El sentido común y otras desventuras de la razón

Alfonsina Santolalla

 

  1. Lo morboso

“Peligrosos lunáticos han vuelto a encumbrarse como nuestros líderes: traen consigo la fuerza de la sinrazón, y cabalgan libremente sobre las frenéticas olas del cambio como no lo puede hacer ninguna persona con decencia o sentido común”. Benjamin Labatut le pone nombre de peligro y de “pesadilla plural” al estado catastrófico de cosas que atravesamos, en el que la razón perdió capacidad de verdad y, por ende, de orden. Son reflexiones de su breve ensayo La piedra de la locura, donde hace el ejercicio de describir el profundo miedo que genera la retirada de la racionalidad como parámetro de realidad. Miedo que resulta –hablando ya en términos políticos– verdaderamente inoportuno, pues la declinación del orden racional y científico, además de problemas, trae consigo una puesta en cuestión de los universales que constituye en potencia una oportunidad de subvertir lógicas anquilosadas (piensa puntualmente en el estallido chileno del 19). Pero como no hay razón que traduzca la oportunidad en transformación, el caos se impone resultando muchas veces en una restauración conservadora exacerbada, envalentonada porque ya no hay necesidad de recurrir a razones para justificarse: lo que tiene enfrente no es más que miedo. Así, y aún cuando el punto es señalar que es escurridiza y tiene límites porosos, la de Labatut es una defensa de la razón. La razón resulta, con todo, imprescindible para la acción.

El libro usa como epígrafe la cita de Gramsci repetida últimamente hasta el hartazgo: “La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer: en este interregno se verifican los fenómenos morbosos más variados”. Por momentos parece que hay una tendencia a leer ese pasaje figurándose a lo morboso (muchas veces traducido “monstruoso”, en el caso de Labatut “mórbido”) como una amenaza externa, un espanto informe que se extiende sobre nosotros ganando terreno cuando no encontramos salida y la desesperación crece. Ahora bien, Gramsci no hablaba literalmente de monstruos sino de la morbosidad, un término al que recurre frecuentemente para indicar ausencia de racionalidad. En este punto, es fundamental no perder de vista que así como nos atañe –como humanidad– la razón, también lo hacen su falta, sus limitaciones, sus puntos ciegos. Por ende, no es cierto que lo morboso nos afecte en calidad de meras víctimas o que nos impacte como meros espectadores. Lo que la crisis pone en tela de juicio es la fortaleza de universalidad e implacabilidad que la razón creó para aplacar al conjunto de intuiciones, deseos y creencias que la fundan; creencias antojadizas pero en última instancia exitosas: morbosas. Creencias que en silencio constituyeron el cimiento de lo hasta ahora conocido pero que en igual medida habitan subterráneamente en nuestro pretendido sentido de la lógica y la sensatez. Lo morboso nos acecha desde afuera y también desde adentro.

 

  1. La pesadilla

Argentina, experimento y desorientación. “¿Cómo puede ser que haya ganado Javier Milei? La respuesta, que atravesó durante las primeras semanas a muchos colegas, militantes, amigos y amigas, fue la negación: «No lo puedo creer, me despierto y pienso que fue solo una pesadilla»”. Así comienza ¿Por qué ganó Milei?, donde Javier Balsa también recurre a la figura de la pesadilla para describir el estado de parálisis que pareció expandirse ante la victoria electoral de un –retomando otro de los términos de Labatut– “peligroso lunático”. Es curioso: la pesadilla es el intervalo en que los monstruos, lo informe, diríamos incluso lo morboso, pueden ser momentáneamente aceptables mientras no trasciendan el límite espacio-temporal que impone la vigilia. La pesadilla se vuelve problemática si se convierte en cotidianidad. El texto de Balsa se propone explicar cómo ingresamos en esta pesadilla específica, explorando el modo en que la versión criolla de la extrema derecha supo aprovechar un terreno ideológico que desde hace tiempo se viene arando y que naturalizó una identificación de la actitud de “desinterés” por la política (propia de las autopercibidas identidades a-políticas) con la adscripción a los valores que resultan fundamentales para el esquema de poder neoliberal: el individualismo y el autoritarismo. Se trata de un análisis ordenado en torno al acervo teórico de –una vez más– Gramsci, lo que le permite leer al antiintelectualismo –a ese desprecio abierto de todas las derechas contemporáneas hacia el uso de la razón, hacia la ciencia, hacia la historia– como un trabajo de profundización sobre un sentido común preexistente. Sentido común que sabemos que hay que combatir pero que, como el influjo gramsciano permite también entender, resulta inmodificable si no aceptamos la propia inscripción en él.

