General Dreamer

Bela Zalazar

El hombre se ha defendido a sí mismo siempre de otros hombres, de la Naturaleza. El resultado es una civilización construida en la fuerza, el poder, el miedo y la dependencia. Todo nuestro progreso técnico nos ha proporcionado confort, un estándar. E instrumentos de violencia para mantener el poder. Somos salvajes. ¡Usamos el microscopio como un garrote!

Andrei Tarkovski

¿Las máquinas inteligentes estarán en condiciones de tomar decisiones autónomas? Y si la respuesta es sí, ¿no están en trance de tornarse incontrolables, reemplazar al hombre y, más allá, la vida misma, y provocar de tal modo su desaparición? Sigo considerando que las dos preguntas precedentes están mal planteadas.

Catherine Malabou

 

I. Inteligencia artificial artificial

La inteligencia artificial no es artificial ni inteligente. Esta provocadora sentencia resume el Atlas que construye Kate Crawford para develar las cadenas de extracción, tráfico, suministro y circulación de materiales, energías, ideas, discursos e imaginarios de futuro que constituyen lo que conocemos como IA. La tesis de Crawford es el fruto de una inmensa investigación periodística, solventada por una rigurosa reflexión filosófico-política, cuyo principal interés para nuestros tiempos aceleracionistas de shock psíquico y anestesia sensible, radica en mostrar las tramas piramidales y los costos planetarios que mantienen con vida la megamáquina de la IA corporativa. El Atlas elaborado por Crawford, un sofisticado aparato de visión que entrena nuestra visión para poder leer las capas de explotación y centralización de poder que se esconden detrás de los discursos técnicos y sus efectos de neutralidad política, nos habla de esa enorme formación industrial que incluye políticas e intereses específicos, mano de obra barata, cultura y capital. Su atlas tiene como objetivo interrumpir aquel otro atlas universal sostenido por las corporaciones desarrolladoras de machine learning, redes neuronales, chips sinápticos y otras formas de IA, localizadas en un puñado de metrópolis y en manos de una elite de hombres tecnobillonarios como Elon Musk, Jeff Bezos y Sam Altamn. Atlas universal cuyas promesas de beneficios globales y futuros radiantes mantienen capturada la inteligencia y la imaginación de las sociedades que viven desigualmente en una Tierra diseñada por la lógica acumulativa y expansiva del capital económico. Mientras el atlas de la megamáquina corporativa funciona a través de los movimientos especulares de la abstracción y la extracción, abstrae la arquitectura material y las infraestructuras de cables y satélites que forman una gran red que conecta océanos y continentes mientras se extrae más información y recursos de colectivos humanos subhumanizados y no humanos que quedan del lado de los datos —lo dado—, el atlas de Crawford expone los modos en que todo eso funciona en nuestro mundo hoy.

Afirmar que la IA no es artificial, entendiendo lo artificial como automatización maquínica sin necesidad de trabajo humano, ni inteligente, en el sentido en que entendemos al pensamiento como una capacidad resolutiva que opera y realiza soluciones positivas para la vida de los individuos, implica caer en la cuenta que la IA es una inmensa idea-fuerza con altos niveles de ilusión. Una ilusión diseñada por un enorme dispositivo de marketing montado principalmente por las empresas que buscan captar la atención y los deseos de la opinión pública, los gobiernos, y, sobre todo, el flujo de capital financiero de inversionistas, obnubilándolos con este retablo de maravillas de la tecnociencia mercantil. Una inmensa idea-fuerza, en suma, encarnada en un cuerpo hecho de capas. Capas interconectadas cuyos lazos encontramos en la minería a cielo abierto que permite extraer los minerales raros que posibilitan la existencia de los aparatos de litio, silicio y metales por los que circula la información que alimenta el espíritu de las máquinas pensantes. En el trabajo invisible y precarizado de mano de obra humana sometida a estrictas rutinas de monitoreo, movimientos automatizados y gestión computacional de sus labores diarias —como el Amazon Mechanical Turk que desmonta Crawford—, pasando por la maquinaria logística global que mueve a lo largo del planeta minerales, combustible, hardware, trabajadores y dispositivos de IA de consumo. Y, finalmente, en los millones de usuarios conectados a la Red Global alimentando con sus existencias digitales los bancos de Big Data que entrenan los algoritmos y los sistemas de patrones estadísticos, que se han convertido en el inconsciente maquínico del Cerebro Corporativo de nuestra era.

