Isabel Naranjo
El juego de palabras proveniente del latín corpus/porcus y que se preserva en lenguas romance como el portugués y el castellano corpo/porco, cuerpo/puerco, revela la ancestral familiaridad entre humanos y cerdos. La descripción del ADN y los estudios que sobrevinieron a este acontecimiento de mediados del siglo XX, permitieron constatar que compartimos con ellos 90% de nuestro genoma –dato rimbombante si tenemos en cuenta que el 10% que nos separa marca una diferencia contundente—. La bien ponderada inteligencia del delfín, de la que tantas veces hemos oído hablar, es comparable, según diversos criadores y observadores, a las habilidades y destrezas de los cerdos ¿Por qué es inquietante esta puntual cercanía?
La provocativa especulación planteada por el antropólogo Eduardo Viveiros de Castro al referirse al sistema de endocanibalismo funerario de los Wari’ de la Amazonia brasileña, que sugiere que los afines del muerto son quienes deben comer su cuerpo porque ese objeto encarna a la persona en su estado puramente consanguíneo, mientras su alma embarca en un viaje al más allá transformándose en un puerco salvaje que puede ser abatido y comido por ellos, nuevamente nos enfrenta a la extraña familiaridad proyectada en el juego de palabras. Todavía más, para Viveiros ese cuerpo/puerco es un anticadáver humano al tratarse del cuerpo del alma y en esa medida perfectamente “otro” en relación a sus consanguíneos.
Los destinos del cuerpo/puerco se entrecruzan mediante la ingesta de carne. A diferencia de otros animales, la historia de la relación entre humanos y cerdos está afectada desde sus inicios y casi de manera exclusiva por el hecho de que estos últimos han sido alimento de los primeros. Vacas, ovejas y cabras han transformado la hierba y el heno, indigeribles por el estómago humano, en grasa, leche, manteca, queso y lana. Los caballos y bueyes han sido una extraordinaria fuerza de trabajo y compañeros en el periplo de humanos a tierras distantes de sus lugares de origen. La comunión con los cerdos es hacer literalmente nuestra su carne. Si como afirma Donna Haraway, “ la forma más frecuente de relación del humano con un animal es el hecho de matarlo”, el vínculo entre humanos y cerdos lleva esta fórmula al paroxismo.
Las relaciones de estrecha intimidad entre animales y humanos –que pueden ser planteadas en términos de humanos/no-humanos o más que humanos, como propone la filósofa brasileña Juliana Fausto—, envuelven una extrema brutalidad. Esta última certeza, sin embargo, no es intrínseca al acto de matar para comer sino al hecho de haber vuelto matables algunos seres. Si la vida es depredación como advierten las cosmologías amerindias y no hay ninguna manera de vivir que no sea, al mismo tiempo, para alguien, una forma de morir de otro modo como ratifica Haraway, la posibilidad de existencia de un mundo “multiespecífico” se erige sobre “verdades simultáneamente contradictorias” que nos confrontan con el hecho de que alimentar y matar son una parte ineludible de los vínculos que tejen juntas las especies que son compañeras mortales.
La tergiversación engendrada en la disposición de las letras de cuerpo/puerco al igual que en la rima en alemán de cerdo/reflejo –schwein/schein— habilita la oportunidad de especular sobre una posible permutabilidad de humanos/cerdos tal como lo insinúan algunas fábulas, pasajes bíblicos, mitos antiguos y cosmogonías amerindias. Asumimos incluso el riesgo de conjeturar, a partir de ese juego, una eventual articulación ontológica de humanos y animales, rota por los efectos de una tenaz militancia de diferenciación radical operada durante siglos por diversos pensadores en occidente. La metamorfosis que tiene lugar en la acción de comer carne, de incorporar al animal a través de su digestión, nos obliga a pensar que sólo restaurando el estatus ontológico de los animales, asimilando su muerte como perseverancia de nuestras vidas, imaginando la prolongación de su existencia bajo otra forma entre las vidas que alimenta, será factible concebirnos como algo más que consumidores obtusos y sarcófagos humanos.