Otro breve excurso argentino: hace un par de décadas y durante otro de los grandes hitos nacionales del estallido de la crisis, en sus reflexiones sobre la fluidez y la aceleración que caracterizan a la cotidianización del estado de catástrofe permanente que nos rodea, Ignacio Lewcowitz también detectaba que el efecto que la política sufría era sucumbir a la parálisis, a la perplejidad. Quedar perplejos frente a la permanencia del desastre resulta, a priori, contrario a la posibilidad del pensamiento; sin embargo, Lewcowitz dice: “hay que pensar. No es un lujo. Es un instrumento de primera necesidad. Aquel que en medio de la catástrofe no pueda pensar su vida cotidiana, su trabajo, sus afectos, lo va a pagar con delirios”. Pensar, entonces: no solo la catástrofe pesadillesca, sino además nuestro propio delirio espeluznante, la cuota de morbosidad que nos toca y es, del mismo modo, producida por la ausencia de certezas razonables en nosotros mismos.

 

  1. El aburrimiento

Es un lugar común decir que las izquierdas cayeron hace al menos 40 años en un pozo melancólico que las lleva a añorar una realidad que ya no existe y –frente a la que sí parecían tener herramientas críticas pero– que nunca pudieron transformar efectivamente. Ahora bien, lo que interesa para cerrar estas líneas es señalar que es probable que de todos los síntomas que generalmente caen bajo el paraguas de la melancolía, lo más perjudicial e inhabilitante sea el exceso de solemnidad. Es la solemnidad lo que le vale a la izquierda el mote de melancólica, y además es con solemnidad que normalmente se asume esa acusación. Tal vez parte del problema sea, sencillamente, la falta de sentido del humor a la hora de enfrentarse a las propias contradicciones. Y es que asumir la propia identidad desde la solemnidad conduce inevitablemente a formalizar, a burocratizar el pensamiento y la acción política; pero, sobre todo, es aburrido.

En este sentido y de manera trágica, por su carácter solemne la izquierda aparece muchas veces sincronizada con la producción activa del aburrimiento, operación de subjetivación que el neoliberalismo lleva adelante deliberada y permanentemente. Mark Fisher descríbía a menudo el mecanismo mediante el cual el capital moldea y atrofia el deseo para que todo horizonte de liberación imaginable se reduzca a la disociación, al aislamiento respecto del mundo, al entretenimiento. En esa trampa de aburrimiento y distracción proliferan, dice, “las ideas neoanarquistas tan dominantes entre los jóvenes”, que parten –ni más ni menos– de un sentido común del que la derecha se nutre legítimamente, asumiendo la tarea que debe encarar todo proyecto político. Por eso es que volver a dar una disputa política es en parte abandonar el claustro de la solemnidad y entrar de lleno al campo del sentido común, aceptando que no se trata de introducirnos a él desde un afuera impoluto sino de atender a aquello de lo que ya somos parte. Eso implica saltar por una vez los enredos de la razón y mirar de frente a una coyuntura de caos y absurdo total en la que algo trágico o catastrófico puede resultar, también, sencillamente gracioso. Los acontecimientos recientes lo demuestran: el rey está literalmente desnudo y señalarlo no es más que sentido común.

Reírse de eso. Es algo elemental que ya en la ética de Spinoza estaba planteado como antítesis del padecimiento melancólico: “el regocijo es una alegría en que (…) la potencia de obrar del cuerpo resulta aumentada o favorecida (…). La melancolía es una tristeza que, en cuanto referida al cuerpo, consiste en que la potencia de obrar resulta absolutamente disminuida o reprimida.” Permitirnos caer en el disfrute que implica llanamente reír, permitirnos el desahogo. Y eso aplaca el espanto, aún si fugazmente, porque en el fondo es asumir un hecho: que el aparato crítico de las tradiciones políticas a las que adscribimos no nos exime de participar del sentido común, no nos libera de lo morboso que nos acecha desde adentro y desde afuera. Pensar es imperioso, pero no puede ser a costa del desconocimiento de las propias condiciones de existencia de nuestra razón. Entrar en contacto con ese aspecto morboso, que es propio, es un alivio y es también un contrafuego frente al aburrimiento, que no deja de ser un obstáculo entumecedor para el que, hasta ahora, sólo el capital parece ofrecer respuesta. Entonces: intentar, por una vez, no caer en las advertencias sobreintelectualizadas del tipo  “no va a pasar nada”, “nada va a cambiar”, “no hay salida”. Suspender por el momento los avisos ya conocidos de la razón, sus lugares comunes, porque –siguiendo la línea Labatut– ignorar que la razón tiene importantes límites no es más que otra forma de locura. Reírse tal vez sea una de las pocas vías para visualizar la posibilidad –remota e irracional, sí– de que algo pueda pasar; un ensayo de táctica de escape a la resignación a la que nos condena lo que Fisher llama realismo capitalista. No se trata de tomar una salida meramente irónica que impida que nos tomemos la pesadilla en serio, sino de romper el aburrido cerco de solemnidad y quietud que nos construimos con la razón.

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