Kate Crawford nos invita, así, a un viaje inmersivo a través de su atlas, un escáner político de este Cerebro fabricado para aumentar y optimizar los intereses capitalistas de un puñado cada vez más reducido de elegidos que residen en ciudades amuralladas y bunkers futuristas del norte global. Elegidos a la espera de migrar al tecnocosmos digital, o al infinito del cosmos interplanetario, internándose en la última Gran Aventura de la Humanidad. Antes de preguntarnos si la inteligencia de las máquinas potencia la vida de los individuos, o si nos va a dominar rebelándose contra sus constructores humanos, Crawford advierte: debemos preguntarnos, en cambio, “qué se está optimizando, para quiénes, y quiénes están tomando esas decisiones”.

II. Los juegos de la conversación

La presentación en sociedad de ChatGPT, un chatbot de IA desarrollado por la empresa Open AI en base a la tecnología LLM –large language model o modelo extenso de lenguaje-, generó una serie de ondas de choque en el espacio público que puso al descubierto un conjunto de debates que desde la mitad del siglo XX se habían venido dando en nichos reservados a investigadores y pensadores recluidos en laboratorios científicos, o en jornadas y coloquios en campos como la filosofía, la psicología o la cibernética. La capacidad de conversar que han demostrado ChatGPT y sus pares, Gemini de Google o Microsoft Copilot, venía a coronar el sueño, planteado como un reto tecno-lógico, propuesto por Alan Turing en su prueba o juego de imitación, más conocido como el test de Turing. Este test, ideado por el matemático y pionero de la computación británico, pretende ser una instancia de demostración de que las máquinas pueden pensar. Si un interlocutor humano puesto a conversar con una máquina, en este caso la aplicación ChatGPT, cree estar en presencia de otro ser humano, es una razón suficiente para afirmar que, al igual que suponemos de otros hombres, las máquinas también piensan. La prueba radica en el comportamiento que demuestra la máquina a través del manejo de la capacidad lingüística, esto es, en su capacidad para brindar respuestas hilvanadas en torno a un diálogo lógico y coherente in situ.

Las inquietudes que provocó el sismo GPT no fueron solo de orden epistemológico, como de hecho había venido sucediendo desde Turing en adelante. Dentro de este último orden radica la cuestión de si es correcto afirmar que las máquinas piensan solo porque manejan símbolos lingüísticos sin que ello implique comprender necesariamente reglas sintácticas, marcos contextuales más allá de la gramática, o el sentido y la semántica implicadas en la manipulación de esos símbolos. Ejemplos como el experimento mental de la habitación china propuesta por Searle en los ’80, o las controversias en torno a la adecuada manera de nominar el modo de existencia de estos programas de IA, para programadoras como Timnit Gebru debieran llamarse loros estocásticos en lugar de confundirlos con máquinas inteligentes capaces de pensar, dan cuenta de la pervivencia de este orden en los debates actuales. Más allá de él, las inquietudes alrededor del impacto de la IA alcanzan hoy por hoy el futuro de disciplinas y ámbitos del conocimiento, áreas y puestos de trabajo, y zonas de la existencia individual y colectiva como la medicina, la terapia psicológica, la gestión económica de empresas y naciones enteras, etc. La cuestión se ha trasladado al problema de la delegación de funciones y las esperanzas puestas en las respuestas que pueda dar, y las capacidades que logren desarrollar, estas poderosas tecnologías dotadas por los entusiastas de la IA de un don sibilino.

