El pájaro de miel

Isabel Naranjo

I

A finales del siglo XVI, el misionero Fray João dos Santos registra con asombro en su libro Ethiopia Oriental una curiosa observación acerca de la actuación de un pequeño pájaro que indicaba a los hombres la existencia de enjambres de abejas subterráneos en Sofala, costa oriental africana. Con el afanoso batir de sus alas de rama en rama y un insistente trinar, guiaba al primer humano que atendiese al llamado a un panal colmado de miel. Su descubrimiento era retribuido con cera, pedazos de colmena y abejas muertas, nunca con la dulce sustancia color ámbar que no le interesaba y es tan apetecida por tejones meleros, osos, zorros, lirones, erizos, mapaches y como no, por los humanos.

En su empeño por escudriñar las características de esta fantástica criatura, la historiadora lisboeta Isabel Castro Henriques va tras su vuelo en los libros de europeos que desembarcaban en África con la firme sospecha de que su existencia hacía parte ya de la historia de este continente y, sin embargo, todavía no encontraba lugar en la palabra escrita de los visitantes extranjeros. En esta empresa se depara con registros posteriores al de Fray João que mencionan no sin sorpresa, la particularidad de esta pequeña ave y su relación con los humanos susceptibles de ser interpelados por su canto: “es necesario responder al pájaro con un silbido muy suave, como para dejarle saber que se presta atención a su llamado.”

Las referencias al pájaro de miel se hacen cada vez más comunes con el correr del siglo XIX y el consecuente aumento de exploraciones europeas en suelo africano. Una de dichas menciones es digna de especial atención y tiene por autor a un cartógrafo húngaro que se instala en Angola –costa occidental africana—y que encuentra en el ave a un malgastador del tiempo con su negativa de volar en línea recta, al ir y venir reiteradas veces antes de señalar la ubicación de la colmena. Este vuelo sinuoso es una afrenta a la eficiencia sobre la cual descansa la célebre frase, generalmente atribuida a uno de los precursores de la independencia estadounidense, “time is money”.

II

En el año 1983, durante los últimos estertores de la Guerra Fría, la URSS reforzó su sistema de vigilancia ante el aumento de vuelos espía estadounidenses a lo largo de las extensas fronteras soviéticas. Los aviones equipados con dispositivos de vigilancia electrónica eran similares a los aviones de las líneas aéreas civiles y a menudo volaban muy cerca de las rutas de pasajeros. En agosto de ese mismo año, un vuelo comercial surcoreano que partió de New York a Seúl con escala en Anchorage (Alaska) se desvió y penetró en el espacio aéreo soviético. Los intentos de las fuerzas terrestres por contactar a su tripulación fueron infructuosos y procedieron a derribarlo. El avión cayó cerca de la isla de Sajalín; las 269 personas que viajaban en él fallecieron. Tras el trágico incidente, el presidente de los EEUU Ronald Reagan anunció la puesta a disposición para propósitos civiles del Sistema de Posicionamiento Global (GPS del inglés Global Positioning System).

III

Veinte mil kilómetros de altura y dos vueltas a la tierra por día; esa es la ubicación y el itinerario de un satélite. Treinta y ocho millonésimas de segundo es el adelanto del reloj satelital respecto de uno nuestro, aquí en la tierra. Once kilómetros es lo que recorre la luz durante esa fracción de segundo. El uso preciso de esta información solo es posible gracias a una teoría formulada principalmente por Albert Einstein hace ciento veinte años atrás que afirma, entre otras cosas, que el tiempo no transcurre de la misma manera para todos los relojes. La audacia de pensar en la posibilidad de que la cadencia del paso del tiempo debía ser distinta para observadores en movimiento relativo, esto es, que los relojes podrían transcurrir a un ritmo más lento cuanto más rápido se movieran, deteniéndose completamente a la velocidad de la luz, fue una revolución científica que transformó para siempre la forma de entender el universo. Un fabuloso misterio que solo se revela en su plenitud y belleza a quienes, con rigor y disciplina, se disponen a dedicar su vida al estudio de la física. Su función práctica, imposible de predecir en el momento de su formulación, se nos presenta en pocos pasos y sin dilaciones en el empleo cotidiano de nuestros teléfonos móviles.

