P de Paloma migratoria

Vinciane Despret

 

C’est un monde qui s’en va

 

BANG !

Septiembre de 1899, Babcock, Wisconsin. La última Paloma Migratoria Americana en la naturaleza (Ectopistes Migratorium), recibe un disparo del último cazador norteamericano de palomas pasajeras. Algunos dijeron, sin embargo, que quedaría por lo menos una más. Ésta sería capturada el marzo siguiente. No sobreviviría.

Septiembre 1, 1914, 1:00 pm. Zoológico de Cincinnati, Ohio. Martha, la última hembra, milagrosamente preservada en cautiverio hasta entonces, murió en el piso de su jaula. Tenía 29 años de edad. Su compañero George había muerto cuatro años antes. Ambos eran la última oportunidad para la especie. Declinaron. Prefirieron no dejar ningún descendiente atrás.

Imagino que ella, Martha, debió haber cerrado sus ojos, en silencio. Estaba completando su primera migración, y la última para todos aquellos cuya existencia ella prolongó por algunos años. O lo que se llama una existencia –un largo momento de abstracción, una existencia sin-cielo. Una mala apuesta existencial. Martha dejo de existir en un mundo que no era lo que había sido alguna vez. Dejemos que el mundo siga sin nosotros. Fue a reunirse con su compañero y con todos los de su tipo. Dejemos que toda esta historia llegue a su fin…

Martha no puso el huevo blanco que podría haber prolongado esta historia. Ni ella ni él quisieron que eclosionara; tampoco alimentar después al pequeño ser que podría haber emergido- durante aquellos quince días que marcan el ritmo de todas las vidas de todos los padres en el mundo de las palomas pasajeras, tal y como lo habían hecho sus padres y los padres de sus padres, que habían podido poblar la tierra, los árboles y el cielo, como ninguna otra ave lo había hecho hasta entonces. No pudieron hacerlo. Como tampoco pudieron, al cabo de esas dos semanas y de acuerdo con las rudas y confiadas costumbres de semejantes aves migratorias, abandonar a la cría, ya bastante rolliza, sola en el nido…Alejarse y dejarla gritar. Con la total confianza de que ella habría aprendido por sí misma que había crecido, y atrevido a dejarse caer. Y descubrir por sí misma la jubilosa necesidad de volar. ¿Qué sentido habría tenido todo esto en una jaula?

 

No pudieron o no quisieron. No quisieron empezar de nuevo, a partir de la nada, especialmente cuando nada es nada, una existencia-sin-otros, una existencia-sin-cielo.

¿Quizás todavía guardaban, en la profundidad de una memoria de la cual los animales tienen el secreto y que transmiten sin nuestro conocimiento, el recuerdo de masacres, rifles, y árboles a los que la gente enciende en llamas en la oscuridad de la noche? ¿Tenían una intuición de lo que fue y de lo que habría sido? ¿Que el cielo había devenido un desierto? ¿Que ser diez, o incluso cien, significa estar solo cuando eres una paloma pasajera? ¿Sabían ellos, desde la memoria de sus ancestros, que la tierra, los bosques y los campos, vistos por pocos ojos, no se parecen ya a nada, y que sus colores y patrones, tan familiares y reconocibles cuando los ojos son muchos, se habían vuelto incomprensiblemente extraños y sin sentido para los suyos- como un lienzo pintado por un artista que se ha vuelto loco? Por no hablar del silencio y todas las cosas cuya ausencia señalaba: el aleteo triunfante del despegue de todos los cuerpos afinados, las noches en las ramas que crujían de pánico y los atronadores despertares.

 

Si esta historia sólo puede terminar, no merece ser prolongada…

En 1947, en un parque de Wisconsin, fue develado un monumento que conmemoraba la extinción de la paloma migratoria. Este monumento, Aldo Leopold escribió (1949), «simboliza nuestro dolor. Estamos de luto porque ningún hombre viviente volverá a ver otra vez el huracán de una falange de pájaros victoriosos abriendo un camino para la primavera a través de los cielos de marzo, expulsando al invierno derrotado de todos los bosques y praderas de Wisconsin» (109-109).

 

«El acto de un monumento no es la memoria sino la fabulación» (Deleuze y Guattari 1994:168).

 

Ciertamente, la humanidad ha perdido la presencia de sus pájaros. Ha retenido los nombres en la memoria, pero ha olvidado lo que estos nombres evocan –porque los nombres lo vuelven a uno sensible a lo que designan, pero que pocas personas saben: Ectopistes migratorius– la gente ha olvidado los viajes más libres que la vida ha inventado jamás. «Paloma migratoria», «Paloma pasajera», «la paloma que pasa»: la gente se perderá a partir de ahora de la sorpresa de los pájaros que están sólo pasando, no al ritmo previsible de las estaciones, sino a merced de los dones que la Tierra les ofrece. Tourte voyageuse (Passenger Pigeon), tourte (tarta), tourtiere (pastel de carne): los humanos han borrado el sabor de este plato de su lengua, un plato que los nutría y que no han sabido agradecer. Colombe voyageuse, paloma coloreada como el arcoíris, paloma negra en multitud ondulante: se dice que mucho tiempo atrás, antes de las masacres, cuando las palomas atravesaban el cielo, el enjambre era tan vasto y apretado que creaba nubes oscuras como aquellas que preceden a las tormentas, y que el sol desaparecía, a veces por horas, a veces por días enteros. La humanidad ha perdido los eclipses alados.

