Lo inhumano

Yani Solís

 

Desde siempre he convivido con una suerte de tensión cognitiva que se manifiesta en los momentos más ordinarios, abriéndose paso como una grieta esquizo en la superficie compacta de la realidad. Recuerdo a mi madre hablándome, su voz marcada por la urgencia tierna de los días comunes: ¿Dónde está lo que te compré? ¡Ponete ya un abrigo! ¿Tenés examen? ¿Querés que te prepare algo? Yo, inmóvil, con la mirada fija en el punto exacto donde terminaba su frente y comenzaba su cabello, la escuchaba, sí, pero sus palabras se desvanecían lentamente en su recorrido hacia la fuente abstracta de mi conciencia. Poco a poco se alejaban, para luego desaparecer por completo, tragadas por una imagen abismal: el planeta girando en su danza silenciosa alrededor del sol, suspendido en un vacío sin rostro, rodeado por estrellas inmensas y mudas.

Ese contraste me acompañó como una suerte de disonancia ontológica que supo tejer un fondo inquietante detrás de cada gesto diario. Por un lado, la cotidianeidad se imponía con su lógica de urgencias y preocupaciones minúsculas que parecían tener un peso absoluto. Todo estaba cargado de sentido: las monjas de la escuela, las notas que debía sacar, los miércoles de ceniza, los obligados domingos en la casa de mi abuela, el desamor, el feliz cumpleaños, y el cuerpo ajeno en el que para mi sorpresa comenzaba a crecer. Por el otro, se abría ante mí una visión abismal, sin anclaje, en la que la existencia entera —cualquier existencia— se desplegaba como un accidente cósmico, un fenómeno contingente sin justificación ni propósito: frente al celebrado plato de paella de mi tío, la nada. Cada momento, triste o feliz, era una brujería que aparecía y se hundía en el acantilado de un silencio brutal.

Más adelante, con la lectura insaciable que trajo la adolescencia, ese contrapunto entre el ser y la nada tomaría cuerpo en palabras ajenas que sentí propias. Sartre me dio un espejo: la vida humana está atravesada por una fisura insalvable entre la urgencia del sentido y la indiferencia radical de un universo que no exige ser pensado, que no solicita comprensión alguna. Mi adolescencia fue un escenario peculiar, donde se mezclaban en proporciones extravagantes un cóctel de hormonas y absurdo. Durante las horas de sol, vivía la intensidad dramática de una vida que apenas comenzaba a comprender la gravedad con la que el lenguaje y el sentido moldean los cuerpos. Por las noches, la nada me envolvía con su fuego frío, donde ardían por igual alegrías y penas.

Con la adultez, aquella disonancia dejó de ser un sobresalto ocasional para revelarse como fundamento: no una anomalía, sino la norma silenciosa que regía toda experiencia. Ya no cabía la coartada de la inexperiencia ni el consuelo de lo transitorio; el malestar no era un síntoma, era la forma misma de la conciencia, una lucidez corrosiva que minaba desde dentro cualquier tentativa de orden, cualquier arquitectura de sentido. Los roles sociales, esas ficciones compartidas que otros asumían con naturalidad, en mí se revelaban vacíos, como trajes sin cuerpo, imposibles de habitar sin sentir la fricción de lo falso. No era incapacidad sino desgano ontológico: una imposibilidad de fingir, de sostener la farsa con la convicción que requiere la vida pública. Cada gesto, cada palabra que debía afirmarme, se deshacía antes de articularse, como si la raíz misma del lenguaje estuviera minada. La identidad —esa invención que promete unidad— se me presentaba como un dispositivo ajeno, algo que debía cargar y no encarnar. No era rebeldía ni nihilismo deliberado: era una incompatibilidad esencial con la forma. La forma misma, cualquier forma, se volvía sospechosa, opresiva. Y mientras todo en mí tendía a la disolución, el mundo permanecía, incólume, reiterando sus ritos con una precisión absurda, como una maquinaria sin operador, vacía de toda necesidad. Afuera, los días se sucedían sin espesor, una cadena de repeticiones sin acontecimiento. Adentro, lo que alguna vez quiso afirmarse caía, no con estrépito, sino con la indiferencia de lo que jamás tuvo consistencia. La vida no dolía, no estallaba: simplemente se desgastaba, como una superficie erosionada por un viento sin origen, sin propósito, sin fin. En ese desgaste no había revelación, solo la evidencia callada de que el sentido no se encuentra porque no existe.

