presión del correlacionismo, se privó del derecho a la crítica de lo irracional al tiempo que justificaba la creencia como la única vía de acceso a lo «absoluto». Este retorno de lo religioso emerge, paradójicamente, del propio movimiento crítico que emprende la filosofía, de Kant en adelante, para borrar todo rastro de metafísica dogmática. Frente a este panorama, Meillassoux plantea la posibilidad de un absoluto no-metafísico. Admitimos que lo sensible no existe sino como relación de un sujeto con el mundo, porque no es posible ni deseable volver al dogmatismo pre-crítico. Sin embargo, es necesario intentar comprender cómo el pensamiento puede acceder a un absoluto, es decir, a aquello que no es relativo a nosotrxs, capaz de existir con independencia de nuestra existencia; y esto sin recaer en un ente absolutamente necesario.

La posibilidad de volver a pensar lo absoluto es una necesidad política en un tiempo marcado por la cancelación del futuro, ya que habilita un estudio y una crítica materialista del presente, capaz de proyectar cambios estructurales al proporcionar un punto de referencia externo al entramado subjetivo desde el cual juzgar la realidad. Sin un marco que permita afirmar que algo es verdadero más allá del «círculo correlacional», resulta imposible evitar la disolución dentro de todo aquello que es relativo. Pensar un absoluto no-metafísico implica, entonces, construir un fundamento del cual partir para volver a postular verdades (falibles y contingentes, no dogmas inmutables) que se conviertan en los cimientos de la acción necesaria para quebrar la estasis. Partir de la comprensión de que las cosas efectivamente son de alguna manera, independientemente de nuestra existencia, recuperar ese «poco de absoluto» al que alude Meillassoux, sea quizás un movimiento adecuado frente al estancamiento del realismo capitalista.

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