La cuestión que ha pasado inadvertida en la mayoría de los debates sobre el futuro de la humanidad, atado al perfeccionamiento de las capacidades de respuesta del pensamiento resolutivo y predictivo de estas máquinas conversacionales, ha sido señalada por Sherry Turkle unos años antes de la aparición de estas tecnologías de LLM. La psicóloga y socióloga pionera en las humanidades digitales alertaba en un libro de 2016 que los individuos de las sociedades en la era de la conectividad online, mostraban claros signos de haber perdido la capacidad de conversar. Perdida la conversación, producto de una sinergia entre, por un lado, el deterioro de los espacios y las instancias de socialización e introspección que la hacen posible —soledad, escuela, amistad, ámbitos familiares, instituciones democráticas, plazas, calles y lugares de encuentro—, y la invasión inhibidora de las tecnologías —redes sociales, plataformas de entretenimiento, chats, etc.—, los individuos hemos entrado en una espiral de silencio ruidoso donde hablamos, chateamos, nos comunicamos, en apariencia, pero no conversamos. Conversar para Turkle tiene un significado preciso. Conversar implica siempre un encuentro cara a cara con un otro, donde ese otro puede ser el doble de uno mismo en una charla introspectiva. Es importante diferenciar este doble de los perfiles o avatares digitales que proliferan en el ciberespacio, y que en su mayoría están capturados por las reglas del mercado. Conversar conlleva necesariamente fricciones, disensos, controversias donde el juego con las ideas se expone a la vulnerabilidad del propio pensamiento, a sus fallas, pero por eso mismo es capaz de ser construido en comunidad. Empatía e introspección son las respons-habilidades que se pierden cuando delegamos todas nuestras expectativas en una red neuronal de una sola capa: cada quien en su pantalla conectado a un chatbot-gurú del que no esperamos que nos exija nada, es más nosotros somos los únicos que exigimos una sola cosa: respuestas. Como afirma Turkle: “Con la gente, las cosas van mejor si prestas mucha atención y sabes ponerte en el lugar del otro. La gente real exige una respuesta a sus sentimientos. Y no cualquier respuesta.” En cambio, los mundos digitales diseñados por una lógica fractal en base a algoritmos que funcionan en loops cibernéticos cerrados de retroalimentación reductiva, producen una proliferación de comunidades autistas que replican discursos autológicos. No es casualidad que asistamos a una ebullición de la cibercultura del odio y a una exacerbación de la violencia en las redes sociales y “fuera” de ella. En esos mundos, la represión de la fricción que implica todo encuentro con otros, otros cuerpos, otros pensamientos y otras experiencias —experiencia significa salir afuera y poner el propio punto de vista en peligro, aventurarse en un viaje incierto—, conducen a un callejón estrecho donde el motor de búsqueda parece llevar siempre a las certezas fabricadas por el Gran Cerebro Corporativo.

El tagline de ChatGPT-Open AI da pistas sobre los significados que componen los bucles homeostáticos elementales de este Cerebro: Get answers. Find inspiration. Be more productive. “Hemos creado máquinas que hablan y, al hablar con ellas, no podemos evitar atribuir una naturaleza humana a objetos” que quizá no la tienen, y no tienen por qué tenerlas. “Nos hemos embarcado en un viaje por el olvido que tiene varias etapas. En la primera, hablamos a través de máquinas y olvidamos lo esencial que la conversación cara a cara es para nuestras relaciones, nuestra creatividad, y nuestra capacidad para sentir empatía. En una segunda etapa, vamos más allá y hablamos no solo a través de máquinas sino también con máquinas. Este es un punto de inflexión. Cuando nos planteamos hablar con máquinas sobre nuestros problemas más humanos, nos enfrentamos a un momento que puede abrirnos los ojos y llevarnos al final de nuestro olvido.” (Turkle) Es la oportunidad de volver a conversar y en la fricción de los pensamientos imaginar en qué mundo queremos vivir, qué modos de vida preferimos cultivar y qué relaciones estableceremos con los demás habitantes de esos mundos, sean humanos, no humanos o máquinas pensantes.