 

Pero lo que el mundo ha perdido no es aquello por lo que los hombres lloran.

 

Lo que el mundo ha perdido, y lo que verdaderamente cuenta, es una parte de aquello que lo inventa y que lo hace valer como mundo. El mundo muere con cada ausencia; el mundo muere por la ausencia. Porque el universo, como los grandes y buenos filósofos dijeron, el universo entero se piensa y se siente a sí mismo, y cada ser importa en el tejido de sus sensaciones. Cada sensación de cada ser en el mundo es un modo a través del cual el mundo mismo vive y siente, y a través del cual existe. Y cada sensación de cada ser en el mundo causa a todos los seres del mundo sentir y pensar, ellos mismos, de forma diferente. Cuando un ser deja de existir, el mundo se encoge de repente, y una parte de la realidad se derrumba.

Cada vez que una existencia desaparece, es una pieza del universo de sensaciones lo que se desvanece.

 

FLAP-FLAP-FLAP-FLAP.

El mundo tuvo, con las palomas pasajeras, la sensación de alas de a por miles. Y sin ellas, el viento –que tanto había contribuido a su invención– se encuentra a sí mismo sin próposito, tanto como las corrientes ascendentes o descendentes, y las brisas frescas, templadas y cálidas, y las olas cómplices del viaje, y los rayos de luz que tomaban placer en brillar, y los árboles susurrantes agitándose en todas direcciones, y toda la naturaleza que iba matizándose a su paso. Y dado esto, yo no sé quién podría redescubrir las palabras, con estas sensaciones perdidas, para describir la nostalgia del sol, el único que había aprendido, con estas enormes nubes aladas, a jugar a las escondidas con la tierra. El sol se ha quedado ahora sólo con algunas tormentas, y con la luna, aunque de una manera demasiado rara y parcial como para confiar en ella. El mundo ha perdido la traviesa y extemporánea reinvención de la oscuridad.

 

FLAP-FLAP-FLAP-FLAP-FLAP-FLAP-FLAP.

 

Pero lo que el mundo ha perdido aún más, es el único, sensual, viviente, tibio, musical y colorido punto de vista que las palomas pasajeras creaban con él y sobre él. Este punto de vista único, al cual el mundo debía la sensación de tantas cosas, no está más. La felicidad de ser un ala inmensa atravesando infinitos espacios, la sensación de ser una nube sobre la Tierra y de crear formas cambiantes sobre ella, fluyendo y sombreando, la sensación de los campos y los bosques que, abajo, muy lejos, vuelan como las imágenes de una película acelerada. El gozo de ser innumerables y de ser un ser perfectamente afinado, y la confianza en esta afinación, que es la figura de gozo que las palomas pasajeras inventaron cuando aprendieron a confiar en el aire y en el viento. El mundo ha perdido el sabor de frutas secas y carnosas, de semillas e insectos, de gotas de lluvia deslizándose por plumas, de aire que baila y que va formando los caminos de calidez y densidad, la música en el murmullo vibrante de miles de alas aplaudiendo el vuelo, el crujir de los árboles y de las ramas sacudidas bajo el peso del descanso, el brillo de un arcoíris que se precipita en busca del horizonte… La percepción de la vastedad, de la inocencia [blancheur– o: «blancura»] de un huevo, y del grito del pequeño que se cree abandonado.

Todo esto ya no existe más. La humanidad llora a las palomas migratorias. También dice que debió haberse preocupado, especialmente cuando vio que, mientras ellas pasaban por el cielo, el sol continuaba brillando. La humanidad puede llorar a las palomas pasajeras. Pero es el mundo el que muere por su ausencia.

 

[Traducción de Jazmín Acosta y Emmanuel Biset]

 

[Esta pieza fue escrita originalmente como «P is for Passenger Pigeon» para Antonia Baehr, «Abecedarium Bestiarium – Portraits d’affinités en métaphores animales» (Antonia Baehr & Friends, Publishers: far° festival des arts vivants & make up productions (2014), Hardcover; 144 pages, Language: English, ISBN13: 978-2-970-08861-5). Hay también un espectáculo del mismo nombre. En «Abecedarium Bestiarium», la coreógrafa berlinesa Antonia Baehr ha invitado a sus amigos a escribir piezas cortas para ella, basadas en un abecedario de animales extinguidos: D de Dodo, T de tigre de Tasmania, S de la vaca marina de Steller… . Los autores eligen un animal extinto que les interese. Esto da lugar a miniaturas coreográficas heterogéneas en las que reflejan su respectiva afinidad con el animal elegido, así como su amistad con Antonia Baehr. Para más información, véase http://www.make-up-productions.net/pages/posts/the-book-abecedarium-bestiarium—portraits-of-affinities-in-animal-metaphors-is-out-236.php]

 

REFERENCIAS:

-Deleuze, Gilles et Félix Guattari. (1991). Qu’est ce que la philosophie ? Paris: Minuit.

-Leopold, Aldo. (1947) 1949. “On a Monument to the Pigeon.” En A Sand County Almanac, and Sketches Here and There . New York: Oxford University Press.

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