IV

“Lo verdadero es índice de sí mismo y de lo falso”, concluía un párrafo de la carta en la que el gran filósofo Baruch Spinoza respondía “al muy noble joven Albert Burgh” después de declarar que sabe entender la verdadera filosofía y no haber hallado la mejor entre todas y la certeza de esta sentencia es tan firme como la “que los tres ángulos de un triángulo son iguales a dos rectos”. Los 180 grados resultantes de la suma de los ángulos del triángulo eran entonces un paradigma irrefutable. El secreto de la fuerza de la gravedad se escondía en la excepción de este precepto.

V

La localización de nuestra propia posición sobre la tierra puede ser deducida a partir del conocimiento de tres distancias a puntos fijos; esto quiere decir que al triangular nuestra posición sabemos donde estamos. Ante la ausencia de puntos de referencia estables en toda la superficie terrestre, los satélites fungen como ubicaciones conocidas en el cielo. Desde cualquier lugar de la tierra hay por lo menos tres satélites a la vista que envían señales informando de manera constante el tiempo y el lugar de partida. La distancia que nos separa de estos tres puntos satelitales es la llave para situarnos en la tierra y es susceptible de ser calculada a partir de un operación simplificada que pondera la hora de recepción de la señal a la cuál se resta la hora de salida del satélite y cuyo resultado es multiplicado por la velocidad de la luz: 300.000 kilómetros por segundo. El fruto de siglos de investigación científica al servicio de un desplazamiento eficaz de un lugar a otro reduciendo al mínimo cualquier posibilidad de desvío.

VI

La manera como nos movemos en el espacio geográfico que habitamos constituye una forma de pensamiento, compone hábitos –siguiendo al antropólogo Gregory Bateson— de una  mente que no está escindida del ambiente en el cual se encuentra. Conocer un lugar entraña la necesidad de andar a la deriva, de desviarse de una ruta planeada con precisión y eficacia. El desvío es la materia prima del saber baqueano, de aquel sujeto conocedor de los atajos y caminos de un terreno. En el cambio provisional de rumbo, es indispensable hacer un uso intensivo de la atención, aguzar la mirada y el olfato, afinar la escucha para depararse con los secretos escondidos en cada una de las curvas que describe el curso. Como aquel curioso pájaro de miel que evocamos al inicio de este ensayo, esquivar la línea recta en beneficio del triángulo que forma el cielo, el suelo y la pared humana.

En detrimento de una forma de habitar el mundo en la que el extravío se establece como una prioridad, la economía del tiempo se ha impuesto velozmente como idea privilegiada a la hora de trasladarse sobre una superficie determinada y ha sido sofisticada por el uso ubicuo de tecnologías de geolocalización espacial alimentando la voracidad de estados ansiosos que solo pueden ser en tránsito, con la ambición de siempre estar en otro lugar. De la tierra a la luna, de la luna a marte y de marte a los límites del sistema solar. Todo con la mayor celeridad que sea posible, con tanta rapidez que todo se achata perdiendo relieve, quedándose quieto.

Cuestionamos entonces el horizonte de relevancia delineado por un programa que se erige sobre los datos proporcionados por una visión que se encuentra fuera del planeta por más que se nutra de referencias con asiento en el mismo. Una visión ajena por ser oriunda de otro tiempo y espacio y cuya altura hace que toda acción, actor u agencia estén desprovistos de movimiento. Volver la cara al suelo y desenterrar la semilla, la miel, las capas sedimentadas sobre las que caminamos erguidos, nos movemos a rastras, nos vamos de bruces. Mirar al cielo, siempre, pero sin olvidar nuestro vínculo intrínseco con un lugar de la tierra. Todos los seres tenemos una ubicación, y ésta, como nos recuerda el escritor mexicano José Revueltas, es un escenario radicalmente compartido y en constante disputa.

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