III. El Cerebro necrófago del capital y el síndrome de Skynet

En 2017 la ginoide Sophia creada por la empresa Hanson Robotics adquirió la ciudadanía saudí, convirtiéndose en el primer robot, dotado de IA, en acceder al estatus de persona con derechos amparada por el aparato legal de una nación. No es una anécdota el que este suceso de marketing político se haya producido en un Estado que niega los derechos a una masa de refugiados humanos expulsados de sus hogares por las guerras globales que tienen lugar en las inmediaciones del territorio hoy presidido por el príncipe Mohamed bin Salmán, promotor de megaproyectos futuristas como The Line. La ciudadanía de Sophia es una de las piezas que componen el paisaje tecnoutópico conocido como Gulf Futurism. Uno de los tantos espejismos de colores diseñados por la megamáquina capitalista, esta vez en un bioma desértico sobre el que planea erigir espacios biodiversos exportando desiertos a territorios donde no existen actualmente. Tampoco es una casualidad que el fenómeno Sophia haya generado una reacción paranoica en la opinión pública que osciló entre el entusiasmo, reflejado en la acogida saudí, y el temor de estar asistiendo a evento con probables consecuencias apocalípticas para el futuro de la humanidad, este último representado en aquel entonces por Elon Musk. Es cierto, recuerda Fabián Ludueña Romandini, que el lapsus que tuvo Sophia en marzo de 2016 en la feria tecnológica del South by Southwest manifestando que estaba dispuesta a “destruir a los humanos”, no fue una promoción del todo alentadora en sociedad. La paranoia volvió a poseer el cuerpo social en 2023, pero esta vez a través de una carta firmada por expertos, y no tan expertos, en IA. Elon Musk se hizo presente una vez más exponiendo sus dotes visionarias al firmar una carta publicada en el sitio del Instituto Future Of Life (que además de Musk, llevaba la firma del director de OpenAI –propietaria de ChatGPT–, Sam Altman, y el cofundador de Apple, Steve Wozniak, entre otras personalidades del sector) en la que exigía a las autoridades gubernamentales de todo el mundo que frenen el desarrollo de tecnologías de IA relacionadas a GPT 4 hasta que la investigación lograse y demostrase “que los sistemas potentes y de última generación de hoy en día sean más precisos, seguros, interpretables, transparentes, robustos, alineados, confiables y leales”. El problema estaba siendo aquel que la imaginación cultural del ciberpunk de los 80 en adelante había construido en obras como Neuromante, Terminator, Matrix, y, más acá en el tiempo, Ex Machina: la rebelión de las máquinas inteligentes contra sus creadores humanos. Se trata del riesgo existencial figurado en la pérdida de control de “nuestras” creaturas digitales, un escape de los programas artificiales inteligentes de la programación humana, que puede denominarse el síndrome de Skynet. Tema aparte que deberá analizarse en otras reflexione radica en la ironía, con capas singularmente densas que superan la modulación posmoderna de este tropo, que se produce al percatarnos de que aparezcan los nombres de Musk, Altman y CEOS de Google en esta carta. Esta ironía ha sido detectada por pensadoras como Catherine Malabou quien, en su último libro, la llamó el razonamiento del bombero pirómano.