El vínculo entre cerdos y humanos está lejos de agotarse. Agregando complejidad a la intricada historia de esta relación interespecífica, la posibilidad de que humanos reciban órganos porcinos por medio de trasplante inaugura un nuevo capítulo que intensifica el intercambio. El ritmo cardíaco de muchos corazones humanos ha recuperado su estabilidad gracias al tratamiento con prótesis valvulares porcinas. El flujo de sangre recobra su curso aliviando el esfuerzo al músculo cardíaco, prolongando la vida. El año de 2022 estrenaba con la noticia del exitoso trasplante del corazón de Gal-ko, un cerdo genéticamente modificado, al pecho de David Bennett. Fueron dos los meses de sobrevida del primer humano en recibir esta donación porcina. Se presume que la inmunodepresión necesaria para aceptar el corazón de cerdo, llevó a que un virus latente en el organismo de éste último tomara ventaja y se replicara en las células porcinas presentes en el cuerpo humano a partir del órgano trasplantado. En la tentativa de tratar la infección, el equipo médico suministró un cocktail de anticuerpos, algunos de ellos contra el corazón porcino –antipuercos, en un nuevo juego de palabras—, que volvieron a activar el sistema inmune contra el órgano.
La asociación íntima planteada por este último acto de ingeniería genética y audacia médica, que sin embargo antecede a todos los organismos y continúa en una simbiosis infinita que vincula especies distintas en intercambios multidireccionales, impone la pregunta sobre la cuota humana en el cuerpo y la historia de seres modificados genéticamente, pero, principalmente, se pregunta por el devenir humano con animales. De hacerse humanos con y por el encuentro con animales no humanos. Es un dilema sobre el cual reflexiona de manera fascinante la filósofa belga Vinciane Despret cuando, en lugar de pensar las transformaciones derivadas del emparentamiento interespecie en términos de hibridación, formula la imaginación de destinos comunes a través de la metamorfosis: la transformación de los seres por la transformación de los cuerpos.
Tres meses, tres semanas y tres días es el tiempo que dura el embarazo de una cerda. Durante los días previos al parto, las hembras porcinas, al igual que muchas mujeres, experimentan lo que se conoce como síndrome del nido que consiste en incrementar el tiempo dedicado al cuidado del espacio habitado por ellas y por sus futuras crías. Una vez nacidos, los lactantes establecen un sofisticado sistema de comunicación con sus madres que pasa por el amasamiento de las ubres para determinar con precisión la cantidad de leche que debe ser recibida a la emisión de gruñidos por parte de la madre como una suerte de canto tranquilizador. Un arrullo. Con los cerdos no sólo nos emparentamos en metamorfosis simbióticas sino también en los gestos.
El historiador francés Michel Pastoureau ha dedicado varios de sus trabajos a desentrañar la relación entre humanos y cerdos durante siglos. Algunos de los documentos que descansaban en archivos judiciales a los que pudo acceder, revelan un tratamiento insólito a cerdos y otros animales que fueron encuadrados como criminales y llevados a juicio. Uno de los casos más emblemáticos involucra a una cerda que habría matado a un lactante humano después de haber devorado un brazo y parte de su rostro a principios del año 1386. La hembra porcina fue vestida con ropa de hombre, arrastrada por una yegua hasta el cadalso y mutilada por un verdugo ante la vista de habitantes del municipio de Falaise y una multitud de cerdos. Como si esto fuera poco, fue cubierta por una especie de careta humana y colgada por los jarretes traseros de una horca de madera. La crueldad excesiva de este ritual macabro nos lleva a pensar que para los humanos que lo ejecutaron, el parentesco con el cerdo extrapola las similitudes anatómicas colándose en los vericuetos de lo que se entiende como alma, concibiéndolo como un sujeto que comprende el alcance de sus actos y responsabilidades. No en vano, es el cerdo el protagonista de lo que Pastoureau ha llamado “bestiario judicial”.
¿Es posible pensar las derivas de la historia humana con independencia de la historia de los cerdos? Ciertamente no. Nuestros destinos se han cruzado, ensortijados como la cola de estos últimos. Y seguiremos compartiendo, genes, órganos, gestos como el llanto asombrosamente semejante entre ambos, humanos y cerdos, ante la certeza del inaplazable final. Si el rumbo de la monarquía de los Capetos y el reino de Francia fue torcido de forma irremediable por un cerdo que interrumpió violentamente la cabalgata de la cual participaba el joven príncipe Felipe, heredero de Luis VI, arrojándose a los pies del caballo y provocando la muerte del jinete ¿cómo podríamos siquiera pensar que la historia de los humanos no ha sido moldeada por la presencia y la familiaridad porcina? Nobleza obliga. Es hora pues, de pensar estrategias que permitan responder a la altura de nuestra historia común y por los dones recibidos, por lo que nos ha sido dado.