
Lo que vemos nos ve
Pedro Sosa
Instrucciones para vivir una vida:
Mary Oliver
Lejos/en el centro/de la Tierra/
Andrés Calamaro
En estos días fuimos cautivados por imágenes del fondo del mar tomadas por científicxs del CONICET a bordo del buque Falkor (too), propiedad de la ONG estadounidense Schmidt Ocean Institut. Se trata de una expedición realizada en una zona que está, aproximadamente, a 300 km aguas adentro de Mar del Plata, en lo que se conoce como el Cañón Submarino Mar del Plata. La expedición tiene por objetivo explorar y conocer la biodiversidad de la zona en cuestión. El barco lleva a bordo un vehículo submarino, operado remotamente, llamado Rov SuBastian, a través del cual se recolectan las muestras y se filman y transmiten en vivo las imágenes que estuvimos viendo estos días de las especies que viven en las profundidades.
No es, por supuesto, la primera filmación del fondo del mar. ¿Qué tienen estas imágenes que llamaron tanto nuestra atención? Una de sus particularidades es que se transmiten por streaming en vivo y en directo. Lo que vemos está pasando en ese preciso momento: la danza de esa medusa, el ondear de los tentáculos de un coral, el vuelo de ese calamar extraño. Pero además hay otra cosa. Quizá la explicación del furor colectivo deba buscarse en el hecho de que estas imágenes nos tocan de cerca. Primero, porque se trata de una exploración en mar argentino. Pero, sobre todo, porque lxs científicxs que están a cargo de la expedición son en su mayoría argentinxs. Es decir: hablan como nosotrxs, entendemos lo que dicen sin necesidad de subtítulos, les escribimos por el chat y nos responden. Están lejos, pero los sentimos cerca. Sentimos que podríamos ser nosotrxs, que somos un poco nosotrxs los que estamos ahí tomando mate y conversando de lo que observamos bajo el mar.
Se pueden decir muchas cosas. Se puede hablar del valor de la ciencia y reivindicar la importancia de la financiación estatal del desarrollo científico y técnico de este país. Se puede hablar de la diferencia entre el valor del conocimiento como bien común y la ganancia económica inmediata. Se puede tener la discusión acerca de las posibilidades de una matriz económico-productiva que no se sostenga a base de la destrucción del medioambiente. También se puede agregar otra cosa: ¿qué nos pasa con lo que vemos?
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Cada vez pasamos más tiempo adentro de las pantallas. Lo que está afuera se convierte, cada vez más, en una realidad accesoria de las redes. Lo que existe, existe en la medida en que se muestra. ¿Y qué se muestra? ¿Qué decidimos mostrar? Una de las cosas que más mostramos es nuestra propia vida. Cada quien se muestra a sí mismo: subimos fotos o videos de los lugares donde estamos y de las cosas que hacemos, le hablamos, cantamos y bailamos a la pantalla, vendemos nuestros trabajos como en una vidriera de nosotrxs mismos. Vivimos en un tiempo de auto-exposición permanente y de espectacularización de sí. Nuestras redes sociales se convirtieron en una especie de Gran Hermano al aire libre, en el que vemos permanentemente las vidas de otros y necesitamos exponer las nuestras a las miradas de los demás. Un gran Narciso contemporáneo hecho a fuerza de un algoritmo personalizado, que nos devuelve cada vez, una imagen más triste de nosotrxs mismxs.
Esta vez pasó otra cosa: en nuestras pantallas irrumpieron las imágenes del gran Afuera tomadas por los científicos de Conicet a bordo del Falkor too. Visiones fantásticas: una diversidad impresionante de formas de vida marina, de diferentes tamaños y colores, que parecen seres de otro planeta, o producto de una imaginación fantástica, pero que son de éste y son reales. Una otredad radical apareciendo ante nuestros ojos atrofiados, debilitados de tanto ver siempre lo mismo, siempre acá nomás, siempre en un espejo falseado. Ya no nosotrxs mismxs, una vez más, del otro lado de la pantalla, sino otra cosa, otra cosa de verdad, seres radicalmente otros: formas de existencia completamente extrañas a las nuestras, que habitan bajo el agua, que respiran de otro modo, y que viven su vida prescindiendo completamente de las nuestras y de nuestra mirada. Ese gran Afuera que ingresó a nuestras casas, y en torno al cual se constituyó una suerte de comunidad de la observación, está, paradójicamente, adentro, bien adentro; más cerca que nosotros del centro de la Tierra.