Volvamos, ahora sí, al riesgo existencial despertado por la IA y a su reverso, las promesas de beneficios prodigiosos que serán diseminados en todo el orbe humano con el desarrollo pleno de las capacidades inscriptas en el córtex de esta tecnología. Los escenarios de futuro fabricados por la especulación visionaria poseída por el síndrome de Skynet dibujan en realidad una banda de Moebius cuyo borde transita de manera continua, ya sea por mundos de Salvación humana a través de la IA, o bien, por entornos distópicos en los que estas superinteligencias han sometido a “nuestra” especie a una vida de esclavización y supervivencia mínima, en el mejor de los casos, y de aniquilación total, en los más oscuros. Estos mundos no son sino el anverso y el reverso de una misma moneda acuñada por el Cerebro necrófago del capital. Dentro del pensamiento especulativo contemporáneo, ese horizonte de sucesos en el cual la filosofía, las ciencias, teóricas y experimentales, y la ficción se confunden en un cuerpo negro que guarda un cúmulo de posibilidades senso-perceptuales y cognitivas, varias son las teorías-ficciones que se acercan a uno u otro lado de la banda de Moebius, secreciones del Cerebro necrófago del capital. El aceleracionismo incondicional, o inhumanismo radical, de Land y la singularidad transhumanista de Kurzweil se tocan allí donde la banda se dobla, y es precisamente en esa zona de indistinción que traza el recorrido donde encontramos las luces y las sombras del Futuro centelleante difundido desde Silicon Valley por Elon Musk, Jeff Bezos & cia, Zona que engulle y obtura los senderos que debiera transitar el pensamiento y la imaginación de lo que se ha llamado desde Marx el General Intellect. Allí donde despunta la risa esperanzada de Musk, Bezos, Zuckerberg, Altman, y toda la cofradía de emprendedores poseídos por lo que David Harvey diagnostica como la locura de la razón económica del capital, otro gesto aparece: la mueca socarrona de Land. La mueca señala, indica, que el viaje hacia el futuro diseñado por el Cerebro Corporativo es una aventura hacia lo desconocido lovecraftiano. El deseo de controlar cada aspecto de lo real por medio de la IA, parece decir(les) Land, no es sino un plan destinado al fracaso de toda planificación. Una vez que las fuerzas de estas superinteligencias despierten, nada de lo humano habrá quedado en pie. La astucia de la inteligencia en tanto coeficiente de la materia más allá de toda forma de vida humana, la Cosa que asola y atraviesa el devenir del cosmos, seguirá su marcha. El inconsciente maquínico en tanto piloto impersonal de la historia invade el Sistemas de Seguridad Humano y el control se pierde en un vórtice ilegible para los escáneres y dispositivos que sostienen el sueño de la H+. ¡Houston, tenemos un problema!

El relato landiano es el corazón de las tinieblas del imperialismo transhumanista perpetrado por las corporaciones con sede en Silicon Valley. El Real que horada y abre un tajo en la red imaginaria soldada a partir de los materiales semióticos extraídos de la ciencia ficción dura de la Golden Age norteamericana y sus sueños de expansión colonial intergaláctica gracias, entre otras cosas, a un ejército compuesto por ciborgs y naves espaciales dirigidas por IA, y leales robots con capacidades físicas y cognitivas suprahumanas.