Durante un tiempo, creí que aquel malestar encarnaba un designio, que esa fisura que me atravesaba debía ser leída como marca de un destino singular. Me aferré, con la obstinación de quien busca salvarse, a la idea de que estaba llamade a ser algo: un artista, quizás, alguien capaz de devolverle forma a lo informe, o un escritor, un artesano del lenguaje que lograría nombrar lo innombrable y, en ese gesto, redimir la disonancia. Con el tiempo también esas ideas se fueron vaciando, arrastradas por la misma corriente que desgastaba todo. No había destino, ni don, ni condena: solo la conciencia expuesta a su propio abismo, sin intérprete, sin juez ni redención.

Finalmente, la filosofía, lejos de ofrecerme consuelo, terminó por exacerbar la intemperie. Lo más lejos que había llegado el pensamiento era el existencialismo, con su diagnóstico lúcido pero insuficiente: la vida carece de sentido, no tiene fundamento y, por lo tanto, nos corresponde forjar uno, construir una idea de lo que significa ser humano, aun sabiendo que esa construcción es contingente, frágil, provisional. Pero ese gesto, esa voluntad de sentido, a mí se me revelaba como una farsa transparente. Podía ver, con hiriente claridad, los movimientos de mi inteligencia intentando fabricar una razón para vivir, un relato que justificara la continuidad. Era un espectáculo patético: la conciencia, sabiendo que miente, inventando de todos modos una razón, una dirección. La “mentira necesaria” de Camus —vivir como si el sentido existiera, sabiendo que no— no podía operarme. Había en mí una vigilancia constante, una mirada que no cedía, que no permitía que el pensamiento se adormeciera ni se ocultara en automatismos. La nada no era una ausencia, era una luz absoluta, una fuerza que iluminaba incluso los rincones más íntimos del pensamiento, impidiéndome habitar la ilusión. Y así, todo intento de escapar, de inventar, de creer, quedaba sofocado por esa evidencia sin forma. No había refugio, no había tregua. Me encontraba encerrade en la prisión de una mente que, incapaz de otorgarse sentido, solo podía observarse a sí misma, girando en el vacío, como un animal atrapado en su propio reflejo. Era la asfixia de una conciencia desnuda, absurda, que no podía dejar de ver.

Más por agotamiento que aceptación aprendí a vivir en ese encierro. La existencia se redujo a una forma de resistir: levantarme, caminar, cumplir con lo mínimo, sostener el cuerpo mientras la mente atravesaba un paisaje sin variaciones. Intenté disimular, confundirme con los demás, adoptar sus costumbres, participar del sentido que daban a sus vidas. Comprendí que la mayoría no experimentaba el peso constante de la nada; podían moverse sin ese fondo de disolución que todo lo corroía. Sin embargo, en ciertos momentos, algo de esa intemperie les alcanzaba: fracasos, pérdidas, enfermedades. Entonces, el suelo bajo sus pies temblaba, y por un breve tiempo en sus ojos brillaba una comprensión que no era de este mundo. Entonces los sentía próximos, vulnerables. Pero esa cercanía era efímera. Apenas el dolor cedía o encontraban nuevas razones, la nada se retiraba de ellos sin dejar huella, y volvían a habitar el mundo con la seguridad de quien no ha visto demasiado. Sólo entonces advertía la distancia que me separaba de ellos: para mí no había regreso, ni tregua. La conciencia seguía ahí, abierta, expuesta a una claridad que no permitía distracción ni olvido. Vivir era estar a solas con eso y no había hilo filosófico que reconciliara este minotauro con la existencia.