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Los océanos cubren aproximadamente el 70% del planeta Tierra y la humanidad sólo conoce el 0,001% de los océanos. Es decir: se trata de una realidad inmensa y prácticamente desconocida. Otro planeta adentro del nuestro, cien veces más grande. Nos damos cuenta: nuestro planeta es otro y no es nuestro.
Las imágenes que nos llegan de la profundidad oceánica podrían aterrarnos masivamente: confrontarnos con un abismo insondable, y sentirnos perturbadoramente llamados por él. Podrían producir en nosotros esa sensación de terror a lo desconocido, a lo inmenso, a lo infinito: el vacío existencial de sentir que ante esa realidad inconmensurable, de escalas geológicas, no somos nada. Suscitarnos una suerte de horror cósmico: ese miedo atávico que nos produce el encuentro con una realidad radicalmente ajena a nosotros mismos.
Sin embargo, a la vez que algo inquietante, hay algo profundamente tranquilizador en la observación de ese medio inviable para la vida humana y de esos organismos extraños que, lejos de resultarnos espeluznantes, nos parecen increíblemente atractivos. Pareciera haber en el cambio de escala, en el cambio de perspectiva que nos produce, algo liberador: la posibilidad de sustraernos de nuestras realidades más inmediatas en las que, quizá, a veces sin darnos cuentas, nos sentimos como atrapados. La posibilidad de salir de nosotros mismos, de zafar, un poco, por un rato, del flujo de estímulos y de información constante en el que vivimos, aturdidos por las imágenes, las voces, los dramas de la realpolitik, y la carnada de novedades que son siempre, al final, más de lo mismo. Las imágenes nos transportan a 2000 o 3000 metros de profundidad bajo el agua. Pero no nos ahogan. Al contrario: nos descubrimos de repente, aunque sea por un rato, respirando.
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Hay un cierto exotismo en nuestra atracción por los bichos del mar. Lo que vemos nos llama la atención porque es distinto, porque es raro. Nos quedamos prendidos a la pantalla pendientes de que el robot submarino encuentre a su paso un nuevo ser vivo luminiscente que nos deslumbre con su diferencia, con su morfología desconocida y extraña. Sería posible ver aquí el riesgo de una jerarquización exotizante de lo desconocido, en detrimento de lo familiar, lo cercano, lo conocido. Ver, en el encanto que nos producen estas imágenes del mar, el reverso de un cierto desprecio inconsciente, de una cierta insensibilidad ante el lugar que habitamos, los seres vivos y las cosas que nos rodean, aquello que tenemos cerca pero a lo que no le brindamos nuestra atención, por lo que no sentimos casi ningún interés, lo que ya no despierta nuestra curiosidad adormecida. Ese pájaro, las plantas, esta flor, aquel árbol, ese perro, mis vecinos. El aire que respiramos. La luz del sol, que acá damos por sentada, pero que no llega a la noche eterna de las profundidades del mar.
Sin embargo, también es posible que en este furor observacional que se despertó entre nosotrxs haya otra cosa que el dorso de un desprecio. Que esta experiencia colectiva de percepción nos conduzca a una especie de extrañamiento de nuestra propia realidad: tomar consciencia de que el mundo que nosotrxs habitamos, visto desde afuera, es tan extraño y maravilloso como ese que vemos 3000 metros bajo la superficie del océano. Un extrañamiento que nos cambie la mirada, nos haga ver de otro modo lo que siempre estuvo delante de nuestros ojos, de verlo como si lo estuviéramos viendo por primera vez. Quizá la transformación más importante que nos producen estas imágenes se revela, recién, a la vuelta: las plantas, los animales, las piedras, la tierra, la luz del sol, la biodiversidad de nuestro monte nativo y la fauna humana de nuestros barrios y ciudades, las cosas que hacemos estando juntos y las que hacemos en soledad, tienen de vuelta un encanto que habíamos perdido de vista. Ahora nos vemos a nosotrxs, y a todo lo que vive y está acá con nosotrxs sobre esta tierra y respirando el mismo aire, como si fuéramos alguno de esos organismos que vimos en nuestras pantallas, como si de tanto mirar nos hubiéramos convertido a su punto de vista: ¡lo que vemos nos ve! Si así fuera: ¡¿Con qué espectáculo -inquietante, tranquilizador- se encontraría?!
¿Qué cosas queremos mostrarle?