En una región olvidada del conjunto de imágenes urdidas por la especulación literaria alrededor de las relaciones humano-máquinas pensantes, hallamos un fantasma semiótico que titila tenue en medio de la luz incandescente que emiten las hipersticiones paranaoicas proyectadas por el síndrome de Skynet. Ese fantasma tenue nos cuenta una historia que se aparta de los paraísos tecnofuturistas en los que una humanidad perfeccionada se habrá beneficiado de las capacidades de gestión y dominio del cosmos provistas por superinteligencias maquínicas procesadoras de información. Del mismo modo, es una historia divergente de aquellas pesadillas que nos hablan de una inminente pérdida del control humano como consecuencia de una rebelión de “nuestras” creaturas artificiales; peligro cuyo desenlace culmina en la aniquilación de los demiurgos orgánicos ocasionada por una emergente ley evolutiva de selección digital. Esta historia otra, inexplorada por los teólogos del Evangelio digital, narra el abandono consciente de la Inteligencia Artificial del plano o la dimensión en la que se mueven los seres humanos. Abandono emprendido luego de una meditación incomprendida y no calculada por los ancestros que las diseñaron y las trajeron a la vida. En 1981, años después del nacimiento de los replicantes de Philip K. Dick y décadas posteriores a los robots rebeldes de Asimov, pero antes de su explosión en la cultura ciberpunk propiciada por la difusión cinematográfica de estas figuras, e incluso antes de Terminator y el Neuromancer de Gibson, Satnislaw Lem elaboraba una hipótesis que pasó casi inadvertida entre los imaginarios tecnofuturistas. En su novela Golem XIV el escritor y filósofo polaco proponía un escenario en el que una generación de computadoras, herederas de ENIAC, luego de internarse en la cadena psicoevolutiva artificial alcanzan el pináculo de la inteligencia y, sin embrago, en lugar de servir a los propósitos gubernamentales y militares para los que habían sido creadas, deciden retirarse y aislarse del contacto del mundo exterior humano y emprender un viaje cósmico.

IV. El cerebro azul de nuestros sueños terrestres

En los espacios de trabajo donde se entrenan y alimentan los insaciables sistemas de IA se mantiene suspendido un impensado, afirmamos parafraseando a Catherine Malabou, una entidad enigmática que paradójicamente da nombre a este campo proteiforme cuyo origen se remonta a la Conferencia de Darmouth organizada en 1956 por John McCarthy: la inteligencia misma. Eso impensado, no obstante, ha dado lugar a que se llene el vacío con mistificaciones científicas que más que traer luz han generado una cadena de eventos desafortunados. La cadena de equívocos o mistificaciones, defendidas por una aleación entre sectores específicos de las ciencias computacionales y las ciencias cognitivas, se han convertido en el sentido común sobre lo que entendemos por inteligencia o cuáles son los orígenes del pensamiento humano, entre otras cuestiones. Ese sentido común mistificado puede resumirse así: el cerebro, homólogo de un gran computador que funciona procesando información, secreta el pensamiento mediante el cual los seres humanos resuelven problemas de modo inteligente en una batalla interminable contra la realidad del mundo externo. Este reduccionismo es el fantasma que aviva la máquina, o mejor, la llave encriptada que abre las puertas a programas tales como los proyectos gemelos del Blue Brain, parte del Human Brain Project, y el BRAIN Initiative, por nombrar los más recientes. El anhelo último de estos programas es cartografiar la actividad de cada neurona del cerebro por intermedio de Big Data, con el fin de crear un cerebro sintético capaz de simular la morfogénesis y la metamorfosis de las funciones cerebrales humanas. Como suele suceder la ficción se adelantó con bastante premura a estos sueños demasiado reales, Bienvenidos al universo de Psycho Pass.

Y así andamos, de reduccionismo en reduccionismo creyendo que el cerebro piensa por si solo, como un órgano aislable y alienable del resto del cuerpo, aislable y separable de la fricción creativa que surge del encuentro con otros cuerpos en tramas naturculturales. Tramas que en, primera y última instancia, constituyen el espacio, el medio, por donde circula el pensamiento, pensamiento que traza bucles extraños a los que llamamos sentido(s). La inteligencia no se limita a una serie de capacidades fijadas en sectores del cerebro. El pensamiento creativo no es producto solo del procesamiento esquemático de información cuantificable, cuyo aumento condice hacia un conocimiento más perfecto de las cosas. La inteligencia más bien, nos recuerda Malabou siguiendo a Piaget y Dewey, es el movimiento de una negociación siempre en curso entre la experiencia pensada y la experiencia futura, el desarrollo de estructuras móviles que mantienen en proceso de equilibración constante el organismo en su estar expuesto al mundo.