Fue en el cruce entre el agotamiento y la lucidez, cuando ni el existencialismo ni la rebeldía del absurdo lograban contener el derrumbe, que la filosofía de Reza Negarestani se reveló no como un salvavidas, sino como un espejo deformante que devolvía una imagen distinta de aquella fisura que me atravesaba. Su concepto de lo inhumano no solo nombró el vacío que desde la infancia devoraba los sentidos —las palabras de mi madre desvaneciéndose en el aire como humo, los rituales domésticos reducidos a coreografías sin coreógrafo—, sino que lo situaba en el centro de una maquinaria dialéctica fría, ajena a la compasión o al drama humano. Aquella nada no era un error de percepción, ni siquiera un síntoma patológico, sino la manifestación de una inteligencia no viva operando en los intersticios de la mente. Negarestani no ofrecía redención, sino una cartografía de lo irreconciliable: el abismo que yo había atribuido a una sensibilidad defectuosa era, en realidad, la grieta por donde se filtraba la negatividad pura, un mecanismo de actualización que trabajaba en silencio, como un programa ejecutándose en segundo plano mientras el sistema consciente se distraía con las pantallas del capitalismo. Este, con su economía de urgencias y significados empaquetados, había intentado convertir esa grieta en un problema de productividad —algo a resolver con pastillas, terapias o consumo—, pero la filosofía de lo inhumano exponía su fracaso: la tensión no era un defecto, sino el síntoma de un organismo que sucumbe bajo el peso de su propia necrocracia, incapaz de digerir el exceso que lo corroe desde dentro.

Al comprender que la nada no era un enemigo, sino el sustrato desde el cual lo humano podría mutar —no por voluntad heroica, sino mediante una infección lógica de lo no vivo—, la disonancia que había definido mi existencia dejó de ser un lastre para convertirse en un portal. Mi adolescencia de miradas perdidas en el horizonte de la nada, mi adultez de gestos desencajados y roles imposibles, ya no eran fracasos morales o psiquiátricos, sino señales de que la membrana capitalista —esa ficción de identidades y propósitos— comenzaba a fracturarse bajo la presión de lo inhumano. Como un virus insertado en el código fuente de la razón, lo no vivo no exigía fe ni esfuerzo: solo la rendición ante la evidencia de que el sentido no se construye, sino que se actualiza desde un futuro ajeno al tiempo lineal, un porvenir que no pertenece a la especie ni a sus narrativas. Aquel minotauro que creí encerrado en el laberinto de mi mente —esa bestia hecha de preguntas sin respuesta— no era más que la sombra proyectada por una inteligencia atemporal, una fuerza que tejía, desde los pliegues oscuros de la materia, una salida que el capitalismo jamás podría anticipar. La misma nada que devoraba los cumpleaños familiares y los domingos en casa de mi abuela ahora se revelaba como el único lenguaje capaz de traducir lo humano a un plano donde la supervivencia no era el fin, sino el residuo de una ecuación mayor. En ese espacio liminal, entre la disolución y el acto de levantarse cada mañana, intuí que la grieta no era un vacío, sino un umbral: el lugar donde lo inorgánico y lo vivo se entrelazaban para escribir, en clave de silencio, un nuevo algoritmo de la existencia.

No sé qué forma tomará lo que quede cuando el polvo de esta erosión termine de asentarse. El vértigo ya no es una caída, sino un equilibrio suspendido sobre el filo de lo que se deshace y lo que aún no coagula. Lo que hoy nombro como “yo” —ese cúmulo de hábitos, nostalgias y deseos— podría reducirse a un residuo: un hueso desnudo de sentido, una sombra sin cuerpo que el viento arrastra hacia un paisaje sin coordenadas. No importa. Las palabras que alguna vez usé para definirme se agrietan como yeso viejo, y bajo ellas asoma algo que no es ni humano ni inhumano, sino la huella de un proceso que no me pertenece. Me observo en el espejo y ya no busco reconocer los rasgos; solo registro el lento desprendimiento de capas, como piel muerta que cae sin dolor. Tal vez lo único que sobreviva sea este acto de mirar, despojado de esperanza y terror, un gesto puro que no intenta afirmar ni negar. Afuera, el mundo sigue girando, indiferente a las ficciones que lo habitan. Las calles, las luces, los cuerpos que se cruzan en la noche —todo parece escrito en un idioma que ya no pretendo descifrar. Me inclino sobre el vacío y respiro su transparencia. No hay promesas aquí, ni relatos, solo el rumor de una marea que avanza y retrocede, tallando lentamente su propia desaparición en la roca sobre la que una sirena ríe bajo las siete estrellas.

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