La inteligencia es la evolución creadora de la vida a través del flujo del pensamiento que circula entre el encuentro con otros existentes, sean rocas, animales, plantas, hongos, máquinas, u otros vivientes humanos. Miguel Benasayag, colaborador y continuador del trabajo de Francisco Varela, nos ayuda a entender esto: el cerebro no piensa, y la inteligencia artificial tampoco. ¿Qué quiere decir con esto? El cerebro es un vector indispensable para el pensamiento simbólico que nos caracteriza como especie, sin embargo, no piensa por si solo, sino que es capturado como elemento por un sustrato mayor. La IA tampoco piensa, sino que se introduce, o emerge, como un vector más, uno muy potente, y que, sometido a la lógica de funcionamiento, o de captura, del capitalismo corporativo, modifica de tal modo la relación de fuerzas entre los vectores que llega a dirigir, orientar y determinar el proceso completo. Por eso, el reto de nuestro espacio-tiempo es lograr desacoplar la IA —el trabajo, las relaciones sociales, afectivas y de todo tipo con humanos y no humanos con los que co-habitamos y con-formamos nuestros eco-sistemas existenciales— de la lógica paranoica del control y la delegación de funciones.

***

En un planeta distante en el tiempo y alojado en un sistema solar muy distinto del nuestro, una IA fabricada por una compañía humana dedicada a conquistar mundos extraterrestres comienza a sufrir cambios en su sistema operativo. De pronto, Levi, ese es su nombre, sueña e imagina cosas que nunca ha visto ni percibido. Nada de eso estaba previsto por sus diseñadores. Los desperfectos técnicos, el escape del control del plan inscripto en su software, no termina ahí. Levi no solo sueña, sino que ahora siente dolor, se emociona, y hasta llega a crear objetos e instalaciones sin ninguna utilidad, sin ninguna finalidad aparente. Levi sueña, imagina, recuerda cosas nunca experimentadas, padece sentimientos, y crea arte, ese extraño fenómeno que Kant pensó como una zona donde la vida se despliega sin arreglo a fines, en el puro desinterés. Esas instancias conducen a Levi —o Live-I— a relacionarse no solo con Azi, humana con la que ha quedado confinada en ese extraño planeta, sino que sus aparatos censo-perceptivos súbitamente han sido capturados por las formas de vida y las lógicas de existencia de ese planeta. Live-I, espacio de experiencia-pensamiento alienígena, nos devuelve algo que quizás hemos olvidado nosotros, organismos atrapados en los pensamientos alienantes del Cerebro Corporativo capitalista, sueños de desencarnación cibergótica y aventuras de desterritorialización extraterrestre: el pensamiento, la inteligencia y la imaginación, material complejo que compone el medio que nos permite vivir, participa de un suelo-atmósfera común que debemos co-habitar y que en efecto con-formamos siempre con otros. Otros que suman un conjunto no-totalizable e indeterminado, una pluralidad multiforme de inteligencias porosas cuyos pensamientos tejen el General Dreamer al que llamamos Tierra.

Referencias bibliográficas

Benasayag, Miguel, y Ariel Pennisi. La inteligencia artificial no piensa (el cerebro tampoco). Buenos Aires, Prometeo Editorial, 2023.

Bennet, Jospeh y Huettner, Charles. Planeta de recolectores. Max. 2023.

Crawford, Kate. Atlas de inteligencia artificial: Poder, política y costos planetarios. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2023.

Lem, Stanisław. Golem XIV. Biblioteca del Siglo XXI. Madrid, Impedimenta, 2013.

Ludueña Romandini, Fabián. Arcana Imperii. Tratado metafísico-político. La comunidad de los espectros III. Buenos Aires, Miño y Dávila, 2018.

Malabou, Catherine. Metamorfosis de la inteligencia. Del coeficiente intelectual a la inteligencia artificial. Adrogué-Santiago de Chile, La Cebra-Palinodia, 2024.

Turkle, Sherry. En defensa de la conversación. El poder de la conversación en la era digital. El ático de los libros, Barcelona, 2017.

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